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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

La diosa ciega (26 page)

BOOK: La diosa ciega
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El jefe del grupo de drogas seguía sonriendo de modo inapropiado. Con aquella sonrisa de inocencia y los ojos entornados, parecía menos inteligente. El abogado del Estado se levantó y se acercó a la ventana, se quedó allí dando la espalda a los demás y habló como si sus oyentes estuvieran subidos a un andamio en el exterior.

—En sentido estricto, deberíamos obtener una orden judicial —dijo en voz alta—. Vamos a tener un jaleo de la hostia como no vayamos primero al juzgado.

—Pero si eso no lo hacemos nunca —objetó Håkon.

—No —dijo el abogado del Estado, y se giró con brusquedad—, ¡pero deberíamos! Aunque… Eres tú quién se va a comer la mierda. ¿Cómo tienes pensado defenderte?

Sorprendentemente, a Håkon se le estaban pasando los nervios. El abogado del Estado estaba de su parte, en realidad.

—Francamente. No vamos a conseguir una orden de arresto como no tengamos las huellas dactilares. Y las huellas no las vamos a conseguir a no ser que lo detengamos. Esperemos que su abogado tenga mucho que hacer este fin de semana, demasiado como para preocuparse por las formalidades. Yo estoy dispuesto a asumir las críticas y, como somos nosotros quienes tenemos que evaluar la necesidad de acudir al juzgado por una orden de arresto, no creo que nos ataquen demasiado por ahí. Todo lo que nos pueden hacer es echarnos una buena bronca. Eso podré soportarlo.

El hombrecillo de la camisa de piloto sonrió y trasladó la mirada a Hanne Wilhelmsen.

—¿Qué tal estás tú? ¿Te has recuperado del asalto?

Hanne se sintió casi halagada y se irritó consigo misma por ello.

—Estoy bien, gracias. Pero aún no sabemos quién lo organizó. Pensamos que tiene algo que ver con esto, así que tal vez por el camino surjan algunas pistas.

Estaba empezando a anochecer y el denso aire de noviembre presionaba contra las ventanas de la séptima planta. De las profundidades del edificio salía música de Jenízaro, la banda de música de la Policía estaba ensayando. Todos habían vuelto a sentarse y Hanne estaba recogiendo la gran pila de documentos.

—Para acabar, Sand: ¿cómo has pensado formular la acusación contra Lavik? ¿Cantidad desconocida, lugar desconocido, espacio temporal desconocido y cosas así?

—Lo retenemos en prisión preventiva por la cantidad que encontramos en casa de Frøstrup. Veinte gramos de heroína y cuatro de cocaína. No es demasiado, pero es más que suficiente para pasar al segundo escalón. Y más que suficiente para la preventiva.

—Introduce un apartado II en la acusación —le ordenó el abogado del Estado— por «haber introducido en los últimos años una cantidad desconocida de estupefacientes». O algo así.

—Está bien —dijo Håkon asintiendo con la cabeza.

—Además —prosiguió el abogado del Estado, que se giró hacia el jefe del grupo de drogas—, ¿por qué tiene este caso la once? ¿No debería manejarlo la A 2.4? Al fin y al cabo ha acabado siendo un caso de drogas, aunque los asesinatos sigan ahí, en el trasfondo.

—Estamos colaborando —se apresuró a decir Wilhelmsen, sin aguardar a la respuesta del jefe de drogas—. Colaboramos muy bien. Y en el fondo del asunto, al final, están los casos de asesinato, como has dicho tú.

La reunión había acabado. La comisaria principal estrechó la mano del abogado del Estado antes de que éste se fuera; a los demás sólo les dedicó un movimiento de cabeza. Håkon fue el último en salir; junto a la puerta, se giró y echó una última mirada a la hermosa estatuilla. La comisaria principal se dio cuenta y sonrió.

—Que tengas buena suerte, Håkon. Muy buena suerte.

La verdad es que sonaba como si lo dijera en serio.

Viernes, 20 de noviembre

Si hubiera visto pequeños marcianos verdes con los ojos rojos, no habría parecido más sorprendido. Por un momento, incluso a Wilhelmsen la atacó la duda. El abogado Jørgen Ulf Lavik leía una y otra vez la nota azul, mientras alternaba entre mirarla a ella con los ojos abiertos de par en par y soltar leves sonidos quejumbrosos por la garganta. La cara se le había hinchado y había cogido un color rojo oscuro, el infarto de corazón empezaba a parecer un peligro inminente. Dos agentes de Policía vestidos de civil se habían situado ante la puerta cerrada, con las manos a la espalda y las piernas separadas, como si esperaran que el abogado en cualquier momento fuera a intentar abrirse paso entre ellos para acceder a una libertad de la que al menos debía ya intuir que iba a carecer durante bastante tiempo. Incluso la lámpara del techo vibró y parpadeó como en un ataque de excitación y furia, en el momento en que un pesado camión atravesó el cruce a toda velocidad para coger el semáforo en ámbar.

—¿Esto qué es? —gritó después de haber leído el papel azul al menos seis veces—. ¿¿¿Qué mierda de gilipollez es ésta???

Estampó el puño contra la mesa, con lo que causó gran estruendo. Fue evidente que se hizo daño y agitó involuntariamente la mano.

—Es una orden de detención. Te vamos a detener. O a arrestar, si prefieres. —Hanne señaló el papel que yacía sobre el escritorio, medio destrozado por el arrebato del abogado. Aquí dice por qué. Tendrás todo el tiempo que quieras para presentar objeciones. Todo el tiempo que quieras. Pero ahora tienes que venir con nosotros.

El hombre, furioso, se controló poniendo en juego todas sus fuerzas. La musculatura de su barbilla se agitaba fuertemente e incluso los hombres junto a la puerta pudieron oír el ruido de sus muelas que se restregaban las unas contra las otras. Cerraba y abría los ojos a una velocidad increíble y, al cabo de un minuto, estaba algo más tranquilo.

—Tenéis que dejarme llamar a mi mujer. Y tengo que buscarme un abogado. Salid a la antesala, mientras tanto.

La subinspectora sonrió.

—A partir de ahora y durante bastante tiempo, me temo que no vas a poder hablar con nadie sin que haya un policía delante. Eso, evidentemente, no incluye a tu abogado, pero eso tendrá que esperar hasta que lleguemos a la comisaría. Ahora abrígate y no montes jaleo. Todos saldremos ganando.

—¡Tengo que hablar con mi mujer! —Casi les inspiró lástima—. ¡Me espera en casa dentro de una hora!

No podía causar ningún mal que se le permitiera darle el recado. Les ahorraría críticas a ese respecto, al menos. Hanne descolgó el teléfono y se lo tendió.

—Explícale como quieras lo de que no vas a ir a casa. Puedes decirle que estás arrestado, si quieres, pero no puedes decir una palabra sobre el motivo. Como digas algo que no me guste, corto la conversación.

Colocó un dedo disuasorio sobre la tecla de cortar y dejó que marcara el número. La conversación fue escueta y el abogado dijo la verdad. Hanne pudo oír una voz llorosa que preguntaba «¿Por qué? ¿Por qué?», al otro lado de la línea. En un acto digno de admiración, el hombre consiguió mantener la compostura y para acabar prometió a su mujer que su abogado la contactaría a lo largo de la tarde. Colgó el teléfono de un golpetazo y se levantó.

—Acabemos ya con esta farsa —dijo en tono malhumorado; se puso el abrigo del revés, al darse cuenta empezó a maldecir y consiguió enderezar el entuerto antes de echar una ojeada a los dos hombres de la puerta—. ¿Me vais a poner también las esposas?

No fue necesario. Un cuarto de hora más tarde se encontraba en comisaría. No era la primera vez que estaba allí, pero anteriormente todo había sido muy, muy, distinto.

La elección de abogado de Jørgen Ulf Lavik sorprendió a todo el mundo. Habían creído que iba a escoger a una de las dos o tres superestrellas y estaban preparados para enfrentarse a un infierno. Sobre las seis de la tarde, Christian Bloch-Hansen se presentó en la comisaría y, de modo correcto y en tono bajo, saludó tanto a Hanne como al inspector Kaldbakken. Luego insinuó cortésmente su deseo de hablar con Sand antes de reunirse con su cliente. Cogió el fino expediente del caso con una ceja arqueada y, sin mayores objeciones, aceptó las disculpas de Håkon por no poderle proporcionar más documentos sin perjudicar la investigación. Bloch-Hansen no se dejó provocar. Llevaba treinta años en el oficio y era un hombre conocido y respetado dentro del gremio; sin embargo, el lector habitual de la prensa no hubiera reconocido su nombre. Nunca se había interesado demasiado por las relaciones públicas, más bien al contrario, parecía evitar cualquier publicidad en torno a su persona. Eso a su vez había reforzado su renombre en los tribunales y en los ministerios y le había proporcionado una serie de tareas y misiones especiales, que él había cumplido con gran seriedad y solidez profesional.

El alivio inmediato que sintió Håkon Sand ante la amabilidad de su oponente tuvo que ceder el sitio a la constatación de que le había tocado el peor de los contrincantes. El abogado del Tribunal Supremo Christian Bloch-Hansen no iba a montar jaleo, no iba a proporcionar titulares de guerra a la prensa amarilla ni se iba a empecinar en asuntos irrelevantes. Lo que iba a hacer era descuartizarlos. No se le iba a escapar nada y, además, era un fuera de serie en lo que respectaba a procesos penales.

Al cabo de treinta minutos, el aseado abogado de mediana edad tenía información suficiente. A continuación se reunió a solas con su cliente durante dos horas. Al acabar, pidió que el interrogatorio de Lavik se pospusiera hasta el día siguiente.

—Mi cliente está cansado. Y supongo que vosotros también. Por mi parte, he tenido un día muy largo. ¿A qué hora os viene bien que empecemos? —Abrumada por la buena educación de Christian Bloch-Hansen, Hanne dejó que el abogado del Tribunal Supremo propusiera la hora—. ¿Os parece demasiado tarde a las diez? —preguntó con una sonrisa—. Los fines de semana me gusta tomarme mi tiempo para desayunar.

Para Hanne Wilhelmsen no era ni tarde ni pronto. El interrogatorio comenzaría a las diez.

Sábado, 21 de noviembre

¿Qué coño de jaleo sería aquél? Al principio no entendió lo que era, se giró aturdido y guiñó los ojos al despertador, que era anticuado y mecánico: tenía una maquinaria que hacía tictac, números normales y una llave en la parte de atrás que le recordaba a los patinetes de su infancia. Cada noche tenía que darle cuerda hasta que chirriaba, para que no se quedara parado a las cuatro de la mañana. En ese momento marcaba las siete menos diez. El fiscal le pegó un manotazo a la campana de la parte de superior. No sirvió de nada. Se despabiló, se incorporó en la cama y, finalmente, se dio cuenta de que lo que sonaba era el teléfono. Palpó en busca del auricular, pero sólo consiguió que el teléfono entero cayera al suelo con un estruendo. Al final consiguió lo que necesitaba para murmurar que estaba allí.

—Håkon Sand al habla. ¿Quién es?

—¡Hola, Sand! Soy Myhreng. Siento…

—¿¿¿Que lo sientes??? ¿Qué coño pretendes llamándome a las siete, no, «antes» de las siete de la mañana de un sábado? ¿Quién coño te crees que eres?

Pang. No le bastó con colgar el teléfono, se levantó furioso y desenchufó el aparato. Luego se tiró de nuevo sobre la cama y, tras dos minutos de enfado, dormía profundamente. Durante hora y media. Al cabo de ese tiempo llamaron furiosamente a la puerta.

Las ocho y media era una buena hora para levantarse. A pesar de ello, se lo tomó con calma, con la esperanza de que quién fuera perdiera la paciencia antes de que él llegara a la puerta. Mientras se cepillaba los dientes volvieron a llamar. Aún más violentamente. De todos modos, Håkon se tomó tiempo para lavarse la cara y se sintió agradablemente libre y dispuesto a ponerse el albornoz y poner a calentar agua antes de dirigirse al interfono.

—¿Sí?

—¡Hombre! Escucha, soy Myhreng, ¿Podría hablar contigo?

El chico no se rendía, pero Sand tampoco.

—No —dijo, y colgó el telefonillo.

No sirvió de nada. Al cabo de un segundo, el desagradable zumbido atravesó el piso como una avispa gigante fuera de sí. Håkon se lo pensó durante algunos segundos, antes de volver a coger el telefonillo.

—Ve al Seven & Eleven de la esquina y compra unos panecillos. Y zumo de naranja, de ese con pulpa. Y los periódicos. Los tres.

Se refería al Aftenposten, al Dagbladet y al VG. Myhreng le trajo un ejemplar del Arbeiderbladet y los dos últimos, y además se olvidó de la pulpa.

—Qué piso tan cojonudo tienes —dijo Myhreng echando una larga mirada al dormitorio.

«Tiene tanta curiosidad como los policías», pensó Håkon, y cerró la puerta.

Invitó a Myhreng a entrar en el salón, después salió al baño y sacó un cepillo de dientes extra además de un frasco de perfume especialmente femenino que alguien se había dejado allí un año atrás. Era mejor no parecer demasiado penoso.

Fredrick Myhreng no había ido para charlar, antes de que el café estuviera listo atacó con sus preguntas.

—¿Lo habéis detenido o qué? No lo encuentro por ningún lado. Su secretaria dice que está en el extranjero, pero en su casa sólo atiende un niño que dice que su papá no se puede poner al teléfono y que su mamá tampoco. He estado a punto de llamar a protección de menores, la verdad, después de que en seis ocasiones me cogiera el teléfono un niño de cinco años o los que fueran.

Håkon negó con la cabeza, fue por el café y se sentó.

—¿Te dedicas a maltratar a menores? Si tenías en la mente que tal vez hubiéramos detenido a Lavik, ¡deberías haberte dado cuenta de que ni al niño ni al resto de la familia les podía resultar muy agradable que los aterrorizaras por teléfono!

—Los periodistas no podemos andarnos con ese tipo de consideraciones —dijo Myhreng, que se abalanzó sobre una lata sin abrir de caballa en tomate.

—Sí, está bien, puedes abrirla —dijo Håkon con tono de enfado, después de que la mitad del contenido de la lata estuviera colocado sobre el pan de Myhreng.

—¡Hamburguesa de caballa! ¡Delicioso! —Siguió hablando con la boca llena de comida y esparciendo perlitas de tomate por el mantel blanco—: Admítelo, habéis cogido a Lavik. Te lo veo en la cara. Desde el principio me he dado cuenta de que pasaba algo con ese tío. Me he enterado de un montón de cosas, ¿sabes?

La mirada que asomaba por encima de las gafas demasiado pequeñas era desafiante, pero no completamente segura de lo que decía. Håkon se permitió dirigirle una sonrisa y untó la margarina con parsimonia.

—Dame una sola buena razón para que te cuente algo.

—Te puedo dar varias. Para empezar: la buena información es la mejor protección contra la información errónea. En segundo lugar: mañana los periódicos van a estar llenos de información sobre el caso, de todos modos. El arresto de un abogado no se le va a pasar por alto a los periódicos durante más de un día, ni de coña. Y en tercer lugar… —Se interrumpió a sí mismo, se secó el bigote de tomate con los dedos y se inclinó sobre la mesa con aires seductores—. Y en tercer lugar ya hemos colaborado bien en otras ocasiones. A los dos nos conviene seguir haciéndolo.

BOOK: La diosa ciega
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