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Authors: John Norman

La esclava de Gor (2 page)

BOOK: La esclava de Gor
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Completar su examen les llevó varios minutos. No se daban prisa.

Ahora estaban ambos ante mí, uno un poco más atrás, mirándome.

Sentía el peso del collar en mi clavícula; la cadena colgaba entre mis pechos; sentía anillas sobre mi cuerpo. Me mantenía inmóvil.

El de la barba se me acercó. Me golpeó sin más con su mano derecha, un rápido, salvaje bofetón. Salí despedida, rodando, hasta el extremo de la cadena, que me frenó cruelmente por el cuello arrojándome al suelo. Mi labio y mi mejilla se cortaron. Me pareció que me explotaba la cabeza. Noté el gusto de la sangre.

El hombre bramó una de sus órdenes. Desesperada de pánico, con una sacudida de la cadena, corrí de nuevo a mi sitio poniéndome ante ellos tan derecha como pude, con la barbilla alzada, exactamente como estaba antes.

Me pregunté otra vez cuál sería la situación de las mujeres entre tales hombres.

No me volvió a golpear. Le había aplacado con mi obediencia.

Me volvió a hablar. Le miré a los ojos. Nuestras miradas se cruzaron por un momento. Me arrodillé.

El otro hombre me hizo bajar el torso hasta posarme sobre mis talones. Tomó mis manos y me las colocó sobre los muslos. Alcé la vista hacia ellos. Soy morena, mi pelo es de un castaño muy oscuro al igual que mis ojos, de complexión ligera; mi figura, aun sin ser de formas muy remarcadas, es atractiva.

Los hombres me contemplaban desde arriba. Por aquel tiempo llevaba el pelo corto. Sentí la punta de la espada bajo mi barbilla, la enderecé, quedando mi cabeza bien levantada.

Mi nombre es Judy Thornton, y soy licenciada en inglés y poetisa.

Estaba arrodillada ante unos bárbaros, desnuda y encadenada.

Estaba terriblemente asustada.

Me arrodillé exactamente donde ellos me ordenaron, apenas atreviéndome a respirar. Temía moverme lo más mínimo. No quería ser golpeada de nuevo, irritarles u ofenderles lo más mínimo. No sabía cómo podían reaccionar aquellos poderosos y terribles hombres, tan impredecibles y primitivos, tan distintos a los hombres de la Tierra, si no les complacía enteramente. Me decidí a no darles ningún motivo de enojo. Decidí darles mi obediencia absoluta. Así me mantuve sin moverme, de rodillas ante ellos. Sentí el viento removerme el cabello de la nuca.

El hombre dijo algo. No le comprendía.

Entonces, con el mango de su lanza, para mi horror, me separó bruscamente las rodillas.

No pude evitar un gemido al sentirme tan indefensa, en aquella postura.

La posición en la que me encontraba, de rodillas ante ellos, era la que después conocería como la de la esclava goreana del placer.

Satisfechas ya, las bestias me dieron la espalda. Algo les mantenía ocupados cerca de la roca. Parecía que buscaban algo. En un momento dado, el de la barba se me acercó. Dijo algo. Era una pregunta. La repitió. Yo miraba al frente, aterrorizada, con los ojos llenos de lágrimas.

—No sé —murmuré—. No entiendo. No sé lo que quiere.

Se fue otra vez y volvió a empezar su búsqueda. Al cabo de un rato, airado, regresó para mirarme. Su compañero iba con él.

—¿Bina? —dijo bien claramente—. Bina, Kajira. ¿Var Bina, Kajira?

—No sé lo que quiere —susurré—. No le entiendo.

De pronto, salvajemente, me golpeó la boca con el dorso de su mano derecha. Salí despedida, cayendo sobre la hierba. Fue un revés violento, me dolió mucho más que el primero. No podía dar crédito a su rudeza, a su fuerza, a su rapidez. Me hizo perder el mundo de vista; me quedé sosteniéndome sobre las manos y las rodillas, con la cabeza gacha. Escupí sangre sobre la hierba. ¿Cómo me pudo golpear así? ¿Es qué no sabía que yo era una mujer? Me arrastró por el collar ante sus rodillas, repitiendo su pregunta mientras me sujetaba el pelo con ambas manos.

De otro golpe me lanzó al suelo, donde quedé recostada, aterrorizada. Con un rápido movimiento se quitó el cinturón de cuero, dejando a un lado las armas. Luego oí el silbido del látigo en el aire. Me hacía chillar de dolor mientras me azotaba una y otra vez, con saña. Después se detuvo, irritado. Ni siquiera fui capaz de alzar la cara, sólo era capaz de llorar, cubriéndome aún la cabeza con las manos, la cadena oscilando entre mis piernas, bajo mi cuerpo.

Le oí colocar las armas de nuevo en el cinturón y atárselo a la cintura. No le miré, continuaba sollozando, encadenada, y temblando. Haría cualquier cosa que él me pidiera, cualquier cosa.

Los dos hombres se consultaron. Horrorizada, vi como el de la barba se me acercaba, desenvainando su espada. No decía nada. El otro se agachó detrás de mí; con la mano izquierda me agarró el pelo echándome la cabeza hacia atrás, mientras que con la derecha empujaba el collar hacia arriba. Olía. Mi yugular sobresalía bajo el círculo metálico.

Noté la fina hoja de su espada en mi cuello.

—¿Var Bina Kajira? —inquirió—. ¿Var Bina?

—¡No me maten! —imploré—. ¡Haré lo que ustedes quieran! ¡Tómenme! ¡Soy suya! ¡Soy su cautiva, su prisionera! ¡Utilícenme para lo que deseen! ¿Es qué no soy bella? ¿No les puedo servir? ¿Es qué no les puedo complacer? —Y, con una voz que salía desde lo más profundo de mi ser, exclamé—: ¡No me maten! ¡Quiero ser su esclava! ¡Seré su esclava! ¡Déjenme serlo! ¡Deseo ser su esclava!

Me estremecí de horror por lo que acababa de decir, por el desaliento, el escándalo que entrañaba tal afirmación. Pero insistí con resolución, con la cabeza hacia atrás fuertemente sujeta por su mano.

Noté el filo de la espada en mi cuello. A través de su acero percibía la mano del hombre que la sostenía, lista para actuar. Mi garganta iba a ser cortada.

Pero se detuvo. Se separó de mi cuello. El hombre miraba a lo lejos. Entonces yo también lo oí. Un hombre cantaba con desenfado una melódica y repetitiva canción.

Molesto, el de la barba envainó su espada. Ambos blandieron el escudo y la lanza; el de atrás se colocó el casco.

Volví a colocarme de cuatro patas sobre la hierba. Casi no me podía mover. Vomité. Intenté inútilmente zafarme del collar y la cadena. Si solamente hubiera podido correr, o huir arrastrándome… Pero estaba firmemente atada.

Torpemente levanté la cabeza. El individuo se acercaba sin prisa. Parecía estar de buen humor. Cantaba feliz con una voz plena. Su pelo era negro y abundante. Vestía como los otros, armado del mismo modo. Cargaba un zurrón en el que supuse habrían víveres y una cantimplora. Llegó cantando y sonriendo, pero los otros no parecían muy contentos de su aparición. Su túnica era algo distinta, tenía una marca sobre el hombro izquierdo que los otros no tenían. Para mí eran diferencias sutiles, pero tal vez no lo fueran para quien las pudiera interpretar correctamente.

El hombre dejó de cantar a unos veinte metros de nosotros y se detuvo risueño. Les saludó levantando la palma de su mano derecha, mientras con la otra sujetaba la lanza con los objetos que de ella colgaban.

—¡Tal, Rarius! —dijo el barbudo.

El recién llegado se quitó la cantimplora del cinturón y descargó su zurrón.

El de la barba agitó con desdén su mano, hablando airadamente. Le estaba ordenando que se alejara. Señaló a su compañero: eran dos. El otro sonrió, dejando la lanza sobre el suelo y aflojando su casco.

El barbudo se colocó entonces el suyo, ocultando sus rasgos.

Sin la más mínima hostilidad, el hombre se fue acercando, como casualmente.

De nuevo se le indicó que se alejase. Él de nuevo, sonrió.

Los tres hablaron entre ellos. Nada pude entender. El recién llegado hablaba muy relajadamente; una vez se golpeó el muslo al reírse. Los otros dos parecían más nerviosos, el que no llevaba barba sacudía su lanza.

El recién llegado no le prestó atención. No les miraba a ellos sino a mí. Me sonrió.

Sin quererlo, me sonrojé. Bajé la cabeza. Estaba furiosa. ¿Por quién me tomaría? ¿Por una esclava encadenada, cuya belleza iba a pertenecer al más fuerte, o al más poderoso, al más rápido con la espada, o al mejor postor?

Me señaló. Habló. El de la barba volvió a gruñir, agitando su brazo, ordenándole que se fuera. El nuevo se rió, provocando que gesticulara más aún. Me miró más de cerca y pronunció una palabra que ya había oído antes, la que me habían dicho después de haberme azotado, cuando mantenían mi cabeza sujeta con la espada en mi garganta. Enderezando la cabeza me arrodillé, la cadena colgando frente a mi cuerpo, sobre la hierba. Me apoyé sobre los talones con la espalda bien derecha, las manos sobre los muslos, la cabeza alta y mirando al frente. Eché los hombros hacia atrás, los pechos hacia delante. No olvidé la posición de mis rodillas, las abrí tanto como pude, como sabía que ellos querían. Me arrodillé ante ellos en la postura más elegante y sumisa en la que un hombre podía colocar a una mujer.

El recién llegado habló con decisión. Los otros dos replicaron con enojo. El primero, lo veía por el rabillo del ojo, me señalaba; sonreía. Me hizo estremecer. ¡Me pedía! ¡Les estaba diciendo que me entregasen a él! ¡Cómo le odié, por su atrevimiento, y al mismo tiempo, cómo me complacía! Los hombres se rieron; yo me asusté. ¡Eran dos contra uno! ¡Debía escapar, salvar su vida!

—¡Kajira canjellne! —dijo. Aunque me señalaba a mí con su lanza, no quitaba el ojo de los dos hombres.

El de la barba le miró furioso.

El recién llegado retrocedió unos pasos. Se agachó para recoger un puñado de hierba que empezó a masticar.

El barbudo se me acercó. De su túnica sacó una fina tira de cuero negro. Se inclinó a mi espalda para atarme de manos y pies, al tiempo que abría mi collar con una enorme llave. La sentí girar bajo mi oído izquierdo, sobre mi cuello. Una vez abierto lo dejó sobre la hierba, junto con la cadena. ¡Al fin me había librado de él! Lo pude ver por primera vez, era tal como lo había imaginado.

Pero estaba atada, indefensa. Inútilmente intenté deshacerme de mis ligaduras.

El de la barba me levantó sin esfuerzo. Yo no pesaba nada para él. Miró al extraño, que se hallaba a unos metros.

—¿Kajira canjellne? —preguntó. Estaba claro que le ofrecían la posibilidad de retractarse. Quizás había un error, un malentendido…

El otro asintió con la cabeza. No, no había ningún error.

Entonces el primero trazó un círculo con su espada en el suelo. Me dejó ahí; yo me arrodillé. Tuvieron un corto diálogo, como si establecieran ciertas normas.

El extraño se incorporó. Se colocó el casco y preparó sus armas. En su mano derecha empuñó la espada. Ésta era de bronce, ancha en su base y de punta muy afilada, deduje que debía ser un arma realmente peligrosa; dudé que sus escudos fueran lo suficientemente resistentes para protegerles de un ataque frontal de una espada así. Sin duda, con un arma semejante, se podía atravesar sin esfuerzo el cuerpo de un hombre.

Los dos hombres intercambiaron algunas palabras. El que no tenía barba avanzó unos pasos con el escudo en su brazo y la espada en la mano. Se paró ante el extraño.

Ninguno se movía. Pasaron largos minutos. Entonces, de repente, el extraño, hundió el asta de su lanza en el suelo, riendo.

—¡Kajira canjellne! —exclamó con una carcajada.

Era el ritual del tiro de lanza.

La del que fuera mi guardián salió despedida tras chocar contra el escudo del extraño, clavándose inútil en el suelo. La del contrincante consiguió hundirse en su escudo; entonces, con un veloz movimiento, sin darle tiempo a deshacerse de él, agarró la lanza por el asta, alzándola en el aire y derribándolo a sus pies. La espada del recién llegado se hundió sin piedad en la garganta de su oponente, bajo su casco.

Dejando a un lado su propio escudo, con la espada en ristre, aguardaba en pie.

El otro, enfurecido, desenvainó desafiándole, y en un instante ambos estaban enzarzados en un terrible cuerpo a cuerpo.

En mi horror, comprendí que no eran humanos, no lo que yo entendía por humanos. Eran guerreros brutales, bestias.

El miedo me hizo gritar.

Siempre había tenido miedo de las hojas metálicas, incluso de un simple cuchillo. Ahora me encontraba, de rodillas, desnuda e indefensa, ante dos hombres fieros, fuertes y expertos en el arte de blandir el acero.

Peleaban.

Uno de ellos retrocedió, gruñendo, cayendo de rodillas para quedar tendido, retorciéndose de dolor, sobre la hierba, con ambas manos en el vientre y la espada abandonada a un lado.

El extraño también retrocedió, con su espada ensangrentada para observarlo mejor.

El barbudo, desde el suelo, levantó el escudo.

El extraño se dirigió hacia el escudo de su primer rival para extraer su lanza. Su enemigo yacía doblado sobre sí mismo; se mordía, sangrando, el labio superior para no chillar de dolor; sus manos plegadas sobre su medio partido cinturón, la hierba teñida de rojo a su alrededor.

En el instante en que el vencedor arrancaba su arma del escudo, el barbudo se levantó, gritando salvajemente, corriendo hacia él con la lanza en la mano.

Antes de que yo pudiera reaccionar, el extraño ya se había puesto en guardia. En el momento en que el grito de terror escapaba de mis labios, la lanza pasó rozando el casco del extraño, quien se apartó del escudo. El de la barba palideció. El otro no corrió hacia él, sino que se mantuvo en su posición, en guardia. Con su espada hizo un gesto indicando que la lucha recomenzaba.

Con un alarido de rabia, el barbudo se le acercó corriendo, protegiéndose con el escudo y la espada horizontal. El extraño ya no estaba ahí. Dos veces más atacó, pero su rival parecía desaparecer del punto donde se debía de haber producido el choque. A la cuarta embestida, éste se hallaba detrás de él, a su izquierda. Se miraron, desafiantes.

La lucha se volvió a entablar.

Entonces me di cuenta, como no lo había hecho antes, de la habilidad del extraño. Se había reservado hasta el final, y con un sutil y experto golpe dejó a su rival tendido, mirándole humillado, comprendiendo que si no había acabado ya con él era porque había decidido dejarlo con vida. Atada, de rodillas en el círculo, me alegré de comprobar que el extraño era en realidad el amo de los otros dos. Con toda la autoridad de su mirada, le obligó a desarmarse y a cargar con el cuerpo de su compañero, no sin haber dejado antes también sus armas a un lado. Con él a cuestas, se alejó lentamente.

El extraño permanecía en pie, observando su partida hasta que desaparecieron en la distancia.

Terminó de arrancar su lanza del escudo, la enarboló como un estandarte. Luego se sentó junto a él.

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