La dama del lago (51 page)

Read La dama del lago Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La dama del lago
12.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

En sueños.

Salió del pasillo. Y se topó de frente con un individuo armado con una lanza. Se paró en seco, lista para los saltos y los quiebros. Pero de pronto cayó en la cuenta de que no se trataba de un hombre, sino de una mujer de pelo gris, flaca y encorvada. Y de que no llevaba una lanza, sino una escoba.

—Hay una prisionera por aquí cerca —dijo Ciri, después de carraspear—, una hechicera de pelo negro. ¿Dónde está?

La mujer de la escoba estuvo mucho tiempo callada, moviéndola como si estuviera masticando algo.

—¿Cómo quieres que lo sepa, palomita mía? —farfulló al fin—. Yo aquí lo único que hago es limpiar... No más eso, venga a limpiar y a limpiar lo que otros enmierdan —repitió, sin dignarse mirar a Ciri—. Y ellos, dale que te pego, poniéndolo todo perdido.

Ciri se fijó en la zigzagueante línea de sangre que había en el suelo. Se extendía varios pasos y acababa en un cadáver contraído que estaba apoyado en la pared. Había otros dos cuerpos un poco más allá, uno hecho un ovillo, otro con los brazos abiertos en postura muy poco airosa. Al lado de cada uno de ellos había una ballesta tirada en el suelo.

—Siempre están ensuciando. —La mujer cogió el cubo y el trapo, se puso de rodillas y empezó a fregar—. Siempre ensuciando, ensuciando, todo el santo día ensuciando. Y tú venga a limpiar y a limpiar. ¿Es que esto nunca va a tener fin?

—No —dijo Ciri lacónicamente—. Nunca. Así es este mundo.

La mujer dejó de fregar. Pero no levantó la cabeza.

—Yo limpio —dijo—. Y na más. Pero a ti, palomita, te diré que has de seguir recto, y aluego a la izquierda.

—Gracias.

La mujer bajó un poco más la cabeza y se puso otra vez a fregotear.

*****

Estaba sola. Sola y extraviada en aquel laberinto de pasillos.

—¡Doña Yenneeefeeer!

Hasta entonces había guardado silencio, temiendo que los hombres de Vilgefortz le estuvieran pisando los talones. Pero ahora...

—¡Yenneeefeeer!

Le dio la sensación de que había oído algo. ¡Sí, sí, seguro!

Llegó corriendo a la galería, y de ahí pasó al gran vestíbulo, entre los esbeltos pilares. Volvió a notar aquel olor a chamusquina.

Bonhart, como un fantasma, salió de una hornacina y le dio un puñetazo en la cara. Ciri se tambaleó, y él saltó encima de ella como un gavilán, la agarró del cuello y la aplastó contra la pared con el antebrazo. Ciri se fijó en sus ojos de pez, y notó como el alma se le caía a los pies.

—No te habría encontrado si no hubieras llamado —dijo Bonhart con voz ronca—. Pero has llamado, ¡encima me echabas de menos! ¿Hasta tal punto me deseas? ¿Amorcito?

Sin dejar de arrinconarla contra el muro, le introdujo una mano en el pelo, en la nuca. Ciri sacudió con fuerza la cabeza. El cazador enseñaba los dientes. Le pasó la mano por el brazo, le estrujó un pecho, la agarró brutalmente del culo. Después la soltó, la empujó con fuerza, haciéndola resbalar por la pared.

Y le arrojó la espada a los pies. Su Golondrina. Y Ciri comprendió al instante qué pretendía.

—Mejor habría sido en la arena —dijo, arrastrando las palabras—. Como culminación, como remate de una serie de bellos espectáculos. ¡La pequeña bruja contra Leo Bonhart! ¡Uy, la gente habría pagado por verlo! ¡Muévete! Coge el yerro y sácalo de su funda.

Obedeció. Pero no sacó la hoja de la funda, se limitó a colgarse el cinto al hombro, para tener la empuñadura al alcance de la mano.

Bonhart dio un paso atrás.

—Llegué a pensar —dijo— que me conformaría con recrearme en la visión del tratamiento que te tenía preparado Vilgefortz. Pero andaba equivocado. Necesito sentir cómo tu vida fluye por la hoja de mi espada. Me cago en todos los hechiceros y en sus hechicerías, en el destino, en las profecías, en la suerte del mundo, me cago en la antigua sangre y en la joven sangre. ¿Qué significan para mí todos esos agüeros y sortilegios? ¿Qué voy a sacar de ellos? ¡Nada! Nada que se pueda comparar con el placer de... —Se interrumpió. Ciri vio cómo apretaba los labios, con cuánto odio le brillaban los ojos—. Te voy a sacar la sangre de las venas, pequeña bruja —dijo siseando—. Y después, antes de que te enfríes del todo, celebraremos nuestras bodas. Eres mía. Y morirás siendo mía. Desenfunda.

Se oyó un ruido lejano. El castillo retembló.

—Vilgefortz —explicó Bonhart, con el rostro impávido— está haciendo picadillo a los otros hechiceros que han venido a salvarte. Vamos, muchacha, desenvaina tu espada.

Pensó en huir, en escapar a tanta angustia, huir a otros lugares, a otros tiempos, los que fueran, con tal de alejarse de allí. Sintió vergüenza: ¿cómo iba a escapar? ¿Dejando a Yennefer y a Geralt a merced de esa gente? Pero la razón le sugería: muerta no les iba a servir de mucha ayuda...

Se concentró, apretándose las sienes con los puños. Bonhart comprendió de inmediato qué era lo que se proponía y se lanzó a por ella.

Demasiado tarde. A Ciri le zumbaron los oídos, hubo un destello. Lo has conseguido, pensó Ciri, triunfal.

No tardó en darse cuenta de lo prematura que había sido aquella sensación de triunfo. Le bastó con oír el griterío furibundo y las maldiciones. Quizá el aura maligna, hostil y paralizante de aquel lugar tuviera la culpa del fiasco. No había ido muy lejos. No muy lejos de Bonhart. Aún estaba al alcance de su vista, en el extremo opuesto de la calería. Pero fuera del alcance de su brazo y de su espada. Al menos, de momento.

Acosada por sus bramidos, Ciri se dio la vuelta y echó a correr.

*****

Recorrió a la carrera un largo y ancho pasillo, seguida por las miradas muertas de las canéforas de alabastro que sustentaban los arcos. Torció una vez, y luego otra. Quería confundir y despistar a Bonhart, sin dejar de orientarse hacia el fragor del combate. Donde había batalla, tenían que estar sus amigos.

Fue a parar a una estancia amplia y circular, en medio de la cual, sobre un pedestal de mármol, había una escultura que representaba a una mujer con el rostro cubierto, seguramente alguna diosa. De esa estancia partían dos corredores, ambos bastante angostos. Escogió uno al azar. Naturalmente, se equivocó en su elección.

—¡La moza! —rugió uno de los esbirros—. ¡Ya es nuestra!

Eran demasiados para arriesgarse a luchar, incluso en aquel pasillo estrecho. Y Bonhart no debía de andar muy lejos. Ciri se giró y se dio a la fuga. Volvió a la sala de la diosa de mármol. Y se quedó petrificada.

Delante de ella había un caballero con una gran espada, que llevaba una capa negra y un casco adornado con las alas de un ave rapaz.

La ciudad ardía. Se oía el silbido del fuego, se veía la ondulación de las llamas, se sentía el calor del incendio. Los relinchos de los caballos, los alaridos de las víctimas la aturdían... De pronto, apareció un ave negra batiendo sus alas, cubriéndolo todo... ¡Socorro!

Cintra, pensó, volviendo en sí. La isla de Thanedd. Me ha venido siguiendo hasta aquí. Es un demonio. Me acorralan los demonios, los frutos de mis pesadillas. Detrás tengo a Bonhart, y delante a éste.

Oía los gritos y las pisadas de los soldados acercándose.

De pronto, el caballero del casco con las alas dio un paso al frente, estaba muerta de miedo. Rápidamente sacó a Golondrina de la funda.

—¡No te acerques!

El caballero avanzó otro paso, y Ciri vio con asombro que tras su capa se ocultaba una rubia doncella armada con un sable curvo. La joven saltó como un lince, evitando a Ciri, y derribó de un golpe a uno de los enemigos. Y el caballero negro, oh prodigio, en vez de atacarla, acabó con otro esbirro de un potente tajo. Los demás se retiraron por el pasillo.

La doncella rubia se lanzó hacia la puerta, pero no consiguió cerrarla. Aunque blandía el sable y chillaba de forma amenazante, los soldados la hicieron retirarse del portal. Ciri advirtió cómo uno de ellos la pinchaba con una lanza, y vio a la joven caer de rodillas. Se lanzó al ataque, acuchillando con todas sus fuerzas con Golondrina, mientras el caballero negro llegaba por el otro lado, tajando con otra espada de un modo aterrador. La chica rubia, aún de rodillas, cogió una hachuela que llevaba al cinto y se la arrojó a uno de los rufianes, acertándole en plena cara. Después alcanzó la puerta, la cerró de golpe y el caballero echó el cerrojo.

—¡Uf! —dijo la joven—. ¡Roble y hierro! Les llevará un buen rato derribarla.

—No creo que pierdan el tiempo, buscarán otro camino —juzgó con sensatez el caballero negro.

De pronto, se puso muy serio, viendo la pernera de la muchacha empapada de sangre. Ella hizo un gesto con la mano, dando a entender que no era nada.

—Hay que salir de aquí. —El caballero se quitó el casco, miró a Ciri—. Soy Cahir Mawr Dyffryn, hijo de Ceallach. He venido con Geralt. A salvarte a ti, Ciri. Ya sé que resulta inverosímil.

—Cosas más inverosímiles he visto —murmuró Ciri—. Has recorrido un largo camino... Cahir... ¿Dónde está Geralt?

La miró atentamente. Recordaba sus ojos de Thanedd. De color azul oscuro y suaves como terciopelo. Bonitos.

—Ha ido a salvar a la hechicera —respondió—. A esa...

—Yennefer. Vamos.

—¡Eso es! —dijo la rubia, haciéndose una cura provisional en el muslo—. Aún habrá que patear unos cuantos culos. ¡A por la tía!

—Vamos —repitió el caballero.

Pero era demasiado tarde.

—Escapad —susurró Ciri, viendo quién se acercaba por el pasillo—. Es el diablo en persona. Pero sólo me quiere a mí. A vosotros no os va a perseguir... Corred... Ayudad a Geralt...

Cahir negó con la cabeza.

—Ciri —dijo suavemente—. Me asombra lo que has dicho. He venido desde el fin del mundo para dar contigo, salvarte y defenderte. ¿Y pretendes que ahora salga corriendo?

—No sabes con quién te las vas a ver.

Cahir se subió los guantes, se despojó de la capa, enrollándosela alrededor del brazo izquierdo. Agitó la espada, la hizo dar vueltas hasta que empezó a zumbar.

—Ahora mismo lo sabré.

Bonhart, al descubrir al trío, se detuvo. Pero sólo un instante.

—¡Aja! —dijo—. ¿Han llegado los refuerzos? ¿Son compañeros tuyos, pequeña bruja? Muy bien. Dos más o dos menos, es igual.

De pronto Ciri tuvo una revelación.

—|Despídete de la vida, Bonhart! —gritó—. ¡Hasta aquí has llegado! ¡Te has encontrado con la horma de tu zapato!

Sin duda, exageraba. Bonhart captó una nota falsa en su voz. Se miró receloso.

—¿Tú eres brujo? ¿De cierto?

Cahir hizo girar su espada, sin moverse del sitio. Bonhart ni se inmutó.

—Vaya, vaya, la hechicera gusta de más jóvenes de lo que yo creyera —susurró—. Mira esto, bravucón. —Se abrió la camisa. En su puño brillaban unos medallones de plata. Un gato, un grifo y un lobo—. Si de verdad eres brujo —le rechinaron los dientes—, habrás de saber que tu particular amuleto de curandero pronto se ajuntará a mi colecta. Y, en no siendo brujo, serás un cadáver antes de que te dé tiempo pestañear. Más sensato sería, en tal caso, que te apartaras de mi camino y pusieras tierra por medio. A quien quiero es a esa moza, nada contra ti tengo.

—De boquilla eres muy valiente —aseguró tranquilamente Cahir, haciendo molinetes con su espada—. Ahora comprobaremos si no sólo de boquilla. Angouléme, Ciri. ¡Huid!

—Cahir...

—Corred —se corrigió— a ayudar a Geralt.

Salieron corriendo. Ciri ayudaba a Angouléme, que cojeaba un poco.

—Tú lo has querido. —Bonhart parpadeó con sus pálidos ojos y avanzó, haciendo girar su espada.

—¿Que yo lo he querido? —replicó sordamente Cahir Mawr Dyffryn ucp Ceallach—. No. ¡Lo quiere el destino!

Se juntaron de un salto, rápidamente chocaron sus espadas, les envolvió el salvaje centelleo de las hojas. Los chasquidos del hierro inundaban el corredor. La estatua de mármol parecía temblar y mecerse a su compás.

—Malo no eres —dijo Bonhart con voz enronquecida cuando se separaron—. Malo no eres, mozalbete. Mas de brujo no tienes nada, esa pequeña víbora me ha engañado. Ya te toca. Prepárate para morir.

—Se te va la fuerza por la boca.

Cahir respiró hondo. Se había dado cuenta, al combatir, que prácticamente no tenía nada que hacer contra aquel tipo de ojos de pez. Era demasiado rápido y demasiado fuerte para él. Su única oportunidad consistía en que, en su afán de ir detrás de Ciri, acabara precipitándose. Y era evidente que se estaba poniendo nervioso.

Bonhart lanzó un nuevo ataque. Cahir detuvo el golpe, se flexionó, saltó, cogió a su rival por el cinto, lo empujó contra la pared, le dio un rodillazo en el perineo. Bonhart le agarró la cara, le golpeó fuerte en un lado de la cabeza con el pomo de la espada. Una vez, dos veces, tres. El tercer golpe hizo retroceder a Cahir. Vio centellear la hoja. Hizo un movimiento reflejo para defenderse.

Demasiado lento.

*****

Una tradición celosamente observada por el clan de los Dyffryn consistía en que todos los hombres del mismo velaran en silencio, día y noche, el cuerpo de un pariente muerto, instalado en la armería de palacio. Las mujeres —reunidas en un ala distante del edificio, para evitar molestar a los varones, distraer su atención o turbar sus reflexiones— plañían, sufrían crisis histéricas y se desmayaban. Cuando volvían en sí, empezaban de nuevo los plañidos y los espasmos. Y
da capo
.

Entre la nobleza de Vicovaro, los espasmos y las lágrimas no estaban muy bien vistos ni siquiera entre las mujeres. Se consideraban una falta de tacto y un gran deshonor. Pero entre los Dyffryn ésa y no otra era la tradición y nadie la había cambiado. Ni tenía intención de hacerlo.

A sus diez años, el joven Cahir, hermano menor del difunto Aillil, muerto en Nazair y yacente en aquellos momentos en la armería de palacio, no era aún, de acuerdo con la costumbre y la tradición, un hombre. No le permitieron sumarse al grupo de varones reunidos en torno al ataúd abierto, no le autorizaron a estar allí en silencio, en compañía de Gruffyd, su abuelo, Ceallach, su padre, Dheran, su hermano, y toda la multitud de tíos paternos, de tíos maternos y de primos. Como es comprensible, tampoco le dejaron llorar y desmayarse en compañía de su abuela, su madre, sus tres hermanas y toda la multitud de tías paternas, de tías maternas y de primas. Junto con los demás parientes de corta edad, llegados a Darn Dyffr para las exequias, el sepelio y los funerales, Cahir se dedicó a hacer chiquilladas y travesuras por las murallas. Y se dio de puñetazos con los que decían que los más valientes entre los valientes que estaban combatiendo en Nazair eran sus propios padres y sus hermanos mayores, en vez de Aillil aep Ceallach.

Other books

You've Got Tail by Renee George
A Death in Canaan by Barthel, Joan;
Inconvenient People by Sarah Wise
The Delphi Agenda by Swigart, Rob
Elisabeth Fairchild by The Love Knot
Like Water on Stone by Dana Walrath
The Doctor's Baby by Cindy Kirk
Suspicion by Alexandra Moni
New York One by Tony Schumacher
Roxy (Pandemic Sorrow #3) by Stevie J. Cole