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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (49 page)

BOOK: La Estrella de los Elfos
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El Laberinto era inteligente y tramposo. Se sabía que había enviado impostores. A Haplo sólo se le permitiría la entrada en el campamento si se ceñía estrictamente a las formas. Pese a todo, no pudo evitar lanzar una mirada furtiva a los ocupantes que se acercaron a inspeccionarlo. Sobre todo, se fijó en las mujeres. Al no distinguir de inmediato ninguna cabellera castaña, Haplo volvió a centrar la atención en su anfitrión.

—Que las puertas se abran para ti, jefe. —Haplo hizo una reverencia con las manos ante la frente.

—Y para ti. —El jefe inclinó la cabeza.

—Y para tu pueblo, jefe. —Haplo hizo otra reverencia. La ceremonia había terminado.

Desde aquel momento, Haplo quedó considerado un miembro más de la tribu. La gente continuó con sus asuntos como si tal cosa, aunque en varias ocasiones una mujer se detuvo a mirarlo, le sonrió y le indicó una choza con un gesto de cabeza. En otro momento de su vida, tal invitación habría hecho correr fuego por sus venas. Una sonrisa por su parte y habría sido llevado a la choza, alimentado y tratado con todos los privilegios de un marido. Pero, en aquella época, la sangre de sus venas parecía helada. Al no ver la sonrisa que deseaba encontrar, mantuvo su expresión cuidadosamente grave y la mujer se alejó decepcionada.

El jefe aguardó con prudencia a ver si Haplo aceptaba alguna de aquellas invitaciones. Al comprobar que no era así, le ofreció su propia choza para pasar la noche. Haplo le agradeció el ofrecimiento y, al advertir la sorpresa y el destello de cierta suspicacia en los ojos del jefe, añadió una explicación:

—Estoy en un ciclo de purificación.

El líder de la tribu asintió, comprensivo, olvidando toda sospecha. Muchos patryn, equivocados o no, creían que los encuentros sexuales debilitaban su magia. Los corredores que proyectaban adentrarse en un territorio desconocido solían efectuar un ciclo de purificación, absteniéndose de la compañía del sexo opuesto varios días antes de aventurarse en terreno inexplorado. Un ocupante que fuera a salir de caza o a afrontar una batalla lo haría también.

Haplo, personalmente, no creía en tales tonterías. Su magia nunca le había fallado, por muchos placeres que hubiera disfrutado la noche anterior. Pero resultaba una buena excusa.

El jefe condujo a Haplo a una choza confortable, cálida y seca. En el centro ardía un luminoso fuego, cuyo humo escapaba por un agujero en el techo. Su anfitrión se sentó cerca de las brasas.

—Una concesión a mis viejos huesos. Puedo correr con los jóvenes y mantener su paso, soy capaz de derribar a un karkan con las manos desnudas..., pero he descubierto que me gusta sentarme junto al fuego por la noche. Toma asiento, corredor.

Haplo escogió un lugar próximo a la entrada de la cabaña. La noche era cálida y la estancia resultaba sofocante.

—Has llegado a nosotros en un buen momento, corredor —dijo el viejo jefe—. Esta noche celebramos una unión.

Haplo murmuró la fórmula de cortesía sin apenas pensarlo. Su mente estaba ocupada en otros asuntos. Ahora que se habían observado todas las formas como era debido, podía plantear su pregunta en cualquier momento. Sin embargo, se le quedó atascada en la garganta. El jefe le preguntó por los senderos y se pusieron a hablar de los viajes de Haplo. El corredor proporcionó al viejo toda la información posible sobre la tierra que se extendía ante él.

Al caer la noche, una agitación inusual en el exterior de la cabaña recordó a Haplo la ceremonia que iba a tener lugar. Una hoguera convertía las sombras en días. La tribu debía de sentirse segura, pensó el corredor mientras seguía al jefe fuera de la choza. De lo contrario, no se habrían atrevido a encenderla. Hasta un dragón ciego podría ver su resplandor.

Se unió a la multitud congregada en torno al fuego.

Comprobó que la tribu era numerosa. No era extraño que se sintiera segura. Los centinelas de los puestos avanzados les advertirían en caso de ataque. Eran tantos que podían defenderse de casi todo, tal vez incluso de un dragón. Los niños correteaban entre los adultos, vigilados por el grupo.

Los patryn del Laberinto lo compartían todo: comida, amantes, hijos... Las promesas de unión eran votos de amistad, más parecidos a los de un guerrero que a los de matrimonio. La unión podía tener lugar entre un hombre y una mujer, entre dos hombres o entre dos mujeres. La ceremonia era más habitual entre ocupantes que entre corredores, pero, en ocasiones, estos últimos se unían también a un compañero. Los padres de Haplo habían estado unidos, y él mismo había pensado en hacerlo. Si la encontraba...

El líder de la tribu alzó los brazos reclamando silencio. La gente, incluso los niños más pequeños, callaron de inmediato. Cuando lo vio todo preparado, el jefe abrió los brazos y tomó de la mano a los que estaban a ambos lados. Todos los patryn siguieron su ejemplo hasta formar un enorme círculo alrededor de la hoguera. Haplo se unió a ellos, dando la zurda a un hombre bien formado, aproximadamente de su edad, y la diestra a una muchacha apenas adolescente, que se sonrojó intensamente al contacto con sus dedos.

—El círculo está cerrado —dijo el jefe, mirando a su pueblo con una expresión de orgullo en su rostro lleno de arrugas y curtido por la intemperie—. Esta noche nos reunimos para ser testigos de las promesas entre los dos que formarán su propio círculo. Que se acerquen.

Un hombre y una mujer abandonaron el círculo, que se cerró de inmediato tras ellos, y se adelantaron hasta el jefe. Éste también se avanzó al círculo y extendió las manos. La pareja las asió, uno a cada lado, y luego entrelazaron las suyas.

—El círculo vuelve a estar cerrado —proclamó el anciano. Miraba a la pareja con intensidad, pero su gesto era severo y grave. Los congregados en torno al trío presenciaban el acto con solemne silencio.

Haplo advirtió que estaba disfrutando de aquello. Casi siempre, y sobre todo en aquellas últimas semanas, se había sentido vacío, hueco, solo. Allí estaba a gusto, con una sensación de estar lleno. El viento frío y ululante ya no lo atravesaba con su desconsuelo. Y se descubrió sonriendo, lanzando sonrisas a todos y a todo.

—Prometo protegerte y defenderte. —Las voces de la pareja repetían los votos, uno después del otro, en un círculo de ecos—. Mi vida por tu vida. Mi muerte por tu vida. Mi vida por tu muerte. Mi muerte por tu muerte.

Pronunciados los votos, la pareja guardó silencio. El jefe de la tribu asintió, satisfecho de la sinceridad del compromiso. Tomando las dos manos que asían las suyas, las juntó.

—El círculo está cerrado —repitió, y se retiró de nuevo al seno del círculo de testigos dejando que la pareja formara su propio círculo dentro de la gran comunidad. Los dos actores de la ceremonia se sonrieron mutuamente. El círculo exterior prorrumpió en vítores y se disolvió; sus componentes se separaron para preparar la celebración.

Haplo decidió que era buen momento para hacer la pregunta y buscó al jefe, que se había acercado a la rugiente hoguera.

—Busco a una mujer —le dijo Haplo, y la describió—. Es de buena estatura y tiene el cabello castaño. Es una corredora. ¿Ha estado aquí?.

El viejo meditó la respuesta.

—Sí, ha estado aquí —dijo por fin—. Hace apenas una semana.

Haplo sonrió. No había pretendido seguirla, al menos conscientemente, pero parecía que los dos estaban recorriendo el mismo camino.

—¿Cómo estaba? ¿Tenía buen aspecto?.

El jefe le dirigió una mirada penetrante y escrutadora.

—Sí, tenía buen aspecto. Pero yo apenas la vi. Si quieres saber más, pregúntale a Antio, ese hombre de ahí. Pasó la noche con ella.

El calor desapareció. El aire era frío y el viento, cortante como una cuchilla. Haplo se volvió y vio pasar por las inmediaciones al joven bien formado con el que había unido las manos en el círculo.

—Se marchó por la mañana —añadió el jefe—. Puedo enseñarte la dirección que tomó.

—No es necesario. De todos modos, gracias —añadió Haplo para mitigar la frialdad de su respuesta. Miró a su alrededor y vio a la muchacha. Ella lo estaba observando y se sonrojó hasta las orejas al notar que el corredor la había descubierto.

Haplo volvió a la choza del jefe y empezó a recoger sus pertenencias, escasas puesto que los corredores viajaban ligeros. El jefe de la tribu lo siguió y lo observó con asombro.

—Tu hospitalidad me ha salvado la vida —dijo Haplo, siguiendo la fórmula ritual de despedida—. Antes de marcharme, te contaré lo que sé. Los informes dicen que toméis el sendero oeste hasta la Puerta cincuenta y uno. Corren rumores de que el Poderoso, el que primero ha resuelto el secreto del Laberinto, ha regresado con su magia para limpiar de obstáculos ciertas zonas y dejarlas seguras... al menos temporalmente. Sin embargo, no puedo confirmarte si los rumores son ciertos o no, puesto que yo vengo del sur.

—¿Te vas a ir ahora? ¿Con lo peligroso que es el Laberinto una vez anochece?.

—No me importa —respondió Haplo. Juntando las palmas de las manos, se las llevó a la frente en el gesto ritual. El jefe de la tribu le devolvió el saludo y Haplo dejó la choza. Se detuvo un momento en el umbral. El resplandor de la hoguera lo iluminaba todo en torno a las llamas, pero, por contraste, hacía mucho más negras las tinieblas allí donde no alcanzaba la luz. Haplo dio un paso hacia la oscuridad, cuando notó una mano en el brazo.

—El Laberinto mata lo que puede: si no alcanza nuestro cuerpo, trata de matar nuestro espíritu —dijo el viejo jefe—. Llora tu pérdida, hijo mío, y no olvides nunca de quién es la culpa. Recuerda a los que nos encarcelaron, a los que sin duda contemplan complacidos nuestros esfuerzos.

Son los sartán (...) Ellos nos trajeron a este infierno y son los responsables de esta maldad.

La mujer lo había mirado con los ojos pardos moteados de oro.
No sé. Quizá la maldad está dentro de nosotros.

Haplo abandonó el campamento de los ocupantes y continuó su carrera solitaria. No, no echaba de menos a la mujer. No la añoraba en absoluto...

En el Laberinto había ciertos árboles, llamados barantos, que producían unos frutos especialmente suculentos y nutritivos. Sin embargo, quienes recolectaban el fruto corrían el riesgo de pincharse con las espinas venenosas que lo envolvían. Las espinas penetraban muy hondas en la carne que las runas dejaban necesariamente desprotegida, y buscaban las venas. Si alcanzaban el torrente sanguíneo, el veneno que contenían podía resultar letal. Por lo tanto, aunque las espinas estaban erizadas de pequeñas púas que desgarraban la carne al ser arrancadas, era preciso extraerlas de inmediato... al precio de un dolor considerable.

Haplo creía haberse sacado la espina y le sorprendió descubrir que aún le dolía, que todavía llevaba el veneno en su cuerpo.

—No creo que te gustara la ceremonia de mi pueblo —dijo a Rega. Su voz sonó chirriante; sus ojos quedaban en sombras bajo el entrecejo fruncido—. ¿Quieres conocer nuestros votos? Son éstos: «Mi vida por tu vida. Mi muerte por tu vida. Mi vida por tu muerte. Mi muerte por tu muerte». ¿De veras quieres tomarlos?.

Rega palideció y preguntó, con cierta vacilación:

—¿Qué... qué significan? No lo entiendo.

—«Mi vida por tu vida» significa que, mientras vivamos, compartiremos la alegría de vivir con el otro. «Mi muerte por tu vida» quiere decir que estaré dispuesto a entregar mi vida por salvar la tuya. «Mi vida por tu muerte», que dedicaré mi vida a vengar tu muerte, si no puedo evitarla. «Mi muerte por tu muerte», que una parte de mí morirá cuando tu mueras.

—No es muy..., romántico —reconoció Paithan.

—El lugar del que procedo, tampoco.

—Creo que me gustaría pensarlo —dijo Rega, sin mirar al elfo.

—Sí, supongo que será lo mejor —añadió Paithan, más calmado.

La pareja abandonó el puente, esta vez sin cogerse las manos. Zifnab los contempló con afecto y se llevó la punta de la barba a los ojos para enjugar una lágrima.

—El amor hace girar el mundo —murmuró con satisfacción.


Este
mundo, no —replicó Haplo con una leve sonrisa—. ¿No es cierto, anciano?.

CAPÍTULO 33

EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES,

EQUILAN

—No sé a qué te refieres —replicó Zifnab con un bufido, y se dispuso a abandonar el puente.

—Sí, claro que lo sabes. —La mano de Haplo se cerró sobre el brazo delgado y frágil—. Y yo sé adonde vamos y tengo una idea bastante clara de lo que encontraremos cuando lleguemos. Y a ti, anciano, se te avecinan un montón de problemas.

Un ojo feroz se asomó de pronto por la ventana, con una siniestra mirada de rabia.

—¿Qué has hecho esta vez? —preguntó el dragón.

—Nada. Todo está bajo control —replicó Zifnab.

—«Bajo» parece ser la palabra clave. Quiero que sepas que tengo un hambre terrible.

El ojo del dragón se cerró y desapareció. Haplo notó una vibración en la nave bajo la creciente y siniestra presión del cuerpo del dragón, enrollado en torno al casco.

Zifnab se contrajo; su débil esqueleto se encogió sobre sí mismo y lanzó una mirada nerviosa al dragón.

—¿Lo has notado...? No ha dicho «mi señor». Mala señal. Muy mala señal.

Haplo soltó un gruñido. Un dragón furioso, ¡lo que faltaba! De la parte inferior de la nave le llegaron unos gritos encolerizados, seguidos de un estrépito, un golpe sordo y una exclamación.

—Me parece que acaban de anunciar los proyectos de boda. —¡Oh, no! —Zifnab se quitó el sombrero y empezó a retorcerlo entre sus dedos temblorosos, al tiempo que lanzaba una mirada de súplica a Haplo—. ¿Qué voy a hacer?.

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