La dama número trece (7 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La dama número trece
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—No es nada —dijo regresando tras una centelleante ausencia—. El viento.

Sus ojos evitaban mirar a Rulfo.

La noche se dilataba. La lluvia había dejado paso a la reciedumbre de una tormenta eléctrica que horrorizaba los silencios, y la agonía de la luz de la lámpara enmascaraba cada objeto de la habitación. Ella le ofreció algo de comer: una lata de conservas con carne y frituras precocinadas. El aspecto de las viandas era desolador, pero Rulfo tenía apetito. Sus ojos también estaban hambrientos, aunque devoraban algo completamente distinto: un rostro azabache y nácar.

Las prostitutas eran la única relación estable que mantenía desde hacía tiempo, pero lo que le ocurría con aquella muchacha era algo más perturbador e indefinible que el deseo de pasar la noche juntos, y lo supo en aquel preciso instante. La veía comer sin mirarle, aguardando a que él sacara el tenedor de la lata antes de introducir el suyo, y de repente esa sensación se convirtió en relámpago y sonó a trueno. Pensó que estar con ella era como llegar a una meta, como satisfacer un deseo largamente postergado. Aquella chica era distinta a cualquier otra que hubiese conocido, y no solo en lo que atañía a su belleza.

Clavó el tenedor en otro trozo de carne. Ella introdujo el suyo mecánicamente. Entonces él dejó de comer, soltó el tenedor y tendió la mano desnuda.

El tenedor de ella

un rayo

no volvió a salir.

Había sucedido lo que esperaba, pero estaba preparada. Guió al hombre hacia el dormitorio a oscuras, donde los espejos tenían hambre de luz y los mostraban como una muchedumbre de sombras. Quemó con su boca la boca del hombre, hundió su lengua en el calor turbio de su lengua. Luego lo llevó a la cama, lo hizo tenderse y, a horcajadas sobre él,

un rayo en el cristal

comenzó a desnudarse.

Pese a las tinieblas que lo rodeaban, Rulfo supo de inmediato que jamás había contemplado una anatomía semejante. Vio centellear el pequeño collar y un triángulo de anillas trémulas. La vio inclinarse con presteza elástica apartándose la espesa cabellera. Un espejo en el techo le derramó, entre flases de luz, el reflejo de una espalda de líneas suaves y la doble y maciza cúpula de unas nalgas prietas y perfectas. Sintió músculos ágiles rebulléndose sobre él, dedos largos convertidos en finas lenguas, una lengua como un dedo imprevisto y desarticulado. Percibió aquella lengua en lugares donde nunca había sentido una boca, ni siquiera

un rayo en el cristal, un fulgor

una luz.

No hubo sorpresas. O apenas una: el hombre no la golpeó.

Ella estaba preparada, sin embargo. Montada sobre él, las manos cruzadas sobre la cabeza (eso quería Patricio), hundiéndose y elevándose a un ritmo exacto, apartando el rostro para no mirarlo (eso quería Patricio), procurando que cualquier rincón de su cuerpo quedara accesible a los brazos del hombre, aguardaba el desagradable momento con la fortaleza de la costumbre. Pero no hubo golpes. Sin embargo, ella no se lo agradeció: los que no la golpeaban entonces eran peores.

Un rayo en el cristal, un fulgor blanco.

El estampido la despertó. Recordó lo ocurrido y se tranquilizó: todo había salido bien, y, por fortuna, su secreto no había sido descubierto. Ahora, el hombre se había quedado dormido y la tormenta proseguía.

Pero ella experimentaba la misma inquietud que había sentido en la casa de Lidia: aquella alarma, aquel agudo y punzante pavor que no la abandonaba.

Se incorporó. No vio nada raro en la oscuridad del dormitorio.

Afuera, los relámpagos desmenuzaban la noche.

Abrió los ojos. Estaba tendido boca arriba en una cama desconocida. Miró al techo.

El techo era ella. Su cuerpo desnudo se inclinaba sobre él. Hebras de pelo azabache le rozaron la mejilla. Debes irte ahora, le decía. Acariciaba su torso y le hablaba desde tan cerca que él no necesitó incorporarse para volver a probar su boca.

—Debes irte —repitió ella cuando separaron los labios.

No lo rechazaba, no le obligaba a nada, solo le rogaba. Pero en su petición destellaba una ansiedad que él quiso respetar.

—¿Cuándo podré verte otra vez?

—Cuando quieras.

—Necesito verte —insistió Rulfo—. Necesitamos vernos.

—Sí.

Aún era de noche, pero la tormenta había cesado. Luego de asearse un poco, a tientas, en un minúsculo y gélido cuarto de baño, Rulfo regresó al dormitorio, coleccionó su ropa y se vistió. Ella lo guió de vuelta por el pasillo. Sus alientos derramaban vapor mientras caminaban y él volvió a preguntarse cómo podía soportar la muchacha la desnudez en aquella cueva. Le parecía obvio que también recibía clientes allí, a juzgar por los espejos, pero maldijo en silencio a quien le hubiese facilitado semejante tugurio para vivir.

Aparte del comedor, una cocina casi incrustada en la pared y aquel dormitorio, el apartamento disponía de otra habitación, pero su puerta, que daba al pasillo, estaba cerrada. Poco antes de llegar a ella, la muchacha giró y volvió a besarlo. Siguieron besándose mientras caminaban. Al llegar a la entrada principal, ella se apartó.

—Iré hoy mismo a ver a ese amigo que te conté —dijo Rulfo—. Y ya hablaremos.

—Sí.

De pie en el umbral, las manos en los costados, las anillas de los pechos destellando con la respiración, la muchacha lo observaba en silencio.

Rulfo le pidió el teléfono. Hubo un rápido intercambio de números en un papel que ella anotó y dividió por la mitad. Cuando él dejó de verla y salió al patio, fue como si anocheciera en sus ojos. Se dio cuenta de que lloviznaba. Un desagradable hedor se alzaba desde la calle.

Al llegar a Lomontano y hurgar en los bolsillos de la chaqueta, comprobó que llevaba únicamente la foto y el papel: había olvidado la figura y el saquito de tela sobre la mesa del pequeño salón.

La muchacha no lo vio partir. Cerró la puerta al tiempo que los ojos, y permaneció un instante apoyada en la pared.

Se había ido. Por fin.

Nunca se hubiera atrevido a echarlo. Incluso el simple hecho de pedirle que se marchara le había costado un gran esfuerzo, porque no estaba acostumbrada a pedirle nada a nadie, salvo aquello que nunca le concedían. Pero se había ido. Todo había salido bien. Regresó al pasillo y se detuvo ante la puerta cerrada. La abrió.

Se presentó sin avisar. No le importaba que César no estuviera o (muy probable) no quisiera recibirlo. Simplemente, odiaba obtener la respuesta por teléfono. Subió en el estrepitoso ascensor de rejilla, llegó al último piso y llamó al timbre de la única puerta, donde un letrero anunciaba, entre volutas caligráficas, los nombres de César Sauceda Guerín y Susana Blasco Fernández.

Mientras aguardaba, valoró la posibilidad de que fuera Susana quien lo recibiera. Imaginó, al cabo de los años, posibles rostros, no descartó ninguna mirada (odio, tristeza, nostalgia). Luego concluyó que, probablemente, le atendería una criada.

Pero quien le abrió la puerta fue el diablo en persona, con su bata roja, un blazer negro debajo y aquellas grotescas gafitas de cristales azules a medio trayecto de la nariz.

César lo miró sin decir nada.

Mal preparado para la última de las posibilidades imaginables, Rulfo obedeció a su impulso.

—Hola, César. Quería verte.

César Sauceda era el diablo.

Un diablo menor, pero lo bastante maligno como para que sus clases de aburrida literatura siempre estuvieran atestadas. Rulfo lo había conocido cuando aún se dedicaba a capturar almas. El pacto diabólico se llamaba tesis doctoral, y Sauceda añadía cláusulas que atañían, sobre todo, a las alumnas más jóvenes. En verdad, era un hombre sin escrúpulos, pero lo que atrajo a Rulfo de su personalidad era el increíble contraste entre una fantasía inagotable y la gelidez de una mente racional. «Soy un poeta que ama la acción», solía definirse su ex profesor. A él lo definía a la inversa: «Eres un hombre de acción que ama la poesía». La mezcla no fue mal al principio: el impulso del joven estudiante contribuyó a que se conocieran, y la mesurada frialdad del profesor hizo que la amistad se mantuviera sin altibajos. Luego, paradójicamente, ambas características habían servido para agravar la distancia que Susana había impuesto entre ellos.

El ático, próximo a Velázquez, estaba dividido en dos pisos, siendo el superior un amplio dormitorio abuhardillado con hermosas vistas del Retiro. César lo llamaba «su» Retiro. La expresión era correcta, porque César había abandonado la enseñanza y se dedicaba a vivir rodeado de comodidades y de Susana. Como buen diablo (menor), siempre había tenido dinero y compañía femenina, y siempre había sabido cómo obtenerlos cuando escaseaban y utilizarlos cuando disponía de ambos. Años atrás había reunido a varios ex alumnos y fundado un círculo literario—artístico—orgiástico cuyas fiestas se habían hecho célebres durante determinada época en Madrid. Su «querido alumno Rulfo» había pertenecido a aquel círculo.

Todo eso había ocurrido antes de que Susana los distanciara.

—La mediocridad de este mundo es inconcebible, Salomón. La vida comienza a quedarme pequeña. Siempre lo he dicho: los roquedeños somos gente inquieta. ¿Qué podríamos hacer para volver a gozar...? ¿Recuerdas a esa chica...? ¿Cómo se llamaba...? ¿Pilar Rueda...? Se ha casado, ¿puedes creerlo...? Ahora se dedica a cultivar hijos. La vi hace poco. Lo último que esperaba de ella era el alcachofismo maternal, te lo juro. Le dije: «parece que has olvidado lo que hacías en mi casa, Pilar». Me contestó: «No se puede vivir de eso...». No, su respuesta exacta fue: «No puedo vivir haciendo eso». Porque lo que importa es vivir, claro. —Paladeó el vermut e hizo girar la copa mientras hablaba—. Quizá la solución resida en aniquilar los opuestos. Convertir lo carnal en el máximo goce del espíritu. ¿Sabes quién fue el hombre más sacrílego que conocí...? No sé si te he hablado de él alguna vez. Era un empresario francés que se creía heredero directo de Sade. Una de sus manías, a la hora de celebrar un banquete en casa, era usar hostias consagradas. Ordenaba robarlas. Hablo en serio, ¿no me crees?

—Te creo.

—Tenían que ser de verdad, no valían las imitaciones. Las colocaba en bandejas y las servía como canapés. Las había con paté de foie y anchoa, queso crema y caviar Beluga, trocitos de salmón y alcaparra... Los párrocos de los alrededores denunciaban los robos y la policía sospechaba la existencia de una secta satánica... ¡Una secta satánica...! Se moría de la risa, el cabrón. Espera, no acaba aquí la cosa. Un día le pregunté por qué lo hacía, por qué se comía las hostias así. ¿Sabes lo que me contestó?

—Ni idea.

—«Solas están
fade
, César.» ¡Ja, ja, ja! En realidad, el muy cabrón era un bromista. Pero de ateo, nada. «Tú no eres ateo», le dije una vez, «tú lo único que quieres es comerte a Dios untado de Diablitos
Underwood
...» Era un tipo genial. Pasábamos un buen rato discutiendo si el infierno era interminable o inagotable. Ambos coincidíamos en que, si es simplemente interminable, entonces es una tortura. Pero si es inagotable, ¿quién desearía que terminara alguna vez? Y concluíamos que es peor, mucho peor, agotarnos que morirnos. Añadíamos una coletilla a la premisa de Rabelais que luego hizo suya Aleister Crowley: «Haz lo que quieras, pero intenta
variar
». Buenas conversaciones, sí señor... —Cogió una servilleta de papel y comenzó a chamuscarla con el puro. Luego espantó los alambres de humo—. Ya no hay conversaciones, ni buenas ni malas... Ya no hay nada. Todo está contaminado de vulgaridad. La poesía sigue salvándome, al menos. Y espero que siga salvándote a ti.

—Sí, sigue salvándome.

Alguna vez César no había sido feo, sino un pequeño y delgado príncipe azul. «Pero besé a la princesa incorrecta», solía decir. Ahora era intensa e inmensamente feo, de ojos pequeños y grises bajo cejas puntiagudas como cuernecillos de serpiente cerasta, disperso cabello ceniza y bigote y perilla haciendo juego. Sobre su bulbosa nariz solía montar unas gafas metálicas de cristales azules que no hacían nada (todo lo contrario) por mejorar las cosas. Pero, cuando Rulfo le oía hablar, y sospechaba que así ocurría con todo el mundo, se olvidaba pronto de su aspecto. Su voz era hermosa y grave, con cierto matiz andaluz (roquedeño, diría él) y cierta
labia
—decía Susana— que los años no habían logrado desgastar.

—Me alegro de verte, Salomón, te lo juro, y Susana se alegrará también. Llegará enseguida, ha tenido que ir a... Por cierto, ¿por qué no te quedas a comer...? No me digas que no. Tenemos tanto de que hablar... Susana está magnífica, ya la verás... Claro que, a los treinta años, cualquiera... Algún día compondré una heroida en su honor. Ella va hacia arriba y yo hacia abajo. Yin y yang... ¿Y dónde trabajas ahora? Lo último que sé de ti es que dabas clases en un taller literario...

—Estoy en paro desde que acabó el verano.

—¿Alguien como tú, en paro...? ¿Éste es el nuevo país que estamos construyendo...? Somos europeos a la hora de las responsabilidades, pero nuestro paro sigue siendo nacional. ¿Y no piensas hacer nada...?

—Lo cierto es que he tenido momentos peores.

—Te advierto que, si te encuentras bien, no hay nada mejor que no trabajar. Mírame a mí. Pero a tu edad aún es pronto para eso. Y a mi edad, demasiado tarde... Me he hecho viejo sin darme cuenta.

—No tienes aún sesenta años, César.

—Y qué, eso solo es una cifra. Soy viejo. Me siento viejo. Y Susana lo nota. —Hizo una pausa y bebió otro sorbo de vermut—. Debo confesarte que antes compartíamos más, ella y yo. Ahora casi nunca está en casa. Siempre tiene mucho que hacer con su teatro, y no la censuro: es joven, y todavía cree que hacer cosas no carece de sentido. Tampoco la censuré cuando... En fin, cuando ocurrió lo vuestro. Sí, debo decírtelo honestamente. Nunca entendí nuestro distanciamiento. Lo único que no entendí de lo que hicisteis fue que no me lo dijerais.

Rulfo sabía que el tema acabaría apareciendo, aunque no había anticipado la sencillez con que César era capaz de mencionarlo. No quería morder el anzuelo, pero, mientras lo pensaba, ya había abierto la boca para tragárselo.

—Decírtelo hubiera sido absurdo.

—Cualquier cosa es mejor que esperar a que el otro se entere por casualidad, ¿no? —objetó César sin asomo de irritación en su voz.

—No estábamos seguros de lo que sentíamos el uno por el otro. Sigo pensando que hicimos bien.

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