La economía en una leccion (8 page)

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Authors: Henry Hazlitt

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

BOOK: La economía en una leccion
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Pero no es esto todo. La prosperidad del país no permanece invariable en el caso en que se hallaba con anterioridad al despido de los funcionarios considerados superfluos. Por el contrario, se produce una notable mejoría. Los antiguos funcionarios comenzarán a integrarse en la industria privada, como empleados o como empresarios, y el proceso de adaptación será facilitado por el mayor volumen de dinero de que dispondrán los contribuyentes, tal como ocurría en el caso del licenciamiento de soldados. Los antiguos funcionarios deberán ofrecer a los empresarios privados —y en definitiva, a sus clientes— servicios equivalentes a los ingresos que sus nuevos empleos les proporcionan. Con ello dejarán de ser miembros inútiles de la comunidad y comenzarán a producir para ella.

Debo insistir de nuevo en que lo expuesto anteriormente no va dirigido contra los funcionarios públicos cuyos servicios son realmente necesarios. Los servicios de policía, incendios, sanidad, higiene municipal, los jueces, los legisladores, los ministros, etcétera, realizan una labor productiva tan necesaria a la comunidad como lo pueda ser la de aquellos miembros más destacados de la industria privada. En realidad, hacen posible que dicha industria pueda desenvolverse en un ambiente de legalidad, orden, libertad y paz. Pero su existencia se halla justificada por la utilidad de los servicios que prestan, no por el poder adquisitivo de que disponen por hallarse incluidos en las nóminas del Estado.

Analizado seriamente, el argumento de la «capacidad de compra» resulta ser una quimera. Podría igualmente aplicarse a los malhechores que nos despojan de nuestros bienes, quienes al apoderarse de nuestro dinero poseen mayor capacidad de compra. Con ella sostienen bares, restaurantes, clubes nocturnos, sastres y quizá incluso obreros de la industria automovilística. Pero por cada empleo que sus gastos proporcionan, nuestro propio gasto proporcionará un empleo menos, porque no dispondremos de la cantidad que nos fue sustraída. De igual forma, por cada empleo creado merced a los gastos de los funcionarios, los contribuyentes proporcionan un empleo menos. Cuando un ladrón nos despoja de nuestro dinero no adquirimos nada a cambio. Idéntica situación se da cuando somos desposeídos de nuestro dinero mediante impuestos destinados al sostenimiento de burócratas inútiles. Podremos considerarnos afortunados si éstos se limitan a ser unos indolentes holgazanes. En la actualidad es más probable que los veamos convertidos en activos reformistas dedicados afanosamente a quebrantar y desalentar la producción.

Cuando todo el argumento en favor de mantener en sus empleos un grupo de funcionarios queda reducido al de conservar su capacidad de compra, ha llegado, sin duda, el momento de prescindir de sus servicios.

9. EL FETICHISMO DEL «EMPLEO TOTAL»

El objetivo económico de las naciones, como el de los individuos, es lograr el máximo rendimiento con el mínimo esfuerzo. Todo el progreso económico de la humanidad ha consistido en obtener mayor producción con el mismo trabajo. Tal impulso indujo al hombre a poner las cargas sobre el lomo de los mulos, en lugar de transportarlas sobre sus propias espaldas; le hizo inventar la rueda y el carro, el ferrocarril y el camión. Fue éste, en fin, el móvil que le animó a emplear su ingenio en el perfeccionamiento de un sinnúmero de mecanismos economizadores de trabajo.

Todo esto es tan elemental que resultaría ridículo exponerlo, a no ser porque constantemente lo olvidan quienes acuñan y hacen circular las nuevas consignas partidistas. Expresado en términos nacionales, este principio básico del razonamiento económico significa que nuestro objetivo primordial debe ser el elevar la producción al máximo. El empleo total —es decir, la ausencia de ocio involuntario— es una consecuencia necesaria de la realización de este objetivo. Pero la producción es fin; el empleo, únicamente el medio de conseguirla. No podemos prolongar indefinidamente un estado de pleno rendimiento de nuestra economía sin engendrar al propio tiempo empleo total. Por el contrario, podemos conseguir fácilmente «empleo total» sin haber alcanzado una producción plena.

Las tribus primitivas están desnudas, su alimentación y alojamiento son míseros, pero no padecen paro. China y la India son incomparablemente más pobres que nosotros, pero su principal dificultad económica nace de los primitivos métodos de producción utilizados (causa y efecto, a un mismo tiempo, de la escasez de capitales), no del paro. No hay nada más fácil de conseguir que el empleo total cuando, considerado como un fin, queda desligado del objetivo de la plena producción. Hitler proporcionó empleo total por medio de un gigantesco programa de armamento. La guerra hizo posible el empleo total en todos los países beligerantes. Los trabajadores-esclavos en Alemania disfrutaron de empleo total. Los presidiarios condenados a trabajos forzados disponen de empleo total. La violencia permite siempre proporcionar empleo total.

Sin embargo, nuestros legisladores no presentan al Congreso proyectos de ley sobre Producción Plena, sino sobre Empleo Total. Comisiones de hombres de negocios incluso recomiendan la constitución de una «Comisión Presidencial sobre el Empleo Total», nunca sobre Producción Plena, o, por lo menos, sobre Empleo Total y Producción Plena. Por doquier, los medios se erigen en fines, mientras los propios fines caen en el olvido.

Las cuestiones enlazadas con los problemas de los salarios y el paro son debatidas como si no guardasen relación con la productividad y el volumen total de bienes producidos. Partiendo del supuesto de que existe solamente una cantidad determinada de trabajo a realizar, llegan algunos a la conclusión de que la semana de treinta horas proporcionaría mayor número de empleos y sería preferible, por tanto, a la de cuarenta horas. Se toleran infinidad de prácticas sindicales encaminadas a extender el empleo, porque las gentes carecen de una visión clara de estos problemas. Si un Petrillo
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amenaza con arruinar a una emisora de radio por no avenirse a dar empleo a doble número de músicos del que estime necesario, gozará del apoyo de un amplio sector del público por suponer que, en definitiva, sólo se trata de crear colocaciones. Durante la vigencia de la WPA
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se consideraba indicio de talento en nuestros administradores el arbitrar proyectos que emplearan el mayor número de hombres en relación con el valor del trabajo realizado.

Si fuese posible la elección —que no lo es— sería preferible la producción máxima manteniendo parte de la población en involuntaria ociosidad mediante una caridad sin disfraces a proporcionar «empleo total», si para ello se precisa recurrir a tantos procedimientos encubiertos de distribución del trabajo, que finalmente la producción quede desorganizada.

El progreso de la civilización ha significado la reducción del número de personas empleadas, no su aumento. El continuo crecimiento de nuestra riqueza nacional nos ha permitido eliminar virtualmente el trabajo de los niños, liberar de la apremiante necesidad de trabajar a muchas personas de edad avanzada y hacer innecesario el que millones de mueres tengan que buscar colocación la proporción de la población norteamericana que precisa trabajar para subsistir es mucho menor, pongamos por caso, que la de China o Rusia. El verdadero problema no es si en el año X habrá tantos o cuantos millones de personas empleadas en América, sino cuál será el volumen total de nuestra producción en aquella época, y, en consecuencia, nuestro nivel de vida. El problema de la distribución de la riqueza, considerado como la cuestión del día, es más sencillo de resolver, después de todo, cuanto mayor sea el caudal de bienes a distribuir.

Podemos hacer más claro nuestro razonamiento si colocamos nuestro mayor énfasis en el lugar donde realmente corresponde: en una política económica que permita elevar la producción al máximo.

10. ¿A QUIEN «PROTEGEN» LOS ARANCELES?
1

La mera enumeración de la política económica seguida por los gobiernos de todo el mundo bastaría para sembrar la inquietud en cualquier investigador serio de la ciencia económica. ¿Qué finalidad puede tener —preguntaría probablemente— discutir los progresos y perfeccionamientos realizados por la moderna investigación económica, cuando ni la opinión pública ni la política practicada por los gobiernos han alcanzado todavía, en lo que atañe a las relaciones internacionales, las enseñanzas de Adam Smith? Porque la actual política comercial y arancelaria no sólo es tan perniciosa como las de los siglos XVII y XVIII, sino incomparablemente peor. Es más, los razonamientos desarrollados en apoyo de los aranceles y otras restricciones del tráfico mercantil internacional, reales o ficticios, en nada difieren de los de entonces.

En los 175 años transcurridos desde la aparición de
La riqueza de las naciones,
los argumentos aducidos en favor del libre cambio han sido expuestos miles de veces, pero nunca quizá con más fuerza de convicción ni mayor sencillez que en aquel libro. En general, Smith fundaba su defensa del librecambio en este postulado básico: «En todos los países, el interés de la inmensa mayoría de la población es y debe ser siempre comprar lo que necesita a quien vende más barato». «El supuesto es tan evidente —continuaba Smith— que esforzarnos en demostrarlo podría parecer ridículo; nunca habría sido puesto en duda si las interesadas falacias de mercaderes y fabricantes no hubieran perturbado el sentido común de la humanidad».

Desde otro ángulo, consideraba el liberalismo como un aspecto de la especialización en el trabajo: «Constituye norma de conducta de todo cabeza de familia prudente no intentar nunca hacer en casa lo que comprado resultaría más económico. El sastre no pretende hacer sus propios zapatos. El zapatero no trata de confeccionar sus propios trajes, sino que los adquiere del sastre. El agricultor no intenta hacer lo uno ni lo otro, sino que utiliza los servicios de ambos artesanos. Todos estiman preferible dedicarse por completo a la actividad en que poseen alguna ventaja sobre sus vecinos y con una parte de su producto, o, lo que es igual, con el precio obtenido, comprar cualquier cosa que necesiten. Lo que se considera norma prudente de conducta en las familias, difícilmente puede ser calificado de locura en el Gobierno de un gran reino».

Pero, ¿qué indujo a las gentes a suponer que lo que constituye prudencia en la conducta de las familias deja de serlo en el Gobierno de un gran reino? Una tupida red de falacias, en cuyas mallas se debate todavía impotente la humanidad. Y la más destacada entre ellas ha sido siempre el sofisma central de que se ocupa este libro: prestar atención únicamente a los efectos inmediatos del arancel sobre determinados grupos, sin reparar en los efectos a largo plazo sobre toda la colectividad.

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Un fabricante americano de jerseys de lana se presenta en el Congreso o en el Departamento de Estado e informa a la comisión o jefe administrativo correspondiente que la supresión o reducción del arancel que grava la importación de jerseys ingleses equivaldría a una catástrofe económica nacional. En la actualidad se venden los jerseys a 15 dólares, pero los fabricantes ingleses podrían venderlos en América, de la misma calidad, por 10 dólares. Por lo tanto, para poder continuar su negocio son indispensables unos derechos arancelarios de cinco dólares que graven los jerseys importados. Naturalmente, no piensa sólo en sí mismo, sino en los miles de hombres y mujeres a quienes emplea y en las personas a las que el poder de compra de sus empleados proporciona, a su vez, trabajo. Expulsarles de su tarea originará paro y un descenso en el poder adquisitivo que se irá extendiendo en círculos cada vez más amplios. Y si puede demostrar que la supresión o reducción del arancel le obligaría realmente a cesar en el negocio, el Congreso considerará conveniente su argumentación para que tal medida no sea adoptada.

Una vez más, el sofisma proviene de prestar atención únicamente a un solo fabricante y sus empleados o a la industria americana de jerseys; de tomar en consideración tan sólo las consecuencias que inmediatamente saltan a la vista y pasar por alto las que no son perceptibles precisamente porque se ha destruido la oportunidad de que se produjeran.

Aquellos que de manera interesada presionan por obtener medidas arancelarias protectoras aducen continuamente argumentos que no se ajustan a la realidad. Pero supongamos que en este caso concreto los hechos son tales como los expone el fabricante de jerseys. Supongamos que es necesario mantener una tarifa protectora de cinco dólares por pieza, para que su negocio siga próspero y continúe proporcionando trabajo a sus obreros.

Hemos elegido deliberadamente el ejemplo más desfavorable para la supresión de aranceles. Hemos dejado de lado, por el momento, los razonamientos aducidos en favor de la imposición de nuevos derechos que permitirán montar nuevas industrias y preferido comenzar rechazando la argumentación que pretende el mantenimiento de las tarifas que han creado ya una industria y que no pueden ser suprimidas sin lesionar los intereses de alguien.

Desaparece el arancel; el fabricante cierra su negocio; un millar de obreros son despedidos; resultan también perjudicados los comerciantes de quienes se surten. Tales son las consecuencias visibles inmediatamente. Pero se producen también otras que, aunque bastante más difíciles de percibir, no por ello son menos inmediatas y reales. Por el momento, los jerseys que antes costaban 15 dólares se compran ahora por 10. Los consumidores pueden de esta suerte adquirir jerseys de la misma calidad por menos dinero o de mejor clase por el mismo. Si compran la misma calidad no sólo dispondrán del jersey, sino también de cinco dólares de que de otro modo carecerían y no podrían destinar a la adquisición de otros bienes. Mediante los 10 dólares que pagan por el jersey importado contribuyen —como sin duda predijo el fabricante americano— a proporcionar trabajo en la industria inglesa de géneros de punto. Con los cinco dólares ahorrados facilitan empleo a cierto número de otras industrias en los Estados Unidos.

Pero no es esto todo. Al comprar jerseys ingleses proveen a los británicos de dólares para adquirir, a su vez, en los Estados Unidos, productos norteamericanos. Este es, en realidad (si se me permite dejar a un lado complicaciones tales como el cambio multilateral, empréstitos, créditos, remesas de oro, etc., que no alteran el resultado final), el único medio que permitirá a los británicos emplear eventualmente aquellos dólares Porque les hemos permitido vendernos más, pueden ahora comprarnos más. Pronto o tarde se verán forzados a hacerlo, a menos que prefieran dejar perpetuamente inactivos sus saldos en dólares. De esta forma, por haber permitido la importación de un mayor volumen de mercancías, exportaremos mayor cantidad de productos americanos. Será menor el número de personas empleadas en la industria americana de jerseys, pero habrá aumentado el número de personas ocupadas en la fabricación de lavadoras o automóviles, por ejemplo, y éstas, sin duda, rendirán más. El empleo en los Estados Unidos en su totalidad no habrá experimentado descenso alguno, pero la producción norteamericana y británica habrá aumentado. En ambos países los obreros aplican ahora su actividad a aquellas producciones para las que se hallan mejor dotados, en lugar de tener que realizar otras labores en forma deficiente e ineficaz. Los consumidores de ambos países quedan beneficiados, pues les es posible adquirir libremente lo que necesiten donde más barato lo consiguen. Los consumidores americanos están mejor abastecidos de jerseys, y los británicos, de automóviles y lavadoras.

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