Cuando el radiólogo viene a llevársela a la sala de radioterapia, Kate se coge de mi pierna.
—Cariño —dice Brian—, todo va a salir bien.
Ella sacude la cabeza e intenta acercarse. Cuando me agacho se lanza a mis brazos.
—No te quitaré los ojos de encima —prometo.
La sala es grande, con murales de junglas pintados en las paredes. Los aceleradores lineales están construidos dentro del techo y en un hueco debajo de la camilla de tratamiento, que es poco más que una cuna de lona cubierta con una sábana. El radiólogo coloca finas piezas con forma de judías en el pecho de Kate y le dice que no se mueva. Le promete que cuando todo termine, podrá llevarse una pegatina.
Miro fijamente a Kate a través de la pared protectora de vidrio. Rayos gamma, leucemia, paternidad. Son las cosas que no ves venir y que son lo suficientemente fuertes para matarte.
Hay una Ley de Murphy para la oncología, una que no está escrita en ningún lado pero que está sostenida por una creencia extendida: Si no te descompones, no mejorarás. Así es que si tu quimio te enferma terriblemente, si la radiación chamusca tu piel, está todo bien. Por el contrario, si te manejas con la terapia rápidamente, con nada más que una náusea o dolor insignificantes, lo más probable es que las drogas no estén haciendo su trabajo.
Siguiendo ese criterio, Kate debería estar absolutamente bien curada en este momento. A diferencia de la quimio del año pasado, esta serie de tratamientos ha cogido a una niña que ni siquiera moqueaba, y la ha convertido en un desastre físico. Tres días de radiación le han causado diarrea constante y ha vuelto a usar pañales. Al principio eso le daba vergüenza, ahora está tan enferma que no le importa. Los cinco días que siguieron a la quimio se le llenó la garganta de mucosidad, lo que la mantiene conectada al tubo de succión como si fuera una garantía de preservación de su vida. Cuando está despierta, todo lo que hace es llorar.
Desde el Día Seis, cuando los leucocitos y neutrófilos de Kate comienzan a caer en picado, ha estado en aislamiento inverso. Cualquier germen del mundo podría matarla; por este motivo, el mundo debe ser mantenido a distancia. Han restringido las visitas y a los que se les permite entrar parecen astronautas, con trajes y máscaras. Kate tiene que leer sus cuentos con guantes de goma. No se permiten plantas ni flores, porque portan bacterias que podrían matarla. Cualquier juego que se le da debe ser limpiado primero con una solución antiséptica. Duerme con su osito de peluche, metido en una bolsa Ziploc que cruje toda la noche y a veces la despierta.
Brian y yo estamos sentados en la antesala, esperando. Mientras Kate duerme, practico poniéndole inyecciones a una naranja. Después del trasplante, Kate necesitará aplicaciones de factor de crecimiento, y la tarea de colocárselas recaerá en mí. Clavo la jeringa debajo de la fina piel de la fruta, hasta que siento el suave tacto de! tejido por debajo. La droga que le estaré dando será subcutánea, inyectada apenas bajo la piel. Necesito asegurarme de que el ángulo sea correcto y de que la cantidad de presión que hago sea la adecuada. La velocidad con la que presionas la aguja puede causar más o menos dolor. La naranja, por supuesto, no llora cuando cometo un error. Pero las enfermeras me dicen constantemente que inyectar a Kate no será muy diferente.
Brian levanta una segunda naranja y empieza a pelarla.
—¡Deja eso!
—Tengo hambre. —Señala con la cabeza la fruta que tengo en las manos—. Y tú ya tienes un paciente.
—Sabes que esa naranja es de alguien. Dios sabrá qué le habrán metido.
De repente, el doctor Chance gira la esquina y se nos acerca. Donna, una enfermera del servicio de oncología, camina detrás de él, blandiendo una bolsa intravenosa llena con un líquido carmesí.
—Redoble —dice.
Bajo la naranja, los sigo a la antesala y me visto para entrar y acercarme a tres metros de mi hija. En minutos, Donna acopla la bolsa al polo intravenoso y conecta el suero a la vía central de Kate. Es todo tan distendido que Kate ni siquiera se levanta. Me quedo de pie a uno de los lados, mientras Brian va hacia el otro. Aguanto la respiración. Miro fijamente las caderas de Kate, su cresta ilíaca, donde la médula se fabrica. Por algún milagro, estas células madres de Anna irán por el torrente sanguíneo de Kate desde su pecho, pero encontrarán la manera de llegar al lugar correcto.
—Bien —dice el doctor Chance, y miramos el torrente de sangre que se desliza lentamente a través de la tubería como por una pajita de refresco.
Después de dos horas viviendo de nuevo con mi hermana, se me hace difícil creer que alguna vez compartimos un útero. Isobel ya ha organizado mis discos por orden de aparición, ha barrido debajo del sofá y ha metido la mitad de la comida que tenía en la nevera.
—Las fechas son nuestras amigas, Julia —observa—. Aquí tienes yogur de cuando los demócratas mandaban en la Casa Blanca.
Cierro la puerta de un golpe y cuento hasta diez. Pero cuando Izzy se acerca al horno y comienza a buscar los controles de limpieza, pierdo la calma.
—
Sylvia
no necesita una limpieza.
—Ésa es otra cosa:
Sylvia
, el horno;
Smilla
, la nevera. ¿Realmente necesitamos ponerle un nombre a nuestros electrodomésticos?
Mis electrodomésticos de cocina. Míos, no nuestros, maldita sea.
—Estoy empezando a entender por qué Janet rompió contigo —murmuro.
Ante eso, Izzy levanta la vista, herida.
—Eres horrible —dice—. Eres horrible y después de nacer yo deberían haber cosido a mamá y cerrarla. —Corre al baño llorando.
Isobel es tres minutos mayor que yo, pero siempre he sido yo quien la ha cuidado. Soy su bomba nuclear: cuando algo le sienta mal, voy y me deshago de ello, sea uno de nuestros hermanos mayores que la molesta o la maldita Janet, que decidió que ya no era gay después de siete años de relación con Izzy. Mientras crecíamos, ella era la niña buena y formalita y yo era la que me metía en líos, aparecía con la cabeza afeitada para provocar a nuestros padres o llevando botas militares con el uniforme del instituto. Ahora que tengo treinta y dos, soy miembro con carné del club de la Rat Race, mientras que Izzy es una lesbiana que vende joyas hechas con clips y tornillos. Imaginaos.
La puerta del baño no se cierra pero Izzy no lo sabe. Entonces entro y espero hasta que termine de enjuagarse la cara con agua fría y le alcanzo una toalla.
—Iz, no quise decir eso.
—Lo sé. —Me mira por el espejo. La mayoría de la gente no podría decir que tengo un trabajo real que requiere un peinado convencional y ropa convencional.
—Al menos tú has tenido una relación —señalo—. La última vez que tuve una cita fue cuando compré ese yogur.
Los labios de Izzy se curvan, y se vuelve hacia mí.
—¿El váter tiene nombre?
—Pensé que podría ser
Janet
—digo, y mi hermana se parte de risa.
Suena el teléfono y voy a la sala para cogerlo.
—¿Julia? Habla el juez DeSalvo. Tengo un caso que requiere un tutor ad litem y esperaba que estuvieras disponible para ayudarme.
Me convertí en tutora ad litem hace un año, cuando me di cuenta de que el trabajo sin ánimo de lucro no me daba para pagar el alquiler. La corte nombra a un GAL para ser el defensor de un niño durante los procedimientos legales que implican a un menor. No es necesario ser abogado para ser instruido como tal, pero sí tienes que tener una especie de brújula moral y corazón. Lo cual, probablemente, descalifica para dicho trabajo a la mayoría de los abogados.
—¿Julia? ¿Estás ahí?
Daría volteretas por el juez DeSalvo; él movió los hilos para conseguirme un trabajo apenas me hice GAL.
—Lo que sea que necesite —prometo—. ¿Qué sucede?
Me da información de los antecedentes: conceptos como «emancipación médica» «trece» y «madre con historial legislativo» me flotan en la cabeza. Sólo dos cosas se fijan rápidamente: la palabra «urgente» y el nombre del abogado.
Dios, no puedo hacerlo.
—Puedo estar ahí en una hora —digo.
—Bien. Porque creo que esa niña necesita que alguien esté muy cerca de ella.
—¿Quién era? —pregunta Izzy. Está desempaquetando la caja que contiene sus instrumentos de trabajo: herramientas, alambre y pequeños contenedores de trocitos de metal, que, cuando los suelta, suenan como dientes rechinando.
—Un juez —respondo—. Hay una niña que necesita ayuda.
Lo que no le digo a mi hermana es que estoy hablando de mí misma.
No hay nadie en casa de los Fitzgerald. Llamo al timbre dos veces, segura de que ha de haber un error. Por lo que me hizo creer el juez DeSalvo, esta familia está en crisis. Pero me encuentro de pie frente a un bien cuidado parterre, con flores cuidadosamente alineadas delineando el camino.
Cuando me doy la vuelta para volver al coche, veo a la niña. Todavía tiene ese aspecto desgarbado, parecido a un cachorro, que tienen los preadolescentes. Salta sobre cada grieta de la acera.
—Hola —digo cuando está lo suficientemente cerca para oírme—. ¿Eres Anna?
Levanta la barbilla.
—Es posible.
—Soy Julia Romano. El juez DeSalvo me pidió que fuera tu tutora ad litem. ¿Te ha explicado qué es eso?
Anna entrecierra los ojos.
—Había una chica en Brockton que fue secuestrada por alguien que dijo que la madre le había pedido que la recogiera y la llevara adonde ella trabajaba.
Hurgo en mi bolsa y saco el carné de conducir y un montón de papeles.
—Toma —digo—. Sé mi invitada.
Me echa una mirada y luego mira la foto infernal del carné; lee la copia de la demanda de emancipación que recogí en el juzgado de familia antes de venir aquí. Si soy una asesina psicópata, entonces he hecho bien el trabajo. Pero hay una parte de mí que todavía hace que Anna se muestre cautelosa: no es una niña que se precipite en sus decisiones. Si está pensando largo y tendido en marcharse conmigo, presumiblemente debe de haber pensado largo y tendido en soltarse de la red de su familia.
Me devuelve todo lo que le he dado.
—¿Dónde están todos? —pregunta.
—No lo sé. Pensaba que tú podrías decírmelo.
La mirada de Anna se desliza hacia la puerta principal, nerviosa.
—Espero que no le haya pasado nada a Kate.
Inclino la cabeza, evaluando a la niña, que ya ha logrado sorprenderme.
—¿Tienes tiempo para hablar? —pregunto.
Las cebras son la primera parada en el zoológico Roger Williams. De todos los animales de la sección de África, siempre han sido mis favoritas. Los elefantes ni me van ni me vienen; nunca puedo encontrar a los chimpancés, pero las cebras me cautivan. Serían una de las pocas cosas que encajarían si tuviéramos la suerte de vivir en un mundo en blanco y negro.
Pasamos a los antílopes azules, los antílopes bongo y algo llamado topo-rata que no sale de su cueva. A menudo traigo a los niños al zoológico cuando me asignan sus casos. A diferencia de cuando nos sentamos cara a cara en la sala de justicia, o incluso en el Dunkin’ Donuts, en el zoológico es más probable que se abran a mí. Miran a los gibones balanceándose por ahí como gimnastas olímpicos y comienzan a hablar de lo que pasa en casa, sin darse cuenta siquiera de que lo están haciendo.
Anna, sin embargo, es mayor que todos los niños con los que he trabajado y está menos encantada de estar aquí. Pensándolo mejor, me doy cuenta de que fue una mala elección. Debería haberla llevado a un centro comercial o al cine.
Caminamos por el sendero serpenteante del zoológico, y Anna habla sólo cuando se ve forzada a responder. Contesta con formalidad cuando hago preguntas sobre la salud de su hermana. Dice que su madre es, además, la abogada de la parte contraria. Me da las gracias cuando le compro un helado.
—Dime qué te gusta hacer —digo—, para divertirte.
—Jugar al hockey —dice Anna—. Solía ser portera.
—¿Solías?
—Cuanto más grande eres, el entrenador menos te perdona si no vas a un partido. —Se encoge de hombros—. No me gusta dejar a todo el equipo plantado.
«Interesante manera de exponerlo», pienso.
—¿Tus amigos todavía juegan?
—¿Amigos? —Sacude la cabeza—. No puedes invitar a nadie a casa cuando tu hermana necesita descansar. No te invitan a dormir fuera de casa cuando tu madre te recoge a las dos de la mañana para ir al hospital. Es probable que haya pasado bastante desde que fuiste al instituto, pero la mayoría de la gente piensa que la condición de fenómeno es contagiosa.
—Entonces, ¿con quién sí hablas?
Me mira.
—Kate —dice. Luego me pregunta si tengo móvil.
Saco uno de la cartera y la veo marcar el número del hospital de memoria.
—Estoy buscando a una paciente —dice Anna a la telefonista—. Kate Fitzgerald. —Levanta la mirada hacia mí—. Gracias de todos modos. —Presionando los botones, me lo devuelve—. Kate no está registrada.
—Eso es bueno, ¿no?
—Sólo podría querer decir que el papeleo no ha llegado aún a la telefonista. A veces tarda un par de horas.
Me inclino contra la verja cercana a los elefantes.
—Pareces bastante preocupada por tu hermana en este momento —señalo—. ¿Estás segura de que estás lista para afrontar lo que pasará si dejas de ser donante?
—Sé lo que pasará. —La voz de Anna es baja—. Nunca dije que me gustara.
Levanta la cara hacia raí, desafiándome a que le ponga reparos.
La miro durante un minuto. ¿Qué haría yo si descubro que Izzy necesita un riñón o parte de mi hígado o médula? La respuesta ni siquiera es discutible: preguntaría con qué rapidez podemos ir al hospital y hacerlo.
Pero entonces, hubiera sido mi elección, mi decisión.
—¿Alguna vez tus padres te preguntaron si querías ser donante de tu hermana?
Anna se encoge de hombros.
—Algo así. De la manera en que los padres hacen las preguntas que ya han respondido en sus cabezas. «Tú no eras el motivo por el que todo el segundo grado se quedó sin salir al recreo, ¿no?». O «Quieres más brócoli, ¿verdad?».
—¿Alguna vez les dijiste a tus padres que no estabas cómoda con la elección que hicieron por ti?
Anna se aleja de los elefantes y comienza a subir la colina.
—Debo de haberme quejado un par de veces. Pero también son los padres de Kate.