La fiesta del chivo (54 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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Presionando cariñosamente su brazo, como para alejarla del espectáculo que la hacía sufrir, llevó a doña María Martínez hacia uno de los saloncitos contiguos al comedor. Apenas comprobó que estaban solos, cerró la puerta.

—Doña María, usted es una mujer excepcionalmente fuerte —le dijo, con afecto—. Por eso me atrevo en momentos tan dolorosos, a turbar su pena con un asunto que puede parecerle inoportuno. Pero, no lo es. Actúo guiado por la admiración y el cariño. Siéntese, por favor.

La redonda cara de la Prestante Dama lo miraba con desconfianza. Él le sonrió, entristecido. Era impertinente, sin duda, atosigaría con cosas prácticas, cuando su espíritu estaba absorbido por un quebranto atroz. Pero ¿y el futuro? ¿No tenía doña María una larga vida por delante? ¿Quién sabía lo que podía ocurrir luego de este cataclismo? Era imprescindible que tomara algunas precauciones, pensando en el porvenir. La ingratitud de los pueblos estaba comprobada, desde la traición de Judas a Cristo. El país lloraría a Trujillo y bramaría contra sus asesinos, ahora. ¿Seguiría, mañana, leal a la memoria del Jefe? ¿Y si triunfaba el resentimiento, esa enfermedad nacional? No quería hacerle perder tiempo. Iba a lo concreto, por tanto. Doña María debía asegurarse, poner a salvo de cualquier eventualidad los legítimos bienes adquiridos gracias al esfuerzo de la familia Trujillo, y que, además, tanto habían beneficiado al pueblo dominicano. Y hacerlo antes de que los reajustes políticos constituyeran, más tarde, un impedimento. El doctor Balaguer sugería que lo discutiera con el senador Henry Chirinos, encargado de supervigilar los negocios familiares, y estudiar qué parte del patrimonio podía ser transferido de inmediato al extranjero, sin mucha pérdida. Era algo que todavía se podía hacer en la más absoluta discreción. El Presidente de la República tenía la facultad de autorizar operaciones de este tipo —la conversión de pesos dominicanos en divisas por el Banco Central, por ejemplo, pero cómo saber si luego ello seguiría siendo posible. El Generalísimo fue siempre reacio a estas transferencias, por sus elevados escrúpulos. Mantener esa política en las actuales circunstancias sería, con perdón de la expresión, una insensatez. Era un consejo amistoso, inspirado en la devoción y la amistad.

La Prestante Dama lo escuchó en silencio, mirándolo a los ojos. Por fin, asintió, reconocida:

—Yo sabía que usted es un amigo leal, doctor Balaguer —dijo, muy segura de sí misma.

—Espero demostrárselo, doña María. Confío en que no haya tomado mal mi consejo.

—Es un buen consejo, en este país nunca se sabe qué puede pasar —rezongó ella, entre dientes—. Hablaré con el doctor Chirinos mañana mismo. ¿Todo se hará con la mayor discreción?

—Por mi honor, doña María —afirmó el Presidente, tocándose el pecho.

Vio que una duda alteraba la expresión de la viuda del Generalísimo. Y adivinó lo que ella le iba a pedir:

—Le ruego que ni siquiera a mis hijos hable usted de este asuntito —dijo, muy bajo, como si temiera que ellos pudieran oírla—. Por razones que sería largo de explicar.

—A nadie, ni siquiera a ellos, doña María —la tranquilizó el Presidente—. Por supuesto. Permítame reiterarle cuánto admiro su carácter, doña María. Sin usted, el Benefactor jamás hubiera hecho todo lo que hizo.

Había ganado otro punto en su guerra de posiciones contra Johnny Abbes García. La respuesta de doña María Martínez resultaba previsible: la codicia era en ella más fuerte que cualquier otra pasión. En efecto, al doctor Balaguer la Prestante Dama le inspiraba cierto respeto. Para mantenerse tantos años junto a Trujillo, de amante primero, luego de esposa, la Españolita tenía que haberse ido despojando de toda sensiblería, de todo sentimiento —sobre todo, la piedad—, y refugiándose en el cálculo, un frío cálculo, y, acaso, también el odio.

La reacción de Ramfis, en cambio, lo desconcertó. A las dos horas de haber llegado con Radhamés, el playboy Porfirio Rubirosa y un grupo de amigos en el avión alquilado a Air France, a la Base de San Isidro —Balaguer fue el primero en abrazarlo, al pie de la escalerilla—, y ya afeitado y vestido con su uniforme de general de cuatro estrellas, se presentó en Palacio Nacional a rendir homenaje a su padre.

No lloró, no abrió la boca. Estaba lívido y con una extraña expresión en su rostro afligido y apuesto, de sorpresa, de pasmo, de rechazo, como si aquella figura yacente, vestida de etiqueta, el pecho lleno de condecoraciones, instalada en el suntuoso cajón, rodeado de candelabros, en esa estancia cubierta de coronas fúnebres, no pudiera ni debiera estar allí, como si, por estarlo, revelara una falla en el orden del Universo. Estuvo largo rato mirando el cadáver de su padre, haciendo unas muecas que no podía reprimir; parecía que sus músculos faciales trataran de repeler una invisible telaraña adherida a su piel. «Yo no seré tan generoso como tú fuiste con tus enemigos», lo oyó decir al fin. Entonces, el doctor Balaguer, que estaba a su lado, vestido de riguroso luto, le habló al oído: «Es indispensable que conversemos unos minutos, general. Ya sé que es un momento muy difícil para usted. Pero hay asuntos impostergables». Sobreponiéndose, Ramfis asintió. Fueron, solos, al despacho de la Presidencia. Por el camino, veían por las ventanas la gigantesca, la proliferante multitud, a la que se seguían añadiendo grupos de hombres y mujeres venidos de las afueras de Ciudad Trujillo y pueblos vecinos. La cola, en filas de cuatro o cinco, era de varios kilómetros y los guardias armados apenas podían contenerla. Llevaban muchas horas esperando. Había escenas desgarradoras, llantos, alardes histéricos, entre los que ya habían alcanzado los graderíos de Palacio y se sentían cerca de la cámara fúnebre del Generalísimo.

El doctor Joaquín Balaguer siempre supo que de esta conversación dependía su futuro y el de la República Dominicana. Por eso, decidió algo que sólo hacía en casos extremos, pues iba contra su natural cauteloso: jugarse el todo por el todo, en una suerte de exabrupto. Esperó que el hijo mayor de Trujillo estuviera sentado frente a su escritorio —por las ventanas se movía, como mar sublevado, la inmensa muchedumbre arremolinada, esperando llegar hasta el cadáver del Benefactor—, y, siempre con su manera calmada, sin denotar la más mínima inquietud, le dijo lo que había cuidadosamente preparado:

—De usted, y sólo de usted, depende que perdure algo, mucho, o nada, de la obra realizada por Trujillo. Si su herencia desaparece, la República Dominicana se hundirá de nuevo en la barbarie. Volveremos a competir con Haití, como antes de 1930, por ser la nación más miserable y violenta del hemisferio occidental.

Durante el largo rato que habló, Ramfis no lo interrumpió una sola vez. ¿Lo escuchaba? No asentía ni negaba; sus ojos, fijos en él parte del tiempo, a ratos se extraviaban, y el doctor Balaguer se decía que con miradas así debieron iniciarse aquellas crisis de enajenación y depresión extrema, por las que fue recluido en clínicas psiquiátricas de Francia y Bélgica. Pero, si lo escuchaba, Ramfis sopesaría sus razones. Pues, aunque borrachín, calavera, sin vocación política ni inquietudes cívicas, hombre cuya sensibilidad parecía agotarse en los sentimientos que le inspiraban las mujeres, los caballos, los aviones y los tragos, y que podía ser tan cruel como su padre, le constaba que era inteligente. Probablemente el único de esa familia con una cabeza capaz de avizorar lo que estaba más allá de sus narices, su vientre y su falo. Tenía una mente rápida, aguda, que, cultivada, hubiera podido dar excelentes frutos. A esa inteligencia se dirigió su exposición, de una franqueza temeraria. Estaba convencido de que era la última carta que le quedaba, si no quería ser barrido como papel inservible por los señores de las pistolas.

Cuando calló, el general Ramfis estaba aún más pálido que cuando observaba el cadáver de su padre.

—Usted podría perder la vida por la mitad de las cosas que me ha dicho, doctor Balaguer.

—Lo sé, general. La situación no me dejaba otra salida que hablarle con sinceridad. Le he expuesto la única política que creo posible. Si usted ve otra, enhorabuena. Tengo mi renuncia lista aquí en este cajón. ¿Debo presentarla al Congreso?

Ramfis dijo que no con la cabeza. Tomó aire y, luego de un momento, con su melodiosa voz de actor de radioteatros, se explicó:

—Por otros caminos, yo llegué hace tiempo a conclusiones parecidas —hizo un movimiento con los hombros, de resignación—. Es verdad, no creo que haya otra política. Para librarnos de los marines y de los comunistas, para que la OEA y Washington nos levanten las sanciones. Acepto su plan. Cada paso, cada medida, cada acuerdo, tendrá que consultarlo conmigo y esperar mi visto bueno. Eso sí. La jefatura militar y la seguridad son asunto mío. No acepto interferencias, ni suya, ni de funcionarios civiles, ni de los yanquis. Nadie que haya estado directa o indirectamente vinculado al asesinato de papi, quedará sin castigo.

El doctor Balaguer se puso de pie.

—Sé que usted lo adoraba —dijo, solemne—. Habla bien de sus sentimientos filiales que quiera vengar ese horrendo crimen. Nadie, y yo menos que nadie, obstaculizará su empeño en hacer justicia. Ése es, también, mi más ferviente deseo.

Cuando se despidió del hijo de Trujillo, bebió un vaso de agua, a sorbitos. Su corazón recuperaba su ritmo. Se jugó la vida, pero la apuesta estaba ganada. Ahora, poner en marcha lo acordado. Comenzó a hacerlo en el entierro del Benefactor, en la iglesia de San Cristóbal. Su discurso fúnebre, lleno de conmovedores elogios al Generalísimo, atenuados, sin embargo, por sibilinas alusiones críticas, hizo derramar lágrimas a algunos cortesanos desavisados, desconcertó a otros, levantó las cejas de algunos y dejó a muchos confusos, pero mereció las felicitaciones del cuerpo diplomático. «Comienzan a cambiar las cosas, señor Presidente», aprobó el nuevo cónsul de Estados Unidos, recién llegado a la isla. Al día siguiente, el doctor Balaguer convocó de urgencia al coronel Abbes García. Nada más verlo —la abotargada cara roída por la desazón —se secaba el sudor con su infalible pañuelo colorado— se dijo que el jefe del SIM sabía perfectamente a qué venía.

—¿Me llamó para hacerme saber que estoy destituido? —le preguntó, sin saludarlo. Estaba de uniforme, el pantalón medio descolgado y la gorra ladeada de un modo cómico; además de la pistola al cinto, una metralleta colgaba de su hombro. Balaguer divisó detrás de él las caras facinerosas de cuatro o cinco guardaespaldas, que no entraron al despacho.

—Para rogarle que acepte un nombramiento diplomático —dijo el Presidente, con amabilidad. Su manita minúscula le indicaba una silla—. Un patriota con talento puede servir a su patria en campos muy diversos.

—¿Adónde es el exilio dorado? —Abbes García no disimulaba su frustración ni su cólera.

—Al Japón —dijo el Presidente—. Acabo de firmar su nombramiento, como cónsul. Su sueldo y gastos de representación serán de embajador.

—¿No podía mandarme más lejos?

—No hay donde —se disculpó el doctor Balaguer, sin ironía—. El único país más alejado es Nueva Zelanda, pero no tenemos relaciones diplomáticas.

El rechoncho personaje se movió en el asiento, resoplando. Una línea amarilla, de infinito desagrado, circundaba el iris de sus ojos saltones. Retuvo un momento el pañuelo rojo junto a sus labios, como si fuera a escupir en él.

—Usted cree que ha triunfado, doctor Balaguer —dijo, injurioso—. Se equivoca. Está tan identificado como YO con este régimen. Tan manchado como yo. Nadie se tragará el jueguito maquiavélico de que usted va a encabezar la transición hacia la democracia.

—Es posible que fracase —admitió Balaguer, sin hostilidad—. Pero, debo intentarlo. Para ello, algunos deben ser sacrificados. Siento que sea usted el primero, pero no hay remedio: representa la peor cara del régimen. Una cara necesaria, heroica, trágica, lo sé. Me lo recordó, sentado en la silla que usted ocupa, el propio Generalísimo. Pero eso mismo lo vuelve insalvable en estos momentos. Usted es inteligente, no necesito explicárselo. No cree complicaciones inútiles al gobierno. Parta al extranjero y guarde discreción. Le conviene alejarse, hacerse invisible hasta que lo olviden. Tiene muchos enemigos. Y cuántos países quisieran echarle mano. Estados Unidos, Venezuela, la Interpol, el FBI, México, todo Centroamérica. Usted está mejor enterado que yo. Japón es un lugar seguro, y más con un estatuto diplomático. Entiendo que siempre se interesó por el espiritualismo. ¿La doctrina rosacruz, no es verdad? Aproveche para profundizar esos estudios. Por lo demás, si quiere instalarse en otro lugar, no me diga dónde, por favor, seguirá percibiendo su sueldo. He firmado un cargo especial, para gastos de traslado e instalación. Doscientos mil pesos, que puede retirar de Tesorería. Buena suerte.

No le estiró la mano, porque supuso que el ex militar (la víspera había firmado el decreto separándolo del Ejército) no se la estrecharía. Abbes García estuvo un buen rato inmóvil, con las pupilas inyectadas, observándolo. Pero el Presidente sabía que, hombre práctico, en vez de reaccionar con una bravata estúpida, aceptaría el mal menor. Lo vio levantarse e irse, sin decirle adiós. Él mismo dictó a un secretario el comunicado Informando que el ex coronel Abbes García había renunciado al Servicio de Inteligencia, para cumplir una misión en el extranjero. Dos días después, El Caríbe, entre los anuncios a cinco columnas de muertes y capturas de los asesinos del Generalísimo, publicaba un recuadro en el que el doctor Balaguer vio a Abbes García, embutido en un abrigo fileteado y un sombrero bombín de personaje de Dickens, subiendo la pasarela del avión.

Para entonces, el Presidente había decidido que el nuevo líder parlamentario, encargado de hacer girar discretamente al Congreso hacia posiciones más aceptables a Estados Unidos y la comunidad occidental, fuera, no Agustín Cabral, sino el senador Henry Chirinos. Él hubiera preferido a Cerebrito, cuya sobriedad de costumbres coincidía con su manera de ser, en tanto que el alcoholismo del Constitucionalista Beodo le repugnaba. Pero eligió a éste porque rehabilitar de golpe a alguien caído en desgracia por decisión reciente de Su Excelencia, podía irritar a gentes del cogollo trujillista, a las que aún necesitaba. No provocarlos demasiado, todavía. Chirinos era física y moralmente repulsivo; pero, infinito, su talento de intrigante y tinterillo. Nadie conocía mejor las triquiñuelas parlamentarias. No habían sido nunca amigos —a causa del alcohol, que asqueaba a Balaguer— pero, apenas fue llamado al Palacio y el Presidente le hizo saber lo que esperaba de él, el senador exultó, tanto como cuando le pidió que facilitara, de la manera más celera e invisible, la transferencia al extranjero de fondos de la Prestante Dama. («Noble preocupación la suya, señor Presidente: asegurar el futuro de una ilustre matrona en desgracias) En aquella ocasión, el senador Chirinos, todavía en tinieblas sobre lo que se gestaba, le confesó que había tenido el honor de informar al SIM que Antonio de la Maza y el general Juan Tomás Díaz merodeaban por la ciudad colonial (los había divisado en un carro estacionado frente a la casa de un amigo, en la calle Espaillat) y le pidió sus buenos oficios para reclamar a Ramfis la recompensa que ofrecía por cualquier información que permitiera capturar a los asesinos de su padre. El doctor Balaguer le aconsejó que desistiera de esa gratificación y no publicitara esa delación patriótica: podía perjudicar su futuro político de manera irremediable. Aquel a quien Trujillo apodaba entre los íntimos la Inmundicia Viviente, entendió en el acto:

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