A pesar de haber blandido violentamente los sables, el otoño había tenido que rendirse ante un invierno frío y normal. Durante algunos días, los restos de las escaramuzas yacieron como manchas grisáceas sobre la tierra, pero ya habían desaparecido. A la lluvia le faltaban tres o cuatro grados para convertirse en nieve, pero así era mucho más desagradable. El asfalto, que hacía pocos días había relumbrado en la oscuridad de la noche compuesto por millones de diamantes negros, parecía ahora un monstruo chato y baboso que absorbía todo rayo de luz tan pronto como alcanzaba el suelo.
Hanne y Cecilie se dirigían a casa después de una fiesta agradable. Cecilie había bebido demasiado e intentaba coquetear agarrando la mano de Hanne. Recorrieron algunos metros cogidas de la mano, la distancia entre dos farolas, pero Hanne la soltó en el momento en que entraron bajo la luz pálida.
—Gallina —le dijo Cecilie bromeando.
Hanne se limitó a sonreír y recogió las manos dentro de las mangas de la chaqueta, protegiéndose así de nuevas tentativas de intimidad.
—Ya casi estamos en casa —dijo, tenían ya el pelo mojado; y Cecilie se quejaba de que no veía nada a través de las gafas—. Pues hazte con unas lentillas, mujer.
—¡Ya! ¡Pero no puedo conseguirlas ahora mismo! ¡Es ahora cuando no veo! Déjame que me agarre a tu brazo, por lo menos. Como no lo hagas me voy a caer y me voy a romper la crisma, y te vas a quedar completamente sola en el mundo.
Continuaron cogidas del brazo. Hanne no quería quedarse completamente sola en el mundo.
El parque estaba muy oscuro. Las dos tenían miedo a la oscuridad, pero querían ahorrarse los cinco minutos de camino que ganaban cruzándolo. Corrieron el riesgo.
—En realidad eres muy graciosa, Hanne. Supergraciosa. —Cecilie iba charloteando como si las voces humanas fueran capaces de ahuyentar a eventuales fuerzas oscuras que pudieran acechar en una noche de otoño—. Me muero de risa con tus chistes. Cuéntame el del Teatro Nacional de Gryllefjord. Ése me hace la misma gracia cada vez que lo cuentas. Y además dura un montón. ¡Cuéntamelo!
Y Hanne se lo contó encantada. Cuando llegó a la segunda visita del Teatro Nacional al ateneo de Gryllefjord, de pronto se interrumpió. Detuvo a Cecilie con un gesto agresivo de la mano y arrastró a su novia detrás de un enorme álamo. Cecilie lo malinterpretó y le ofreció la boca para un beso.
—¡Corta el rollo, Cecilie! ¡Espabílate y calla!
Se desembarazó del abrazo involuntario, se apoyó sobre el tronco del árbol y asomó la cabeza.
Los dos hombres habían sido tan incautos como para situarse debajo de una de las dos únicas farolas que había en aquel gran parque oscuro. Las mujeres se encontraban a treinta metros de distancia y no podían oír lo que decían. Wilhelmsen sólo veía la espalda de uno de los hombres, que estaba de pie con las manos en los bolsillos y alternaba en darse pataditas una pierna contra la otra. Podía ser la señal de que ya llevaba un tiempo allí. Permanecieron así un buen rato, los hombres conversando en voz baja y las mujeres en silencio detrás de un árbol. Cecilie había entendido por fin la seriedad de la situación y se había hecho a la idea de que tendría que esperar para escuchar la explicación de Hanne sobre su comportamiento.
El hombre que les daba la espalda iba vestido completamente normal. Llevaba los vaqueros metidos en unas botas con las suelas inclinadas por el uso, la cazadora, que también era vaquera, estaba forrada con piel artificial que asomaba grisácea en torno al cuello: llevaba el pelo corto, casi rapado.
El hombre al que Wilhelmsen veía perfectamente la cara vestía un abrigo beis claro, pero tampoco llevaba gorro. No decía gran cosa, aunque parecía absorto por el flujo oral del otro. Al cabo de unos minutos cogió la pequeña carpeta que le tendía su compañero, podía ser un fajo de documentos. Hojeó rápidamente los papeles y pareció preguntar alguna cosa sobre el contenido. Señaló varias veces los documentos y giró a medias el montón para que pudieran verlo los dos. Al final los plegó a lo largo y tuvo algunos problemas para metérselos en un bolsillo interior.
La luz caía sobre ellos en vertical, como un débil sol en el cénit, con lo que su cara parecía una caricatura casi diabólica. Daba igual. Wilhelmsen lo había reconocido inmediatamente. En el momento en que los dos hombres se estrecharon la mano y salieron cada uno en una dirección, Hanne se soltó del álamo y se giró hacia su pareja.
—Sé quién es ese tipo —constató satisfecha; el hombre del abrigo correteaba con los hombros encogidos hacia un coche aparcado al otro lado del parque—. Es Peter Strup. El abogado Peter Strup.
Los cuadros se apretujaban en las paredes y generaban un ambiente agradable pese a que no pegaban entre ellos. Reconoció algunas de las firmas. Artistas reconocidos. Una noche húmeda le había ofrecido al dueño una bonita suma de dinero por un cuadro de la plaza de Olaf Ryes de casi un metro cuadrado. Era una pintura al agua, pero no de acuarela, daba la impresión de que habían extendido la pintura por un papel de embalar que no había absorbido los colores. El cuadro era duro y violento, rebosante de vida urbana y salpicaduras. Al fondo se intuía el edificio en el que vivía Karen Borg. El cuadro no estaba a la venta.
Las mesas estaban demasiado apiñadas, eso era lo único que le disgustaba de aquel lugar. No resultaba fácil mantener una conversación íntima con la mesa contigua a pocos centímetros de distancia, pero los lunes no estaba demasiado lleno. Había tanto silencio en el local que los dos habían rechazado la mesa que les ofrecieron cortésmente y habían insistido en sentarse en la otra punta de la sala, donde por ahora no había más clientes que ellos.
El hule negro contrastaba elegantemente contra las servilletas blancas de tela, las copas de vino eran perfectas, sin perifollos, y el vino era fantástico. Había que reconocer que el hombre había elegido bien.
—Tú no te rindes —le dijo sonriendo tras el primer trago.
—No, no tengo fama de rendirme, ¡al menos con las mujeres guapas!
En boca de otro habría resultado banal, incluso descarado, pero Peter Strup conseguía que sonara como un cumplido, y ella se dio cuenta —no sin cierto autorreproche— de que le gustaba.
—Nadie puede negarse ante una invitación por escrito —dijo Karen—. Hace siglos que no recibo una invitación de este tipo.
La postal había coronado la pila de correo de aquel mismo día. Una postal amarillenta de Alvøen, con los bordes ribeteados y con un texto breve impreso en el rincón superior: «Peter Strup. Abogado del Tribunal Supremo».
El texto estaba escrito a mano, con una letra masculina pero elegante y fácilmente legible. Era una humilde invitación a que se reuniera con él para cenar en un restaurante; con mucha consideración, había escogido uno situado a sólo dos manzanas de la casa de Karen. La cita era para aquella misma noche. Al final había escrito:
Ésta es una invitación con la mejor de las intenciones. Con tus negativas anteriores in mente, dejo en tus manos la decisión de acudir o no. No hace falta que me avises, pero si vienes, estaré allí a las 19.00. Si no vienes, te prometo que no sabrás nada más de mí, ¡al menos respecto a este asunto!
Había firmado con su nombre de pila, como una invitación norteamericana a la confianza. Resultaba un poco impositivo, pero sólo lo del nombre. La carta en sí misma era elegante y le proporcionaba a Karen la posibilidad de elegir. Podía acudir si quería. Y quería. Sin embargo, antes de decidir nada, llamó a Håkon.
Hacía más de dos semanas que le había pedido que se mantuviera a distancia. En el tiempo posterior había oscilado entre la urgente necesidad de llamarlo y el pánico por lo que había sucedido. Aquélla había sido la mejor noche en la vida de Karen Borg. Amenazaba todo lo que tenía en la vida y le demostraba que llevaba dentro algo incontrolable que le tentaba a salir de esa seguridad en la existencia que tanto necesitaba. No quería mantener una relación paralela y no deseaba, en ningún caso, divorciarse. La única conclusión razonable era que había que mantener a Håkon a distancia. Pero al mismo tiempo se sentía enferma y había perdido cuatro kilos por el camino hacia una decisión que por ahora no tenía la menor idea de cuál iba a ser.
—Soy Karen —anunció cuando por fin, tras tres intentos, consiguió dar con el fiscal adjunto.
Él tragó saliva con tanta fuerza que empezó a toser. Karen notó que Håkon tuvo que soltar el aparato, lo que no oyó fue que la tos y la excitación ante su llamada le provocaron náuseas y que apenas alcanzó a agarrar la papelera. El sabor amargo aún le escocía en la garganta cuando finalmente fue capaz de contestar.
—Disculpa —le dijo todavía tosiendo—. Se me ha atascado algo en la garganta. ¿Cómo estás?
—Ahora no quiero hablar de eso, Håkon. Hablaremos, pero más adelante. Tengo que pensármelo. Eres un buen chico. Me vas a dar un poco más de tiempo.
—Y entonces, ¿por qué llamas?
La mezcla de desesperación con una pizca de esperanza hacía que su voz sonara innecesariamente borde. Él mismo se dio cuenta, pero esperaba que la línea telefónica le quitara el aguijón a su voz.
—Peter Strup me ha invitado a cenar.
Se hizo un silencio absoluto. Sand estaba francamente sorprendido y sentía unos celos incontrolables.
—Ya veo.—¿Qué más podía decir?—. Ya veo. ¿Has acepta do? ¿Te ha dado alguna razón para invitarte?
—En realidad no, no me ha dado ninguna —respondió ella—. Pero sospecho que tiene algo que ver con el caso. Estoy tentada de ir. ¿Crees que debo?
—¡No, claro que no debes! ¡El tipo es sospechoso de un delito grave! ¿Estás completamente chiflada? ¡Sabe Dios lo que puede querer! No, no te permito que vayas. ¿Me oyes?
Ella suspiró y se dio cuenta del error que había cometido al llamarlo.
—Por Dios, Håkon, no está bajo sospecha. Ya vale. ¡No tenéis nada contra el tipo! El hecho de que muestre un interés particular por mi cliente no puede de ninguna manera ser suficiente como para que la Policía sospeche de él. Francamente, siento cierta curiosidad por saber a qué viene tanto interés y tal vez una cena lo aclare. Eso también tiene que veniros bien a vosotros, ¿no? Te prometo contarte lo que salga de la cena.
—Tenemos más indicios en contra de ese tipo —replicó Håkon con intensidad—. Tenemos más que el simple intento de robar a un cliente. Pero no te puedo contar nada sobre eso. Simplemente me tienes que creer.
—Lo que creo es que estás celoso, Håkon.
El fiscal se dio cuenta de que ella estaba sonriendo.
—No siento ni una pizca de celos —le berreó tragando nuevas oleadas de ácidos intestinales—. ¡Siento una preocupación genuina y profesional por tu salud!
—Está bien —concluyó ella—. Si esta noche desaparezco, tendrás que arrestar a Peter Strup. Pero yo voy a ir. Adiós.
—¡Espera! ¿Dónde os vais a encontrar?
—None of your businnes, Håkon, pero si te empeñas en saberlo: Casa de Vinos y Comidas de la calle Marke. No me llames. Ya te llamaré yo. Dentro de unos días o de unas semanas.
Colgó y desapareció dejando tras de sí un despectivo zumbido monótono.
—Mierda —murmuró Sand, antes de escupir en la papelera, sacar la bolsa de plástico y hacerle un nudo. A continuación salió para deshacerse del pestilente contenido.
La comida era fantástica. Karen disfrutaba enormemente de una buena comida. Sus propios intentos con las ollas eran siempre un fracaso y un estante de un metro de largo con libros de cocina no la habían ayudado gran cosa. A lo largo de los años de convivencia con Nils, él se había ido haciendo cargo de la cocina. Era capaz de hacer comidas de gourmet a partir de una sopa de sobre, mientras que ella podía destrozar hasta un solomillo.
Peter Strup era más guapo de cómo lo recordaba en los periódicos. Según decían, tenía sesenta y cinco años. En las fotografías parecía mucho más joven, pero probablemente fuera porque no salían sus muchas arrugas diminutas. Ahora, sentado a menos de un metro de ella, se daba cuenta de que la vida no le había tratado tan bien como había creído hasta entonces. A pesar de ello, las marcas de su rostro lo volvían más creíble, con más experiencia vital. Su imponente cabellera gris oscuro parecía un casco de acero sobre su cabeza. Un jefe vikingo con ojos de hielo.
—¿Qué tal te va de abogada defensora? —le preguntó sonriente por encima del oporto, después de tres platos más tarta de queso.
—No me va mal —dijo ella, tratando de no decir ni mucho ni poco.
—¿Tu cliente sigue igual de psicótico?
¿Cómo podía saber el estado de salud en que se encontraba su cliente? La pregunta la abandonó tan bruscamente como había llegado.
—Sí. La verdad es que el tipo da lástima. De verdad. Ni siquiera se han iniciado los trámites del juicio, ¡está demasiado loco! Debería estar ingresado, pero ya sabes cómo son las cosas… Es frustrante. No puedo hacer gran cosa por él.
—¿Lo visitas?
—Sí, la verdad es que sí. Todos los viernes. Tengo la impresión de que, en las profundidades de las tinieblas de su cabeza, lo aprecia. Es curioso.
—No, no es nada curioso —dijo Strup agitando levemente la mano para deshacerse del humo del cigarrillo de Karen.
—¿Te molesta? —preguntó ella con tristeza, y apagó el Prince a medio fumar.
—No, por Dios —le aseguró él, agarró el paquete, cogió un cigarrillo y se lo ofreció—. No me molesta en absoluto. —A pesar de ello, Karen rechazó el cigarrillo y se metió el paquete en el bolso—. No es nada raro que aprecie tus visitas. Siempre las aprecian. Debes de ser la única persona que se pasa por allí. Eso te convierte en un rayo de luz en su existencia, algo que puede esperar con alegría, algo a lo que agarrarse hasta la próxima visita. Por muy psicótico que esté, se da cuenta de lo que pasa. ¿Habla?
Era una pregunta completamente inocente y natural en ese contexto. Pero eso no impidió que ella se espabilara por completo, a pesar de la cálida atmósfera y el agradable mareo provocado por las tres copas de vino.
—No son más que murmullos sin sentido —le respondió—. Pero sonríe cuando llego. Al menos hace una mueca que me recuerda a una sonrisa.
—Así que no dice nada —replicó Strup con ligereza, y la miró por encima de la copa de oporto—. ¿Y sobre qué murmura?
A Karen se le tensó la mandíbula. La estaban interrogando y no le gustaba. Hasta ese momento había disfrutado de la comida y se había sentido bien en compañía de un hombre experimentado, inteligente y encantador. Le había contado anécdotas de los juzgados y del mundillo del deporte, además de chistes con triple fondo, y lo había aderezado todo con una atención que hubiera halagado a mujeres más atractivas que Karen Borg. También ella se había abierto, más de lo que solía, y le había confesado sus frustraciones sobre la vida de abogado entre los ricos y hermosos.