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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

La danza de los muertos (2 page)

BOOK: La danza de los muertos
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Y todo eso a pesar de la tragedia que le había sucedido el año anterior cuando, una noche, su hija Aradnia, una encantadora muchacha de cabellos de oro, huyó con un pícaro espadachín mercenario. El elfo de pelo oscuro y piel pálida no había llegado a recuperarse por entero de la pérdida; apenas sonreía, y su silenciosa dignidad y su mal disimulado sufrimiento inspiraban desde el primer momento un respeto sombrío a cualquiera que lo conociera.

En el otro extremo, Liza parecía una leona al sol, una reina que por fin recibía el homenaje debido, aunque sabía aceptarlo con donaire, sonriendo lo justo como para alentarlo sin caer en la exageración. Larissa estaba impaciente por regresar a
La Demoiselle
y contárselo todo a Casilda.

Unos instantes después, Sardan, que ocupaba la silla a la izquierda de la joven, se inclinó hacia ella y susurró:

—Es posible que tengamos un nuevo cliente asiduo.

—¿A qué te refieres? —musitó a su vez, con las delicadas cejas blancas fruncidas.

—Observa a esos dos —prosiguió el cantante en voz baja, indicando con la cabeza en dirección a Liza y al barón—. Una pelirroja que yo conozco va a lucir cierta joya de gran valor dentro de un par de días, ya verás.

—¡Sardan! —replicó Larissa con los ojos en blanco—. ¡No todo el mundo tiene intenciones ocultas! Por otra parte, el barón parece una buena persona.

—¡Qué ingenua eres, mi niña! ¡Claro que es bueno, y precisamente por eso le dará una joya… después!

Cuando Sardan le decía esas cosas en el barco, sabía bien lo que tenía que hacer: pegarle. El propio Sardan le había enseñado algunas técnicas de defensa contra admiradores demasiado efusivos, y no tenía escrúpulos en utilizarlas en contra de su propio maestro. Sin embargo, en el refinado salón de Tahlyn tuvo que limitarse a mirarlo de soslayo y estrujar la servilleta de lino hasta dejarla reducida a un rebujo.

Dumont percibió el gesto, y sus penetrantes ojos verdes ascendieron de la arrugada servilleta a la mirada de Larissa y a la cínica sonrisa de Sardan. El tenor sintió el peso de la mirada del capitán, y su alegría se desvaneció.

—¿Qué es lo que te hace tanta gracia, Sardan? —inquirió Dumont con aire apacible, mientras despedazaba un bollo de pan caliente—. ¿Algo referente a mi protegida, tal vez?

—Humm, no señor, nada en absoluto —tartamudeó, y se zambulló en el plato de comida sin más comentarios.

Dumont lo miró unos segundos más y después se dirigió a Larissa, apoyó su enorme mano curtida sobre la de la joven y se la apretó. Cuando ella levantó los ojos, lo encontró sonriendo con una expresión protectora, mueca que le acentuaba las patas de gallo en torno a los ojos.

—No permitas que Sardan te importune así —le dijo en un tono afable—. Deberías acudir a mí cuando lo hace.

—Era sólo una broma, tío —contestó Larissa. Dumont entrecerró los párpados, y la sonrisa desapareció de su rostro.

—Esa clase de bromas no son apropiadas para una señorita —sentenció.

—Sí, señor —acató Larissa, procurando evitar que la exasperación le tiñera la voz. En algunas ocasiones la irritaba el celo con que su guardián la protegía, pero nunca se permitía soltar la lengua. Dumont se volvió hacia el barón.

Durante el resto de la velada, Larissa observó al barón y a Liza, y advirtió que, a pesar de que ocupaban los extremos opuestos de la mesa, algo circulaba entre ambos; sus miradas se encontraban con frecuencia y compartían misteriosos ademanes y guiños, aunque esos detalles no cambiaron la primera impresión que Tahlyn le había causado. Había un anhelo en sus ojos que hablaba de algo más tierno y firme que el deseo carnal que Sardan había insinuado.

La cena concluyó a altas horas de la noche, y los convidados regresaron al barco. Mientras Dumont y ella aguardaban la llegada de los carruajes estacionados en los establos, la joven se estremeció en el aire frío y húmedo del patio. La neblina se movía despacio en torno a sus rodillas y ocultaba las piedras de vez en cuando; en muy raras ocasiones había salido del barco por la noche, y no estaba segura de que le gustara. Todo, desde los silenciosos lacayos hasta la magnífica mansión, parecía más siniestro envuelto en la oscuridad. Dumont le cubrió los hombros con la capa.

—Gracias, tío.

Sonrió y se arrebujó con agradecimiento en el cálido paño. El carruaje, un precioso vehículo con el interior tapizado en rojo, se acercó traqueteando. Dumont abrió la portezuela, que tenía grabado un cedro rojo, la enseña heráldica de la familia de Tahlyn; ayudó a Larissa a subir y después montó él. La carroza reemprendió la marcha con suavidad y tomó la sinuosa vereda que llevaba al muelle.

—Me dio la impresión de que el barón se divertía mucho —comentó Larissa con precaución, en espera de la reacción de Dumont.

—¡Ah! ¡Nuestra encantadora Liza! —musitó el capitán con una chispa de sarcasmo—. No siempre vemos las cosas de la misma forma, pero bendito sea su excitable corazoncito. ¡Cómo atrae a los clientes!

Se arrellanó entre los cojines de terciopelo, cruzó los fornidos brazos sobre el pecho y cerró los ojos. Un momento después, un leve rumor sordo comenzó a oírse y Larissa suspiró. Siempre que Dumont no tenía ganas de conversación, se enroscaba allá donde estuviera y se ponía a dormir; una manera muy efectiva de evitar la charla.

La joven bailarina se sorprendió a sí misma con un enorme bostezo. Bien, estaban en el puerto; por lo tanto no habría ensayo y podría dormir toda la mañana, se dijo. Ya le contaría a Casilda todo lo sucedido en otro momento.

Unos instantes después, el carruaje se detuvo cerca del muelle. Larissa se preparó para recibir el frío y sonrió al cochero cuando le abrió la portezuela y la ayudó a apearse. Miró hacia el río Vuchar, y su corazón se animó como siempre a la vista de
La Demoiselle
.

La embarcación de vapor poseía la soberbia belleza de una dama, desde la colosal rueda de paletas pintada de rojo, en la popa, hasta el mascarón de proa, un grifo mitológico dorado, de madera tallada. Tenía forma de tarta de boda con cuatro pisos, y el silbato de popa lanzaba un humo mágico de colores cuando lo tocaban.
La Demoiselle
era grande, sesenta metros de eslora por quince de manga, pero no ostentosa. Emitía un resplandor blanco a la luz de la luna, y Larissa distinguió el nombre escrito con alargadas letras sobre el lado de estribor. La rueda, que permanecía inactiva en esos momentos, tenía fuerza para propulsar el barco a velocidades que resultaban inalcanzables para cualquier otra nave fluvial.

Dumont la había bautizado con el nombre del río Musarde porque su infancia había transcurrido en sus orillas.
La Demoiselle
no era la única nave de vapor en el río, pero sí la mejor. Había comenzado a construirla veintidós años atrás, y la había dotado de una sala de teatro, varios salones de ensayo y las necesarias áreas de almacenaje, además de procurar que la mayoría de los miembros de la compañía dispusieran de camarote individual, cosa difícil de conseguir en un espacio tan reducido.

La niebla se movía despacio alrededor de Larissa y tapaba o descubría alternativamente la luz de los faroles de gas; la luna plateaba las aguas del río. La joven pasó por alto la presión amenazadora de las nubes bajas y la humedad gélida que desprendía el agua; sólo tenía ojos para contemplar la belleza de
La Demoiselle
. «Mi casa», pensó para sí.

Dumont había descendido unos pasos por la calle cuando se dio cuenta de que Larissa no estaba a su lado.

—¿Larissa? —llamó con tono dulce y preocupado, y tendió la mano hacia ella.

La bailarina sonrió, cansada, y se apresuró a darle alcance y tomar la mano que le ofrecía.

—¡Qué bonita está
La Demoiselle
a la luz de la luna!

—Sí, desde luego —asintió Dumont al tiempo que le apretaba la mano.

Tal como había previsto, Larissa durmió hasta tarde. Ya era pasado el mediodía cuando por fin despertó y, como solía hacer, llamó con fuerza a la puerta de Liza para que se levantara a comer.

—¡Larissa! —exclamó Casilda acercándose a la bailarina por detrás—. Me han dicho que Liza y el barón… —Lanzó a su amiga una mirada significativa.

Larissa se sonrojó. Tal vez Sardan tenía razón y Liza había ofrecido a Tahlyn una «actuación especial» la noche pasada.

Casilda Bannek, la suplente de Liza, una muchacha alta, de cabello oscuro, se plantó con los brazos en jarras; sus rojos labios se contrajeron en una mueca y sus castaños ojos chispearon.

—¡Bueno, ya es demasiado tarde!

Entre risitas, las dos muchachas llamaron otra vez a la puerta, pero nadie contestaba. Larissa puso la mano en el pomo tras dudarlo un momento y, para su sorpresa, encontró la puerta abierta. Miró a Casilda con una ceja enarcada. Cas, por su parte, hacía tales esfuerzos por contener la risa que estaba totalmente sofocada.

—Una, dos y tres —susurró Larissa. Empujaron la puerta a la vez y saludaron—: ¡Sorpresa!

Casilda gritó y, llorosa, giró la cabeza hacia otro lado; Larissa, con los ojos desorbitados, aferró a su amiga por el hombro.

Liza se hallaba dentro, sola, con la tez tan blanca como las sábanas donde reposaba la cabeza; todavía llevaba el traje de gala del banquete de la noche anterior, pero se había soltado el cabello que ahora se esparcía a su alrededor en una eclosión de color. Una marca morada y azul rodeaba su nívea garganta. Había sido estrangulada.

Diez minutos después, Dumont convocó una reunión general con carácter urgente. Los miembros de la tripulación y los de la compañía permanecían nerviosos en los asientos del teatro mientras Dumont paseaba ante ellos por el escenario.

Ojos de Dragón, el tripulante semielfo, amigo íntimo y mano derecha del capitán, estaba apoyado en el casco de la nave y tan concentrado en tallar un pequeño trozo de madera que parecía ajeno a los acontecimientos; suaves mechones de pelo plateado le caían sobre los dorados ojos mientras trabajaba. Aun así, Larissa sabía que aquel personaje astuto y calculador no era indiferente a la situación. La bailarina quería mucho a su tío, pero jamás le había gustado su hombre de confianza.

—Para los que todavía no lo sepan —comenzó Dumont—, os participo que Liza Penélope ha aparecido estrangulada en su camarote esta mañana. —Hizo una pausa, y muchos de los allí reunidos se quedaron mudos de asombro; otros gimieron y Dumont esperó a que el silencio se restableciera para seguir hablando—. El hecho ya ha sido comunicado al barón Tahlyn y a las autoridades locales, y me han asegurado que… resolverán el problema con rapidez. Parece ser que los agentes de la ley de este país son de temer.

Esbozó una leve sonrisa y se sintió satisfecho al ver que algunos se la devolvían, aunque con escaso entusiasmo. Casi todo el mundo, incluso extranjeros como los artistas de la compañía y la tripulación, había escuchado espantosas historias de los kargat, la policía secreta de Darkon; sólo obedecían a Azalin, el señor de la tierra, y en verdad, era preferible no provocar su ira.

—Huelga decir que se suspenden las funciones por unos días… como homenaje en memoria de la desgraciada señorita Penélope. Cuando las reanudemos una vez más, la señorita Bannek interpretará el papel de Rose, y os pido que le procuréis toda la ayuda que necesite.

Casilda bajó la mirada y se mordió el labio inferior; una lágrima resbaló por su mejilla, y Larissa le apretó la mano para infundirle ánimos.

—Me siento responsable de su muerte en cierto modo —susurró Casilda—. Deseaba tanto ese papel… pero no de esta forma, Larissa, no así… —No pudo continuar.

Larissa se sentía desgraciada e incapaz de consolar a su amiga. No lloraba, pero no porque Liza le fuera indiferente sino porque no lloraba nunca; había agotado las lágrimas hacía mucho tiempo.

—¿Hay sospechosos? —preguntó Sardan.

—No me imagino que nadie quisiera hacer una cosa semejante —replicó Dumont tras negar con la cabeza—, pero —se apresuró a añadir recorriendo las caras con una mirada— estoy seguro de que ha sido alguien de la ciudad. Aquí, en
La Demoiselle
, somos una familia; supongo que todos lo sabéis. Nos han pedido que permanezcamos a bordo unos días, hasta que terminen la investigación. Confío en que sea poco tiempo, pero tendremos que esperar para verlo. Esta tarde recibiremos la visita de los representantes de la ley, que van a interrogarnos a todos, uno por uno, de modo que cooperad cuanto podáis. Recordad que, incluso en estos momentos de sufrimiento y espanto, tenemos una reputación que mantener. El nombre de
La Demoiselle du Musarde
ya era famoso antes de que Liza se nos uniera, y eso es lo que quedará en la memoria de la gente tan pronto como se olvide este desagradable incidente. Eso es todo. Disolveos.

La gente se levantó en silencio, con sobriedad, y se marchó; mientras subían por la amplia escalinata alfombrada, comenzó el murmullo de los comentarios. Casilda se enjugó las lágrimas y dijo en voz baja:

—Perdona, Larissa —y salió precipitadamente.

Larissa se puso en pie y acudió al lado de su tutor con los brazos extendidos, sin decir una palabra. Ojos de Dragón y el feísimo piloto jefe, Jack
el Hermoso
, le abrieron paso con todo respeto y Dumont la estrechó con afecto.

—¿Qué te parece, tío? —preguntó, con el rostro aplastado contra la almidonada camisa blanca; bajo la mejilla, sintió que el pecho se le hinchaba y dejaba escapar un suspiro.

—Me parece que nuestro anfitrión, el barón, no es la persona amable que pensábamos.

Larissa, asustada, retiró la cabeza y miró al capitán.

—¡No! ¡No lo creo! Parecía…

—Anoche vino a visitar a Liza —terció Ojos de Dragón con suavidad—. Yo estaba de guardia en el muelle y no vi a nadie más.

Larissa clavó la mirada en los extraños ojos rasgados del semielfo buscando una señal que le confirmara si decía o no la verdad, y luego se volvió preocupada a Dumont.

—Piénsalo un momento —prosiguió Dumont—. Viste lo enamorado que estaba de Liza; tal vez le pidió que se quedara, que fuera su amante, o incluso su esposa quizá, no sé. —Sacudió la cabeza con pesadumbre—. Ella se negó por no abandonar su carrera, él se enfadó y…

Un horror sombrío comenzó a enseñorearse de la joven. Aquello tenía sentido, sí, era pavoroso; pero no podía olvidar las tiernas miradas que Tahlyn dedicaba a Liza.

—Cuando lleguen las autoridades —le indicó Dumont a Ojos de Dragón—, pide permiso para ir a tierra a comprar algunas reses; más vale que no nos muramos de hambre si tenemos que confinarnos en el barco durante unos días.

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