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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

La Danza Del Cementerio (20 page)

BOOK: La Danza Del Cementerio
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Esteban asintió con la cabeza.

—Sí, HOA, aunque yo soy más que nada el portavoz, como quien dice; un nombre famoso que apoya la causa. —Sonrió—. Quien lo lleva es Rich Plock.

—Entiendo. ¿Estuvo usted en contacto con el señor Smithback por la serie de artículos que proyectaba sobre la Ville des Zirondelles, más conocida como la Ville?

—Nuestra organización ha investigado una serie de quejas sobre sacrificios de animales en la Ville. Ya hace mucho tiempo que se arrastra el tema, y nadie hace nada. Llamé a todos los periódicos, incluido el
Times,
y el que se interesó, al final, fue el señor Smithback.

—¿Cuándo?

—Déjeme pensar… Creo que una semana antes de que publicase el primer artículo, más o menos.

Pendergast asintió. Fue como si a partir de entonces ya no le interesara el interrogatorio.

Lo retomó D'Agosta.

—Cuéntenos más.

—Me llamó Smithback, y quedamos en la ciudad. Habíamos reunido información sobre la Ville: quejas de vecinos, testimonios oculares de entrega de animales vivos, facturas… Cosas así. Le di copias.

—¿Contenían alguna prueba?

—¡Muchísimas! Hace años que en Inwood se oye torturar y matar animales. El ayuntamiento no mueve un dedo, no sé si por alguna idea políticamente correcta sobre libertad religiosa o por qué puñetas. Entiéndame, yo estoy totalmente a favor de la libertad religiosa, pero no si implica torturar y matar animales.

—¿Sabe si Smithback se enemistó con alguien en particular al publicar el primer artículo sobre sacrificios de animales?

—Seguro, igual que yo. Los de la Ville son unos fanáticos.

—¿Tiene alguna información concreta? ¿Algo que le dijeran? ¿Amenazas por teléfono o por email, a él o a usted?

—Una vez me mandaron algo por correo, una especie de amuleto, y lo tiré a la basura. No sé si venía de la Ville o no, aunque el matasellos era del norte de Manhattan. Son gente muy reservada, un grupo raro, rarísimo; una especie de clan que no se relaciona con nadie, y me quedo corto. Llevan toda la vida en aquellas tierras.

D'Agosta arrastró los pies por los guijarros, buscando algo más que preguntar. No les estaba diciendo nada que no supieran.

De repente habló Pendergast.

—Tiene una finca muy bonita, señor Esteban. ¿Hay caballos?

—No, ni hablar. Estoy en contra de la esclavitud animal.

—¿Perros?

—A los animales hay que dejarlos en libertad, no degradarlos al servicio del hombre.

—¿Es usted vegetariano, señor Esteban?

—Por supuesto.

—¿Está casado? ¿Tiene hijos?

—Divorciado y sin hijos. Mire…

—¿Por qué es vegetariano?

—Es poco ético matar animales para gratificar nuestro apetito; por no hablar del daño que se le hace al planeta, de la energía que se desperdicia y de lo escandaloso que es que al mismo tiempo se estén muriendo de hambre millones de seres humanos. Es como el coche que traen, que da vergüenza. Perdone, no es que quiera ofenderle, pero no tiene excusa ir por el mundo con un coche así.

Esteban apretó los labios en señal de reproche. Por un momento, su cara le recordó a D'Agosta a una de las monjas que le pegaban en los dedos con la regla por hablar en clase.

Tuvo curiosidad por saber cómo se lo tomaría Pendergast, pero no se le veía nada afectado.

—En Nueva York hay bastantes practicantes de religiones en las que se contempla el sacrificio de animales —dijo el agente—. ¿Por qué se fijan tanto en la Ville?

—Es el ejemplo más atroz y duradero. Por algo tenemos que empezar.

—¿Cuántos miembros tiene su organización?

Esteban pareció incomodarse.

—Bueno, los números exactos se los tendría que dar Rich… Creo que unos centenares.

—Señor Esteban, ¿ha leído los últimos artículos del
West Sider
?

—Sí.

—¿Y qué opina?

—Opino que algo hay. Ya le digo que están locos. Vudú, obeah… Tengo entendido que ni siquiera ocupan legalmente los terrenos, que son como una especie de okupas… Debería expulsarles el ayuntamiento.

—¿Adonde irían?

Esteban soltó una breve carcajada.

—Por mí que se vayan al infierno.

—¿O sea, que le parece bien torturar a seres humanos en el infierno, pero no a animales en la tierra?

La risa de Esteban se cortó. Miró con atención al agente.

—Solo era una manera de hablar, señor…

—Pendergast.

—Señor Pendergast. ¿Ya hemos terminado?

—Me parece que no.

El tono de Pendergast sorprendió a D'Agosta, por lo duro que se había vuelto de repente.

—Pues yo sí.

—¿Cree usted en el vudú, señor Esteban?

—¿Me pregunta si creo que hay gente que practica el vudú, o si creo que funciona?

—Las dos cosas.

—Yo creo que los fanáticos de la Ville practican vudú. ¿Que si creo que resucitan muertos?

A saber. Me da igual. Yo lo único que quiero es que se vayan.

—¿Quién financia su organización?

—No es mi organización. Yo solo soy un miembro más. Recibimos muchos pequeños donativos, pero si le soy sincero, la principal fuente de ingresos soy yo.

—¿Es una organización libre de impuestos por el 501(c)(3)?

—Sí.

—¿De dónde saca usted el dinero?

—Me fue bien en el cine… pero la verdad, no me parece asunto suyo. —Esteban se bajó el hacha del hombro—. Encuentro que sus preguntas no van a ninguna parte, señor Pendergast, y me empiezo a cansar de contestarlas, así que hágame el favor de volver a subirse a su monstruo de carbono y salir de mi finca.

—Lo haré encantado.

Pendergast hizo una media reverencia y volvió al Rolls sonriendo un poco, seguido por D'Agosta.

Durante el trayecto de vuelta a la ciudad, D'Agosta frunció el entrecejo, moviéndose inquieto en el asiento.

—¡Qué tío más gazmoño y pretencioso! Seguro que cuando no le ve nadie, le hinca el diente a un buen bistec poco hecho.

Pendergast llevaba un rato mirando por la ventanilla, enfrascado en alguna reflexión. Al oír a D'Agosta, se giró.

—¡Vaya, Vincent, creo que es uno de los comentarios más sagaces que le he oído hoy!

Se sacó del bolsillo una bandejita de poliestireno, abrió la tapa y se la dio a D'Agosta.

Contenía una base absorbente, con sangre, doblada dos veces, y una etiqueta pegada a un envoltorio de plástico roto. Olía a carne pasada.

D'Agosta se la devolvió enseguida, asqueado.

—Pero ¿qué es esto?

—Lo he encontrado en el granero, dentro del cubo de la basura. Según la etiqueta, contenía un costillar de cordero, a veintiocho con sesenta el kilo.

—¡Qué dice!

—Muy buen precio para el corte. Me han dado ganas de preguntarle al señor Esteban dónde compra la carne.

Pendergast tapó la bandeja, la dejó en el asiento, entre los dos, y se apoyó en el respaldo para seguir contemplando el paisaje por la ventanilla.

32

N
ora Kelly llegó a la calle Cincuentra y tres Oeste por la Qu ¡nta Avenida. La empezó a recorrer con aprensión. Delante, un remolino de hojas marrones y amarillas barría la entrada del Museo de Arte Moderno. Anochecía. El aire frío profetizaba la llegada del invierno. Al salir del museo había dado un rodeo (primero en autobús, cruzando el parque, y luego en metro) con la perversa esperanza de que una avería, un atasco o cualquier otra cosa le diera una excusa para ahorrarse lo que se avecinaba; pero el transporte público había demostrado una eficacia deprimente.

Ahora faltaban pocos pasos para llegar.

Sus pies, de mutuo acuerdo, caminaron más despacio y se pararon. Buscó en el bolso el sobrede color crema con los nombres escritos a mano: «William Smithback Jr. y acompañante». Sacó la tarjeta y la leyó, aunque ya lo hubiera hecho unas cien veces.

Les invitamos cordialmente a la

127ª ceremonia anual de entrega de premios

del club de Prensa Gotham

Calle Cincuenta y tres Oeste, nº 25, Nueva York

15 de Octubre, 10:00 horas.

Ya tenía una larga experiencia en aquella clase de actos, típicos de Manhattan, con copas y cotilleo a gogó, y el eterno faroleo de los periodistas, pero seguían sin gustarle. Aquel sería peor que de costumbre, infinitamente peor. Apretones de manos, susurros de pésame, miradas compasivas… Se mareaba solo de pensarlo. Era justo lo que tanto se había esforzado por evitar en el museo.

Pero tenía que ir. A Bill le habían —le habrían— concedido una mención honorífica en uno de los premios. Además, a él le encantaba codearse con la gente en aquel tipo de juergas, y saltársela parecía un deshonor a su memoria. Tras respirar profundamente, volvió a meter la invitación en el bolso y siguió caminando. Aún no se le había pasado el susto de la visita a la Ville, hacía dos noches: los balidos horrendos de la cabra, lo que las había perseguido… ¿Era Fearing? Como no estaba segura, no se lo había comentado a D'Agosta, pero era un recuerdo imborrable que la tenía en ascuas. Quizá fuera lo mejor: salir, relacionarse con gente y no darle más vueltas.

El Club de Prensa Gotham era un edificio estrecho, que adolecía de una fachada de mármol extravagantemente rococó. Subió por la escalera y cruzó las puertas de bronce, dejando el abrigo en guardarropía, donde a cambio le dieron un resguardo. Oía música, risas y ruido de copas procedentes de la Sala Horace Greeley. Se puso aún más nerviosa. Al subir por la mullida alfombra roja, se ajustó la tira del bolso. Finalmente entró en la sala con paredes de roble.

Ya hacía una hora que había empezado el acto, y en la. sala, a pesar de su tamaño, no cabía un alma. El ruido era ensordecedor. Hablaban todos a la vez, para asegurarse de que no pasara inadvertido ningún comentario ingenioso. Había como mínimo una docena de bares, uno junto a otro. Ya se sabía que aquel tipo de ceremonias periodísticas eran auténticas bacanales.

En la pared derecha habían montado un escenario provisional, con un podio festoneado de micrófonos. Nora se abrió camino hacia el fondo de la sala, cada vez más lejos de la puerta. Si conseguía estacionarse en algún rincón tranquilo, tal vez pudiera verlo todo en calma, sin tener que aguantar demasiados…

Parecía que le hubieran leído el pensamiento, porque justo entonces uno de los hombres que tenía al lado remarcó un comentario con un gesto del brazo que clavó su codo en las costillas de Nora. Se giró. Al principio la miró con mala cara, pero solo hasta dar señas de reconocerla. Era Fenton Davies, el jefe de Bill en el
Times,
centro de un semicírculo de colegas de Bill.

—¡Nora! —exclamó—. Me alegro de que hayas venido. Lo sentimos todos tanto, tanto… Bill era de los mejores, un reportero de primera, y una persona de las que no hay.

El círculo de reporteros entonó un coro de confirmaciones. Al mirar una tras otra sus expresiones compasivas, Nora estuvo a punto de salir corriendo, pero hizo de tripas corazón y sonrió.

—Gracias. Te lo agradezco mucho.

—He intentado hablar contigo. ¿Recibiste mis llamadas?

—Sí, lo siento; es que había que solucionar tantos detalles…

—¡Pues claro, mujer, si ya lo entiendo! No hay ninguna prisa. Es que… —Davies bajó la voz y acercó sus labios al oído de Nora—. Nos ha venido a ver la policía. Se ve que piensan que podría estar relacionado con el trabajo de Bill. En ese caso, los del
Times
tendríamos que saberlo.

—No te preocupes, que seguro que te llamo cuando… cuando esté en mejores condiciones.

Davies se puso derecho y recuperó su voz normal.

—También hemos estado hablando de organizar algo en memoria de Bill; el premio a la excelencia William Smithback, o algo en esa línea. Nos gustaría comentarlo contigo, cuando puedas.

—Descuida.

—Estamos haciendo que corra la voz, y pidiendo contribuciones. Hasta podría pasar a formar parte de esta ceremonia anual.

—Me parece genial. A Bill le habría gustado.

Davies se tocó la calva y asintió, satisfecho.

—Voy a buscar algo de beber —dijo Nora—, pero luego os busco.

—¿Quieres que te…? —empezaron a decir varias voces.

—No, gracias, tranquilos, ahora vuelvo.

Tras una última sonrisa, Nora se mezcló con la multitud.

Consiguió llegar al fondo de la sala sin encontrarse con nadie más. Se quedó cerca del bar, intentando controlar la respiración. Había hecho mal en venir. Justo cuando se disponía a pedir una copa, notó que le tocaban el brazo. Se giró, consternada. Era Caitlyn Kidd.

—No sabía si vendrías —dijo la reportera.

—¿Ya te has recuperado del susto?

—Sí, sí.

En realidad no parecía muy recuperada. Estaba pálida, y un poco demacrada.

—Me tengo que ir. Presento el primer premio en nombre del
West Sider
—dijo Caitlyn—.

Deberíamos vernos antes de que te vayas; tengo una idea para el siguiente paso.

Nora asintió con la cabeza. La reportera se fundió con la marea humana, despidiéndose con una sonrisa y un gesto de la mano.

Se giró hacia el camarero y pidió una copa. Luego se refugió cerca de las estanterías de la pared del fondo, entre un busto de Washington Irving y una foto dedicada de Ring Lardner, y observó tranquilamente el bullicio, dando sorbos a su cóctel.

Echó un vistazo al escenario. Qué interesante que uno de los premios estuviera patrocinado por el
West Sider,
un periódico basura… Seguro que intentaba adquirir cierta respetabilidad.

También era interesante que lo presentase Caitlyn…

Oyó su nombre en la babel de voces. Ceñuda, escudriñó la multitud en busca de su procedencia. Allá: un hombre de unos cuarenta años que le hacía señas con la mano. Al principio se quedó en blanco, hasta reconocer de golpe las facciones patricias y el atuendo yuppie de Bryce Harriman, némesis de su esposo Bill tanto en el
Post
como en el
Times.
Les separaban como mínimo doce personas. Harriman necesitaría un par de minutos para reunirse con ella.

Estaba dispuesta a aguantar mucho, pero no tanto. Dejando la copa inacabada en una mesa, se escondió detrás de un hombre corpulento que rondaba por ahí, y luego se adentró por la multitud, donde no la viese Harriman.

Justo entonces se atenuaron las luces, y subió un hombre al escenario. Apagaron la música.

La gente habló más bajo.

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