La evolución Calpurnia Tate (16 page)

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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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—Calpurnia —dijo mamá días después, en un tono que yo temía—, creo que es hora de que aprendas a tejer bufandas y calcetines. No hay nada como unos buenos y gruesos calcetines hechos por unas manos amorosas. Si empezamos ahora, te dará tiempo de regalar un par a cada uno de tus hermanos para Navidad, y quizá también a papá y al abuelo. ¿No te gustaría? Trae tu bolsa de tejer, que nos sentaremos en el salón.

Cuánta presión.

Suspiré y dejé la lupa. Justo estaba colocando un ejemplar particularmente hermoso de mariposa Viceroy en un cristal enmarcado para colgarlo junto a los especímenes del abuelito en la biblioteca, pero afuera llovía y un trabajo tan delicado requería luz del sol directa.

Mamá pareció complacida al sacar de su bolsa las madejas de lana con agujas clavadas de todos los tamaños. La lana era de un bonito y oscuro marrón chocolate y estaba recogida en grandes madejas. Ella se sentó con las manos alzadas como palas y yo fui desenrollando las madejas y las ovillé formando una bola. Aunque no me excitaba la perspectiva de tejer calcetines, el rítmico ir y venir de la lana resultaba hipnótico, y tuve que admitir a regañadientes que tal vez no fuese la peor forma de pasar un día de lluvia. Tal vez. A mamá también la vi tranquila y relajada con ese eterno ritual doméstico; tejer siempre parecía suavizarle las migrañas, y así no necesitaba dosis tan frecuentes de Lydia Pinkham. El clima era un poco más frío. Aunque no estaba justificado, un pequeño fuego de leños de pacana ardía en la chimenea para alimentar la ilusión de que el verano ya quedaba muy atrás. Travis entró con Jesse James y Billy el Niño. Agitó un poco de lana delante de ellos y enseguida los tuvo saltando de aquí para allá y revolcándose en la alfombra. Vino Lamar y, a petición de mamá, puso unas canciones de Schubert en el gramófono.

—Empezaremos con unos calcetines para Jim Bowie, ¿de acuerdo? —propuso mamá—. Unos pequeños y lisos; ya aprenderemos estampados más adelante. En filas de... va, pongamos cuarenta puntos, y empezaremos por la pantorrilla.

Me pasó cuatro agujas diminutas de tejer.

—¿Cuatro? —fruncí el ceño—. ¿Qué hago con cuatro? 

—Tejer en un círculo perpetuo en vez de volver al final de la fila.

¡Socorro! ¡Si yo ya era bastante patosa con dos agujas! Aquello iba a ser peor de lo que creía. Mamá emitía sonidos de ánimo mientras yo componía la primera fila de mi primer calcetín. Había tantos extremos puntiagudos de agujas asomando en ángulos inesperados que era como hacer malabares con un puercoespín.

—Mira —dijo—, si te enrollas la lana en el dedo anular, así, es más fácil controlar la tensión y los puntos salen uniformes.

Procuré hacerlo tal como me decía y, la verdad, la siguiente fila me quedó mejor. Y la de después, mejor todavía. Observé que, cuando cogías cierto ritmo, los puntos fluían de la aguja de modo que ya estabas recogiendo el siguiente antes de darte cuenta.

—Ahora empieza a cerrar para que te quede más estrecho hacia el tobillo. Así, muy bien.

Despacio —sumamente despacio—, la masa de lana empezó a tomar forma en mis manos. Transcurrió la tarde y, aunque no la calificaría de divertida, no fue tan terrible como me había temido. Cuando terminó, había tejido una cosita marrón de aspecto gracioso. La sostuve en alto para inspeccionarla y decidí que parecía bastante calcetinesco. A mamá se la veía muy contenta. Dijo:

—Es igual que el primero que hice yo a tu edad.

—Bueno, pues ya está —concluí mientras recogía mi bolsa de costura—. Terminado.

—¿Cómo que terminado? ¿Adónde vas? —La miré sin comprender—. Ahora empezaremos el otro.

—¿El otro? —aullé. ¿Estaba loca? ¡Me había llevado horas hacer ése!

—Desde luego que sí, y ten la bondad de no alzar la voz de ese modo. ¿Qué va a hacer Jim Bowie con un solo calcetín? 

—No lo sé —dije. Y deseé añadir: «Ni me importa. A lo mejor puede usarlo como muñeco».

—¿Y los demás chicos? ¿Y papá? ¿Y el abuelo? —preguntó.

Hice cuentas. Había seis hermanos además de papá y el abuelito, lo que en total sumaba muchos pies. Eso implicaba tejer al día siguiente, y al otro y al otro. La cabeza me dio vueltas. Vi toda mi vida dedicada a eso, vi calcetines que se extendían hasta el horizonte infinito, vi un valle abismal de tedio tejedor. Me empecé a marear.

—Por favor, mamá, déjame hacerlo mañana —supliqué en un tono lastimero—. Creo que se me ha cansado la vista.

La vi tan preocupada ante este hecho, que me di cuenta de que acababa de tocar alguna fibra. Quizá se le hiciera insoportable la idea de añadir unos anteojos a los rasgos poco prometedores de su única hija. Fue un pequeño pero útil aprendizaje, que me apunté como futuro recurso. A lo mejor también podría servirme de las migrañas.

—Está bien —cedió—, ya basta por hoy.

Recogí mi bolsa de costura y me fui de allí antes de que a mamá se le ocurriera alguna otra habilidad casera que enseñarme. Llevé la bolsa a mi cuarto y bajé corriendo al laboratorio ya oscuro, pero el abuelito no estaba ahí. Seguro que estaba recogiendo plantas. Los días lluviosos eran un buen momento para hacerlo; en cambio era imposible encontrar vida animal o insectívora, porque todos los bichos se esfumaban con la lluvia y se escondían hasta que volviera a salir el sol. Encendí una lámpara y me senté en su raído sillón de muelles para contemplar los destellos de las filas de botellas. La lluvia tamborileaba en el techo como un arrullo.

Cuando me desperté, el abuelito estaba colgando de un clavo su impermeable chorreante.

—Buenas tardes, Calpurnia. ¿Estás bien?

—Sí, señor, pero me he cansado de todo lo que he tenido que tejer hoy.

—¿Y te ha gustado?

—No es lo peor del mundo —reconocí—, pero es que tengo que trabajar un montón. Se supone que he de hacer calcetines para todos antes de Navidad, y eso es una cantidad de calcetines tremenda. Espero que le gusten lisos, porque aún no he aprendido a hacer estampados.

—Me gustan lisos. Yo tampoco aprendí nunca a hacer estampados.

—¿Sabe tejer? —pregunté asombrada.

—Oh, sí, y también zurcir. Algunos hombres de mi regimiento eran tejedores de primera. —Vio la cara que ponía y continuó—: En el campo teníamos que ser autosuficientes. Si necesitabas un calcetín nuevo, te lo hacías tú mismo. Allí no había esposas, ni hermanas, ni nietas, para el caso, que cuidaran de nosotros, y los paquetes que nos mandaban desde casa rara vez llegaban. Recuerdo que un sargento escribió a su mujer pidiéndole un nuevo par de guantes de conejo; le llegaron en pleno verano siguiente, y para entonces ya había perdido dos dedos por congelación. Pero conservaba los pulgares y se alegraba de ello. Claro que tenía un problema con los dedos vacíos de sus guantes: le impedían agarrar bien el rifle, pero los recortó por el nudillo y los cerró cosiéndolos. Aún me acuerdo del buen trabajo que hizo.

—Autosuficientes.

Lo estuve pensando un rato. Si nuestros soldados habían aprendido a tejer, si mi abuelo había aprendido, tal vez no hubiese para tanto. Me miró:

—Me imagino que tu madre espera además que aprendas a cocinar. Nosotros también cocinábamos.

—Abuelito, ¿intenta hacerme sentir mejor? 

Sonrió.

—Eso creo.

—Mamá me está amenazando con enseñarme a hacer un nuevo plato cada semana. Puede que no esté tan mal, pero es que tardas horas en hacerlos y luego desaparecen en quince minutos. Después recoges la cocina y friegas la encimera y tienes que empezar otra vez sin un segundo de descanso. ¿Qué te aporta eso? ¿Cómo lo aguanta Viola?

—Es todo lo que sabe hacer —respondió él—. Y cuando algo es todo lo que sabes hacer, es fácil de aguantar. Y hay otra cosa que sabe: que su vida podría ser mucho más dura. Viola está en casa y no en el campo. Tiene tíos y tías en Bastrop recogiendo algodón con un rozón y arrastrando un largo saco. 

—Papá no permitiría que se usaran rozones aquí. 

—¿Sabes por qué? —preguntó el abuelito.

—No, señor.

—Porque, cuando tenía más o menos los mismos años que tú, le di la oportunidad de pasarse un día entero en el campo usando uno. Espero que les ofrezca a tus hermanos la misma experiencia.

—¿Crees que a mí me dejaría probar? 

—Dudo que quiera ver a su hija ahí fuera. 

—Ya. ¿Qué ha encontrado hoy?

Se sacó los anteojos del bolsillo y subió la cartera a la mesa. 

—Tenemos unos buenos especímenes de sangre de drago. Los indios lo utilizaban para tratar las encías inflamadas. He visto una Oxalis violacea, pero creo que de ésa ya tenemos suficiente. Y mira, un Croton fruticulosus: nunca antes lo había visto florecido a estas alturas del año; puede que lo hayas oído con el nombre de encinilla. Intentaremos que eche raíces.

Las plantas no me resultaban ni mucho menos tan interesantes como los insectos, ni éstos tanto como los animales, pero el abuelito me había enseñado que todos ellos eran interdependientes y que había que estudiar y valorar todas las conexiones si se quería entenderlos. Así que observé esas briznas mustias que él estaba separando con el dedo y procuré aprender algo.

—¿Te acuerdas de esa algarroba peluda que encontramos hace ya tiempo? ¿La posible mutante?

Me había parecido extremadamente aburrida, pero la recordaba.

—¿Me la puedes buscar? —pidió—. Creo que aún debe de estar por aquí: no he tenido tiempo de prensarla.

Rebusqué entre tarros y envolturas y di con ella, aunque ya era un mendrugo disecado y sin ningún atractivo.

—El muntante —anuncié—. Aquí está. 

—Se dice «mutante».

—¿Cómo se escribe? Y por favor, no me diga que lo busque. 

—Sólo por esta vez. M—U—T A—N—T E.

—Me gusta más como lo digo yo. Muntante —repetí—. ¿Qué es? ¿Qué significa?

—Darwin lo explica con detalle. ¿Todavía no has llegado a ese capítulo?

Con él me sentía lo bastante cómoda como para admitir lo mucho que me costaba leerlo.

—Aún me estoy estudiando el capítulo sobre la selección artificial. Me lleva más tiempo del que creía: es una lectura muy densa.

—Supongo que para alguien de tu edad, sí —caviló mientras inspeccionaba el tarro. Lo abrió y le dio unos golpecitos para que la muestra cayera sobre un trozo limpio de papel secante—. Pásame la lupa, por favor. —Se tiró un minuto escudriñando el muntante y después dijo—: Humm.

Esto en sí ya era raro: mi abuelo solía hablar con frases completas.

—¿Humm?

—Vamos a mirarlo afuera.

Seguía nublado, pero la luz del exterior era mejor que la penumbra del laboratorio. Salimos y él observó largo rato la planta a través de la lupa. Yo aguardé hasta que no pude más. 

—¿Qué es, abuelito?

—La verdad es que no lo sé —contestó, meditabundo. Eso era aún más raro: él siempre lo sabía todo—. Parece una hojita uncinada dependiente del nódulo principal, pero al estar tan reseco es difícil de decir. No recuerdo esto en ninguna de las descripciones, ni haberlo visto en ningún dibujo, y los tenemos excelentes en el atlas del doctor Mallon.

—¿Y eso qué significa?

—Está tan deshidratado que no sabría decirlo. Puede que sea una anomalía o puede que no sea nada. —Me miró—. O puede que hayamos encontrado una especie completamente nueva. 

—¡No! —exhalé.

—Es posible. Sentémonos a beber algo y a pensar en ello. 

Volvimos al laboratorio y él puso el hierbajo en el centro del mostrador y se dejó caer en el sillón, cuyos muelles retumbaron de una manera que normalmente me habría dado risa. Se quedó mirando la algarroba.

—Tengo una botella para las ocasiones especiales en esa esquina, en el estante de arriba —dijo—. ¿Me la puedes alcanzar? Buena chica.

La pesada botella de cristal verde estaba cubierta de polvo de hacía siglos. La frágil etiqueta decía: EL MEJOR BOURBON DE KENTUCKY, y mostraba un dibujo de un purasangre corveteando. El abuelito se sirvió un vaso lleno y lo engulló de un trago. Repitió el proceso y después lo llenó por tercera vez y me lo pasó a mí. Yo me estremecí al acordarme de mi primer vaso de whisky («Provoca un poco de tos»; ya lo creo). Pero estaba tan perdido en sus pensamientos que no me vio rechazarlo con un gesto. Lo cogí y lo dejé a un lado. Aguardé, ansiosa. Al cabo de mucho rato murmuró:

—Vaya, vaya. Llevo mucho tiempo esperando este día. —Alzó la vista—. Y aquí estamos.

—¿Seguro? —respondí, también con un susurro—. ¿Cómo podemos saberlo?

—Debemos encontrar un ejemplar fresco y arrancarlo enseguida. Tenemos que hacer un dibujo detallado. Señalar en el mapa el lugar preciso donde lo hayamos encontrado. Fotografiarlo para mandar la foto al Smithsonian, y más adelante tal vez un esqueje. Y después, a ver. —Respiró hondo—. ¿Quieres otra copa?

—No, gracias, abuelito, pero tómesela usted —dije, devolviéndole su vaso.

—Creo que lo haré. Sí, creo que sí. —Se tomó la copa y nos miramos el uno al otro—. Y ahora, a trabajar. Vamos a buscar uno fresco para completar nuestra documentación. Y necesitaremos otros iguales para obtener una buena muestra. ¿Dónde encontramos éste?

Cogí el tarro y miré la etiqueta. Y ahí, debajo de «muntante», donde yo siempre indicaba la localización tal como él me había enseñado... no había nada. Se me cayó el alma a los pies. Me faltó el aire. Empecé a ver borroso. Aparté la vista un segundo y les di a mis embusteros ojos la oportunidad de detener su artimaña, de que vieran lo que tenía que estar ahí. Pestañeé fuerte y miré la etiqueta de nuevo. Nada.

Con una gran fuerza de voluntad, jadeé en busca de aire y éste me entró en los pulmones de golpe.

—Calpurnia, ¿estás bien?

Resoplé como un siluro fuera del agua. 

—Uh—no, uh—no, uh—no.

Se levantó.

—Lo sé, es un momento sobrecogedor. Tal vez debas sentarte un minuto. Ponte aquí —dijo, y me ofreció su sillón. Yo no lograba articular palabra. No podía decírselo—. ¿Quieres que llame a tu madre? —me preguntó, consternado.

Yo negué con la cabeza y controlé mi respiración. 

—No, señor.

—¿Necesitas algo de whisky?

—¡No, señor! —grité, ahogada por el miedo. 

—Tranquila, cuéntame qué te pasa.

—Es la algarroba —lloré—. No lo apunté. No está. 

Cogió el tarro y lo miró.

—Oh, Calpurnia —dijo en voz baja—. Oh, Calpurnia.

Cada palabra suave era como un bofetón en mi cara. Hundí la cabeza entre mis manos.

—Lo siento mucho —sollocé—. ¡Lo encontraré, lo encontraré!

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