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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (24 page)

BOOK: La Estrella de los Elfos
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—¿De veras? —Paithan la miró con una expresión tan extraña y penetrante que esta vez fue ella quien dio un paso atrás—. ¿De veras tardará mucho en volver?.

—Yo no... —titubeó Rega.

Paithan se lanzó sobre ella, la agarró por los hombros y la besó con fuerza, hundiendo los dientes en sus labios carnosos. Sabían a jugo de bayas y a sangre.

Rega se debatió, tratando de desasirse. Por supuesto: tenía que fingir cierta resistencia.

—¡No luches! —le susurró—. ¡Te quiero! ¡No puedo vivir sin ti!.

El elfo esperaba que ella se derritiera, que gimiera, que lo cubriera de besos. Entonces aparecería Roland, confuso, horrorizado y dolido. Sólo el dinero calmaría el dolor de la traición.

«¡Entonces me echaré a reír!», se dijo. «¡Me reiré de los dos y les diré dónde se pueden meter el dinero...!».

Pasando un brazo por la espalda de la mujer, el elfo apretó el cuerpo semidesnudo de ésta contra el suyo. Con la otra mano, tentó sus carnes.

Un violento rodillazo en la entrepierna hizo doblarse de dolor al elfo. Unos puños contundentes lo golpearon en las clavículas, haciéndolo retroceder y mandándolo al suelo entre la maleza.

Inflamada de ira, con ojos llameantes, Rega se plantó junto a él.

—¡No se te ocurra volverme a tocar! ¡No te acerques a mí! ¡Ni me dirijas la palabra!.

Sus negros cabellos se erizaron como la piel de un gato asustado. Dio media vuelta sobre sus talones y se alejó a grandes zancadas.

Mientras rodaba de dolor por el suelo, Paithan tuvo que reconocer que aquello le había dejado absolutamente perplejo.

Al regreso de su búsqueda de un pasaje más conveniente para el descenso, Roland avanzó sigilosamente por el musgo con la esperanza, una vez más, de sorprender a Rega y a su «amante» en una situación comprometedora. Llegó al lugar del camino donde había dejado a su hermana y al elfo, aspiró profundamente para lanzar el alarido de indignación de un esposo ultrajado y echó un vistazo, oculto tras las hojas de un frondoso arbusto. De inmediato, soltó el aire con gesto de decepción y desesperación.

Rega estaba sentada al borde del precipicio de musgo, encogida en un ovillo como una ardilla de lomo erizado, con la espalda encorvada y los brazos cogidos con fuerza en torno a las rodillas. Observó su rostro de perfil y, ante su expresión sombría y turbulenta, casi imaginó todo su cuerpo rodeado de púas como un erizo. El «amante» de su hermana estaba lo más lejos posible de ella, al otro extremo del claro, y Roland advirtió que estaba inclinado en una postura bastante extraña, como protegiéndose alguna parte del cuerpo dolorida.

—¡Ésta es la manera más extraña de llevar un asunto de amor que he visto nunca! —Murmuró Roland para sí—. ¿Qué tengo que hacer con ese elfo? ¿Pintarle la escena? ¡Tal vez los bebés elfos aparezcan realmente en el portal de la casa de sus padres en plena noche! O tal vez es eso lo que él piensa. Será preciso que ese elfo y yo tengamos una conversación de hombre a hombre, parece.

—¡Eh! —Gritó, pues, apareciendo de entre la jungla acompañado de un gran estrépito—. He encontrado un sitio, un poco más abajo, donde sobresale de la pared de musgo algo parecido a una cornisa de roca. Podemos llevar los cestos hasta allí y luego seguir bajándolos hasta el fondo. ¿Qué te sucede? —añadió mirando a Paithan, que caminaba encorvado y con movimientos cautelosos.

—Se ha caído —dijo Rega.

—¿De veras? —Roland, que se había encontrado en el mismo trance tras un encuentro con una camarera poco amistosa, observó a su hermana con aire suspicaz. Rega no se había negado abiertamente a llevar adelante el plan para seducir al elfo pero, cuanto más pensaba en ello, mejor recordaba que tampoco había dicho explícitamente que lo cumpliría. Pese a ello, no se atrevió a decir nada más. La cara de Rega parecía petrificada por un basilisco y la mirada que dirigió a su hermano también podría haberlo convertido en estatua.

—Sí, me he caído —afirmó Paithan con voz cuidadosamente inexpresiva—. Yo... hum... he tropezado con una rama baja.

—¡Uaj! —Roland le hizo un guiño de complicidad.

—Sí, ¡uaj! —repitió Paithan. El elfo no miró a Rega, ni ésta a él. Con las facciones tensas y las mandíbulas encajadas, los dos tenían la vista fija en Roland. Pero ninguno de los dos parecía verlo.

Roland se quedó totalmente desconcertado. No se creía lo que le estaban diciendo y le habría gustado mucho interrogar a su hermana y sacarle la verdad de lo sucedido, pero no podía llevarse aparte a Rega para tener una conversación con ella sin despertar las sospechas del elfo.

Y, además, Roland no estaba muy seguro de desear un encuentro a solas con Rega cuando ésta se ponía de aquella manera. El padre de Rega había sido el carnicero del pueblo y el de Roland, el panadero. (La madre de ambos, pese a todos sus deslices, siempre había procurado que su familia estuviera bien alimentada). Había momentos en que Rega mostraba un asombroso parecido con su padre. Y éste era uno de esos momentos. Roland casi pudo verla ante una res recién sacrificada, con un brillo sediento de sangre en la mirada.

El humano tartamudeó e hizo un gesto vago con la mano.

—El... hum... el lugar que he encontrado está en esa dirección, no muy lejos de aquí. ¿Crees que podrás llegar hasta allí?.

—¡Sí! —Paithan apretó los dientes.

—Iré a ocuparme de los tyros —intervino Rega.

—El elfo podría ayudarte con los animales... —apuntó Roland.

—¡No necesito que nadie me ayude! —replicó Rega.

—¡No necesita que nadie la ayude! —asintió Paithan en un murmullo.

Rega se alejó en una dirección y el elfo lo hizo en la contraria. Ninguno de los dos se volvió a mirar al otro. Roland se quedó solo en medio del claro, acariciándose la barba cerdosa, entre rubia y pardusca.

—En fin, parece que andaba equivocado —murmuró para sí—. A Rega no le gusta el elfo, en realidad. Y me parece que su desagrado empieza a provocar la misma reacción en Paithan. Con lo bien que parecían ir las cosas entre ellos... ¿Qué habrá sucedido? Cuando Rega está de ese humor, no sirve de nada tratar de hablar con ella. Pero debe de haber algo que yo pueda hacer...

Le llegó la voz de su hermana suplicando y halagando a los tyros, tratando de convencer a los reacios animales de que se pusieran en movimiento. Y vio a Paithan, que avanzaba renqueante junto al borde del despeñadero de musgo, volver la cabeza y dirigir una mirada de aversión a Rega.

—Sólo se me ocurre una cosa que puedo hacer —continuó murmurando Roland—. Seguir fomentando los encuentros a solas entre ellos dos. Tarde o temprano, algo sucederá.

CAPÍTULO 17

EN LAS SOMBRAS,

GUNIS

—¿Estás seguro de que eso es una roca? —preguntó Paithan, escrutando en la penumbra una cornisa de color blanco grisáceo que asomaba debajo de su posición, apenas visible entre una maraña de hojas y enredaderas.

—Claro que estoy seguro —contestó Roland—. Recuerda que nosotros ya hemos hecho esta ruta anteriormente.

—Es que no he oído hablar nunca de formación de roca tan arriba en la jungla.

—Recuerda que ya no estamos tan arriba, precisamente. Hemos descendido un trecho considerable, desde el inicio del viaje.

__ ¡Escuchad! Quedándonos aquí a contemplar el panorama no vamos a ninguna parte —intervino Rega con los brazos en jarras—. Ya llevamos ciclos de retraso respecto a la fecha de la entrega y podéis estar seguros de que ese Barbanegra va a exigirnos una rebaja en el precio. ¡Si tú tienes miedo, elfo, bajaré yo!.

—No, lo haré yo —replicó Paithan—. Peso menos que tu y, si la cornisa es inestable, podré...

__ ¡Que pesas menos que yo! —lo interrumpió ella—. ¿Acaso insinúas que estoy gor...?.

—Bajaréis los dos —intervino Roland en tono conciliador—. Primero os descolgaré a ambos hasta la cornisa; desde allí, tú, Paithan, ayudarás a Rega a descender hasta el fondo. Luego, iré bajando los cestos hasta la roca y tú te encargarás de pasarlos a mi her..., hum..., a mi esposa.

—Mira, Roland, yo opino que el elfo debería descolgarnos a ti y a mí y...

—Sí, Hojarroja. A mí también me parece que esto último es la mejor solución...

—¡Tonterías! —lo cortó Roland, complacido de su tortuosa estratagema y tramando nuevos planes para la pareja—. Yo soy el más fuerte de los tres y el trecho hasta la cornisa es el más largo del descenso. ¿Tenéis algo que decir a esto?.

Paithan dirigió una mirada furiosa al humano, observó su rostro atractivo de mandíbulas cuadradas y sus poderosos bíceps y mantuvo la boca cerrada. Rega no miró siquiera a su hermano; mordiéndose el labio, cruzó los brazos y clavó la vista en las lóbregas sombras de la jungla que se adivinaba a sus pies.

El elfo fijó una cuerda en torno a una rama gruesa, se ciñó el otro extremo a la cintura y saltó del borde del precipicio casi sin dar tiempo a que Roland agarrara la cuerda para controlar su descenso. Bajó a saltos, amortiguando ágilmente con las piernas los golpes contra las paredes verticales de musgo, mientras Roland sujetaba la cuerda para que Paithan no oscilara demasiado.

De pronto, desapareció la tensión de la cuerda y se escuchó la voz del elfo desde muy abajo:

—¡Muy bien! ¡Ya he llegado! —Tras unos instantes de silencio, los humanos volvieron a oír su voz, entre disgustada y asqueada—. ¡Esto no es una roca! ¡Es un maldito hongo!.

—¿Un qué? —gritó Roland, asomándose al precipicio cuanto se atrevía.

—¡Un hongo! ¡Una seta gigante!.

Al percatarse de la mirada colérica que le dirigía su hermana, Roland se encogió de hombros.

—¿Cómo iba a saberlo? —murmuró.

—De todos modos, me parece que es lo bastante resistente como para utilizarlo de plataforma —prosiguió Paithan tras otra breve pausa. Los dos humanos captaron algo más acerca de que habían tenido «una suerte increíble», pero las palabras se perdieron entre la vegetación.

—Es todo lo que necesitábamos saber —comentó Roland con aire animoso—. Muy bien, her...

—¡Deja de llamarme así! ¡Hoy ya lo has hecho dos veces! ¿Qué te propones?.

—Nada. Lo siento. Es sólo que tengo muchas cosas en la cabeza. Vamos, es tu turno.

Rega se anudó la cuerda a la cintura, pero no se descolgó de inmediato por el borde. Echando un vistazo a la jungla que tenía detrás, se estremeció y se frotó los brazos.

—Odio todo esto.

—No haces más que repetirlo y ya te estás poniendo pesada. A mí tampoco me entusiasma, pero cuanto antes terminemos, antes podremos volver donde luce el sol.

—No..., no es sólo la oscuridad de aquí abajo. Se trata de algo más. Algo anda mal, ¿no lo notas? Hay demasiado..., demasiado silencio.

Roland hizo una pausa, miró a su alrededor y prestó atención. Su hermana y él habían pasado juntos tiempos difíciles. El mundo exterior se había mostrado esquivo con ellos desde la cuna y los dos hermanos habían aprendido a confiar únicamente el uno en el otro. Rega poseía una percepción intuitiva, casi animal, respecto a las personas y a la naturaleza. Las pocas veces que Roland, el mayor de los dos, había hecho caso omiso de los consejos o advertencias de su hermana, lo había lamentado. El humano conocía a fondo los bosques y, ahora que prestaba atención a la espesura, también él advertía el extraño silencio.

—Es posible que aquí abajo reine siempre esta calma —apuntó—. No corre la más leve brisa y, como estamos acostumbrados al murmullo del viento en las hojas y todo eso...

—No, no es sólo eso. Tampoco se escucha el menor sonido de animales, ni se aprecia el menor rastro de su presencia. Y ya hace casi un ciclo que han dejado de oírse. Incluso por la noche. Hasta los pájaros han enmudecido. —Rega meneó la cabeza—. Es como si todas las criaturas de la jungla se hubieran ocultado.

—Tal vez sea porque estamos cerca del reino de los enanos. Sí, tiene que ser eso, nena. Querida. ¿Qué, si no?.

—No lo sé —respondió Rega, escrutando atentamente las sombras—. No lo sé. En fin, espero que tengas razón. ¡Vamos allá! —añadió de improviso—. ¡Acabemos de una vez!.

Roland ayudó a su hermana a saltar del borde del precipicio y Rega descendió con la misma soltura que Paithan. Al llegar abajo, el elfo alzó las manos para ayudarla a posarse en el hongo, pero la mirada que ella le lanzó con sus ojos oscuros le advirtió que era mejor que se apartara. Rega aterrizó ágilmente en la amplia plataforma que constituía el hongo y en sus labios apareció una leve mueca de asco al observar la desagradable masa blanca grisácea en la que se apoyaban sus pies. La cuerda, que Roland soltó desde arriba, cayó a sus pies formando un ovillo. Paithan empezó a atar la cuerda a una rama de la pared del precipicio.

—¿A qué está adherido este hongo? —preguntó Rega en un tono de voz frío, desprovisto de emoción.

—Al tronco de algún árbol enorme —respondió Paithan en el mismo tono, al tiempo que señalaba las estrías de la corteza de un tronco más grueso que el elfo y la humana puestos hombro con hombro.

—¿Está firme? —quiso saber ella, asomándose al vacío, con inquietud. Abajo se divisaba otra planicie de musgo. La distancia no era excesiva si una descendía con la cuerda firmemente atada a la cintura pero, sin ella, la caída sería larga y desagradable.

—Yo, que tú, no me pondría a dar saltos —apuntó Paithan.

Rega escuchó el comentario irónico y le lanzó una mirada furiosa; luego, volvió la cabeza hacia arriba y gritó:

—¡Apresúrate, Roland! ¿Qué andas haciendo?.

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