La esfinge de los hielos (6 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: La esfinge de los hielos
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Aparte de esto, de estar yo deseoso de conversación, hubiérame bastado dirigirme al contramaestre, siempre dispuesto a ello. Pero ¿qué podía decirme que me interesara? Añadiré que nunca dejaba de darme los buenos días y las buenas noches…, y después… ¿Estaba yo contento de la vida a bordo? ¿Hallaba buena la cocina? ¿Quería que él recomendase ciertos platos a Endicott?…

—Se lo agradezco a usted mucho, Hurliguerly —le respondí un día—. Lo de costumbre me basta… Es muy aceptable y yo no era mejor tratado en casa de su amigo el posadero del
Cormorán Verde.

—¡Ah!… ¡Ese diablo de Atkins! ¡Un buen hombre en el fondo!

—Tal es mi opinión.

—¿Se concibe, señor Jeorling, que él, un americano, haya consentido en enterrarse en las Kerguelen con su familia?

—¿Y por qué no?

—¿Y que se encuentre dichoso?

—Eso no me extraña, contramaestre.

—Pues yo aseguro que si Atkins me propusiera cambiar su vida por la mía, él saldría perdiendo, pues yo me lisonjeo de pasarla muy agradablemente.

—¡Sea enhorabuena, Hurliguerly!

—¡Eh! Ya sabe usted que estar a bordo de un navío como la
Halbrane
es una suerte que no se halla dos veces en la vida… Nuestro capitán no habla mucho, es cierto; nuestro lugarteniente usa aun menos de la lengua.

—Ya lo he notado.

—No importa, señor Jeorling; son dos bravos marinos, se lo aseguro a usted. Tendrán un verdadero disgusto cuando usted desembarque en Tristán…

—Me produce un gran placer oírle a usted hablar así, contramaestre.

—Y advierta usted que tal cosa no tardará con está brisa Sudeste y una mar que sólo se levanta cuando los cachalotes y ballenas la sacuden… Ya lo verá usted, señor Jeorling. No emplearemos más de diez días en recorrer las mil trescientas millas que separan a las Kerguelen de las islas del Príncipe Eduardo, ni quince en las dos mil trescientas que separan estas últimas de Tristán de Acunha.

—No hay que tener seguridad, contramaestre. Es preciso que el tiempo persista, y quien quiera mentir no tiene más que predecir el tiempo. Es un dicho marino que conviene conocer.

Fuera lo que fuera, el buen tiempo persistió. Así es que en la tarde del 18 de Agosto, el vigía señaló a estribor las montañas del grupo Crozet, por 42° 59' de latitud Sur, y 47° de longitud Este, cuya altura está comprendida entre 600 y 700 toesas sobre el nivel del mar.

Al día siguiente dejamos a babor las islas Posesión y Schveine, frecuentadas solamente durante la estación de la pesca, y que en aquella época tenían por únicos habitantes pájaros, bandadas de pingüinos, y de esos chionis cuyo vuelo es semejante al de la paloma.

Al través de las caprichosas ensenadas del monte Crozet se mostraban espesas y rugosas sábanas de hielo, y durante algunas horas aun pude ver sus contomos. Después todo quedó reducido a una última blancura, trazada en la línea del horizonte, sobre la que se redondeaban las nevadas cumbres del grupo.

La proximidad de tierra es un incidente marítimo que siempre tiene interés. Acometióme la idea de que el capitán Len Guy hubiera tenido allí la ocasión de romper el silencio con su pasajero. No lo hizo.

De realizarse los pronósticos del contramaestre, no transcurrirían tres días sin que los picos de la isla Marión y de la isla del Príncipe Eduardo fuesen vistas en el Noroeste. Por lo demás, en ellas no se haría escala. Hasta Tristán de Acunha la
Halbrane
no renovaría su provisión de agua.

Yo pensaba que la monotonía de nuestro viaje no sería interrumpida por ningún incidente de mar ni de otra clase.

Pero en la mañana del 30, estando de guardia Jem West, después de la primera observación del ángulo horario, el capitán Len Guy, con gran sorpresa mía, subió al puente, siguió uno de los pasadores y fue a colocarse a popa ante la bitácora, cuyo cuadrante miró más por costumbre que por necesidad.

¿Había yo sido visto por el capitán? Lo ignoro; pero lo cierto es que mi presencia no atrajo su atención.

Por mi parte, yo estaba resuelto a no ocuparme de él más de lo que él se ocupaba de mí, y quedé inmóvil con los codos apoyados en la vagara.

El capitán Len Guy dio algunos pasos, inclinóse por encima del empalletado, y observó la larga estela que dejaba la goleta, semejante a una cinta de blanco encaje estrecho y plano; de tal modo la suave andadura de la goleta se sustraía rápidamente a la resistencia de las aguas.

En tal sitio no se podía ser oído entonces más que de una persona: del timonel Stern, que, con la mano sobre la rueda, mantenía la
Halbrane
contra las caprichosas embestidas del mar.

El capitán no pareció preocuparse de él, pues se aproximó a mí, y en voz baja me dijo:

—Caballero, desearía hablar con usted.

—Estoy dispuesto a escucharle, capitán.

—Soy poco hablador… y hasta hoy no me he decidido a hacerlo. Además, ¿le hubiera a usted acaso interesado mi conversación?

—Ha hecho usted mal en dudarlo… Su conversación será, sin duda, muy interesante para mí. Creo que él no vio ironía alguna en mi respuesta; por lo menos no lo demostró.

—Le escucho a usted —añadí.

El capitán Len Guy pareció dudar, mostrando la actitud de un hombre que en el momento de decidirse a hablar se pregunta si no sería mejor dejar de hacerlo.

—Señor Jeorling —dijo al cabo—, ¿no ha buscado usted la razón del cambio operado en mí en lo que a su embarque se refiere?

—La he buscado, en efecto; pero no la he encontrado, capitán. Tal vez por ser usted inglés, y no teniendo motivo para complacer a quien no era compatriota de usted…

—Señor Jeorling, precisamente porque usted es americano me he decidido a ofrecerle pasaje en la
Halbrane.

—¿Porque soy americano? —respondí bastante sorprendido de tal confesión.

—Y también… porque es usted natural del Connecticut.

—Confieso a usted que aun no comprendo…

—Lo habrá usted comprendido si añado que he pensado que por ser usted del Conecticut, por haber visitado la isla de Nantucket, era posible que usted hubiera conocido a la familia de Arthur Gordon Pym.

—¿El héroe cuyas sorprendentes aventuras ha referido nuestro novelista Edgard Poe?

—El mismo, caballero… Narración que él ha hecho de acuerdo con el manuscrito en que se relataban los detalles del extraordinario y desastroso viaje por el mar antártico.

Yo creí soñar al oír al capitán Len Guy expresarse en tales términos.

¿Cómo? ¿El creía en la existencia de un manuscrito de Arthur Pym? ¿Acaso la novela de Edgard Poe es otra cosa que una ficción, una obra imaginativa del más prodigioso de nuestros escritores de América? ¿Había un hombre de buen sentido que admitía tal fábula como realidad?

Quedé sin responder, preguntándome
in petto
con quién tenía que habérmelas.

—¿Ha comprendido usted mi pregunta? —insistió el capitán Len Guy.

—Sí… Sin duda… capitán…, sin duda…; pero no sé si…

—Se la voy a repetir a usted en términos más claros, señor Jeorling, pues deseo una respuesta formal.

—Tendré mucho gusto en complacer a usted.

—Le pregunto, pues, si en el Connecticut ha conocido usted personalmente a la familia Pym, que habitaba en la isla Nantucket y estaba unida a uno de los más honrados procuradores del Estado. El padre de Arthur Pym, proveedor de la marina, pasaba por ser uno de los principales negociantes de la isla. Su hijo fue el que se lanzó a las extrañas aventuras cuya relación ha recogido Edgard Poe de sus labios.

—Y hubieran podido ser aun más extrañas, capitán, puesto que tal historia es producto de la poderosa imaginación de nuestro gran poeta. De pura invención.

—¡De pura invención!

Y al pronunciar estas palabras el capitán Len Guy, encogiéndose de hombros, tres veces dio a cada sílaba la nota de una escala ascendente.

—De modo —añadió— ¿que usted, señor Jeorling, no cree?…

—Ni yo ni nadie lo cree, capitán Guy, y es usted el primero al que he oído sostener que no se trata de una novela.

—Escúcheme usted, señor Jeorling —si «esa novela», como usted la llama, no ha aparecido hasta el año último, no deja por eso de ser una realidad. Si han transcurrido once años desde los sucesos que relata, no son por eso menos verdaderos, y se espera siempre la clave de un enigma que tal vez jamás será conocido.

Decididamente el capitán Len Guy estaba loco, y bajo la influencia de una crisis que producía el desequilibrio de sus facultades mentales. Afortunadamente, si había perdido la razón, Jem West podía reemplazarle en el mando de la goleta. Por lo que a mí se refiere, no teniendo otra cosa que hacer sino escucharle, y conociendo la novela de Edgard Poe por haberla leído varias veces, sentía curiosidad de saber qué iba a decir de ella el pobre capitán.

—Y ahora, señor Jeorling —continuó con tono más vivo y un temblor de voz que denotaba cierta excitación nerviosa—, ¿es posible que no haya conocido usted a la familia Pym, que no la haya usted encontrado ni en Hartford ni en Nantucket?

—Ni en ninguna parte —respondí.

—¡Sea; pero guárdese usted de afirmar que está familia no ha existido, que Arthur Gordon no es más que un personaje, ficticio, que su viaje no es más que un viaje imaginario! ¡Sí! ¡Guárdese usted de esto, como de negar los dogmas de nuestra santa religión! ¿Acaso un hombre ni aun siendo vuestro Edgard Poe hubiera sido capaz de imaginar, de inventar, de crear?…

Notando la creciente excitación del capitán, comprendí la necesidad de respetar su monomanía y de aceptar sus dichos sin discusión.

—Por lo pronto —afirmó—, retenga usted bien los hechos que voy a precisar. Son pruebas evidentes, y no hay que disentirlas. Usted sacará de ellas las consecuencias que guste; pero espero que no me hará usted lamentarme de haberle dado pasaje a bordo de la
Halbrane.

Estaba bien advertido o hice un gesto de aquiescencia… ¡Hechos… hechos salidos de un cerebro desquiciado! Esto prometía ser curioso.

—Cuando la relación de Edgard Poe apareció en 1838, yo me encontraba en Nueva York —continuó el capitán Len Guy—. Inmediatamente partí para Baltimore, donde vivía la familia del escritor, cuyo abuelo había servido como cuartel maestre general durante la guerra de la Independencia. ¿Supongo que admitirá usted la existencia de la familia de Edgard Poe, aunque niegue usted la de la familia Pym?

Guardé silencio, prefiriendo no interrumpir más las divagaciones de mi interlocutor.

—Me informó —continuó— de algunos detalles relativos a Edgard Poe. Se me mostró su casa. Me presenté en ella. Primera decepción. Había abandonado a América en aquella época, y no pude verle.

Pensé que el lance era de lamentar, pues, dada la maravillosa aptitud que Edgard Poe poseía para el estudio de los distintos géneros de locura, hubiese encontrado un buen tipo en nuestro capitán.

—Desgraciadamente —prosiguió éste—, no habiendo conseguido encontrar a Edgard Poe, me era imposible hablar con él.

Arthur Gordon Pym. Este, atrevido explorador de las tierras antárticas había muerto; y como el poeta americano declaraba al final de la relación de sus aventuras, esta muerte era ya conocida del público gracias a las comunicaciones de la prensa diaria.

Lo que decía el capitán Len Guy era verdad; pero, de acuerdo con todos los lectores de la novela, yo pensaba que tal declaración no era más que un artificio del novelista. En mi opinión, no pudiendo o no atreviéndose a dar desenlace a tan extraordinaria obra imaginativa, el autor daba a entender que los tres últimos capítulos no le habían sido entregados por Arthur Pym, el cual había terminado su existencia en circunstancias repentinas y deplorables, que el antor no daba a conocer.

—Así, pues —continuó el capitán Len Guy—, ausente Edgard Poe y muerto Arthur Pym, no me quedaba más que un recurso: encontrar al hombre que había sido el compañero de viaje de Arthur Pym, ese Dirk Peters, que le había seguido hasta el último punto de las altas latitudes, de donde ambos habían vuelto… ¿Cómo?… Se ignora. Arthur Pym y Dirk Peters, ¿habían regresado juntos?

La relación no lo explica; allí hay puntos obscuros. Sin embargo, Edgard Poe declaraba que Dirk Peters podía dar algunas noticias relativas a los capítulos no comunicados, y que residía en Illinois. Partí en seguida para Illinois, llegué a Springfield; me informé de aquel hombre, que era un mestizo de origen indio. Habitaba la aldea de Vandalia… Fui allá…

—¿Y no estaba? —no pude menos de responder sonriendo.

—Segunda decepción: no estaba… Desde hacía algunos años aquel Dirk Peters había abandonado a Illinois, y hasta a los Estados Unidos…, para ir… no se sabía dónde. Pero yo he hablado en Vandalia con gentes que le habían conocido, entre los que había vivido últimamente, a los que había contado sus aventuras, sin haberse jamás explicado sobre el desenlace, el secreto del cual posee él únicamente.

¡Cómo!… ¿Aquel Dirk: Peters había existido? ¿Existía aun? ¡Estuve a punto de dar crédito a las afirmaciones del capitán de la
Halbrane
! Sí… Un momento más y yo me embarullaba también.

He aquí, pues, la absurda historia que ocupaba el cerebro del capitán Len Guy y el trastorno intelectual a que había llegado. Se figuraba haber hecho aquel viaje a Illinois, haber visto en Vandalia a gente que había conocido a Dirk Peters. No dudaba yo que el tal personaje hubiera desaparecido, pues no existió nunca más que en la imaginación del novelista.

Sin embargo, yo no quería contrariar al capitán Len Guy ni provocar en él una nueva crisis. Así, es que adopté la actitud de creer lo que decía, hasta cuando añadió:

—No ignorará usted, señor Jeorling, que en el libro se habla de una botella, que contenía un pliego lacrado, que el capitán de la goleta en la que Arthur Pym se embarcó había depositado al pie de uno de los picos de las Kerguelen…

—Efectivamente, así se cuenta —respondí.

—Pues bien; en uno de mis últimos viajes he buscado el sitio en que está botella debía estar… y la he encontrado, así como el pliego… y el tal pliego dice que el capitán y Arthur Pym harían todos los esfuerzos posibles para tocar en los extremos límites de la mar antártica.

—¡Usted ha encontrado esa botella! —pregunté yo vivamente.

—¡Sí!

—¿Y el pliego que contenía?

—¡Sí!

Miré al capitán Len Guy. Positivamente, como otros monomaniacos, había llegado al extremo de creer sus propias invenciones. Estuve a punto de decirle: Veamos ese pliego… Pero me detuve. ¿No era capaz de haberle escrito él mismo?

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