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Authors: Arturo Barea

La forja de un rebelde (140 page)

BOOK: La forja de un rebelde
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Trataba todos los argumentos en un diálogo articulado conmigo mismo. Pero sus voces ya no eran agrias. Dominaba ella, le estaba convenciendo con su voz cálida que era tan cariñosa, perdido el acento frío que tenía antes. A esta hora el sol habría calentado ya el mar en la playa de San Juan. ¡Meterse en el agua y después dormirse en la arena!

Se levantó Ilsa y vino hacia mí:

—¡Nos vamos!

—¿Adonde?

—Al hotel de Poldi. Ya te explicaré después.

Cuando salimos del edificio, los guardias a la puerta saludaron. Ilsa se colocó entre él y yo. De nuevo comenzó a hablar en alemán, pero Ilsa le interrumpió:

—Ahora vamos a hablar en francés, ¿no?

El resto del camino lo hicimos en silencio. El hotel estaba lleno de gentes conversando entre las que había media docena de periodistas que conocíamos. Estaba muy consciente de mi estado impresentable. Poldi nos condujo a su habitación y explicó a Ilsa dónde estaban sus cosas de lavarse y afeitarse, sin hablarme a mí. En medio de la habitación había un tremendo cofre y Poldi comenzó a explicar a Ilsa sus ventajas abriendo cajones y compartimentos, tirando de la barra con los ganchos de colgar ropas, todo muy complicado y funcionando malamente. Cuando nos dejó solos, Ilsa dijo en un tono maternal que me molestó:

—El pobre chico, es siempre el mismo. Cualquier tontería de lujo barato, como ésta, le hace completamente feliz, como a un niño con un juguete nuevo.

Le dije malhumorado que no me interesaban cofres de imitación, y la agobié a preguntas. Mientras nos lavábamos y cepillábamos, me fue explicando la situación: había venido a Barcelona con una misión oficial que aún no había comprendido bien; pero había venido también por ella, dispuesto a llevársela a la fuerza si no estaba dispuesta a marcharse con él. La razón era que no sólo había oído rumores de la campaña política contra ella, sino también historias sobre mí que le habían creado inquietudes por ella: que yo era un borracho confirmado, con un montón de hijos ilegítimos, y que la estaba arrastrando al arroyo conmigo. Había intentado usar su título de marido legal para llevársela contra su voluntad —tal como yo había pensado—, no con la ilusión de que reanudara la vida conyugal con él, sino para salvarla y para que pudiera recuperarse en otro ambiente más sano y más pacífico. La forma en que se nos había detenido en San Juan de la Playa obedecía al hecho de que no había podido lograr nuestra dirección en Madrid (una cosa extraña, puesto que la conocían bastantes personas oficiales y privadas), y así se había visto forzado a utilizar la ayuda de la radio y de la policía; y los policías del SIM, naturalmente, habían interpretado la cosa a su manera. Aparentemente había abandonado su proyecto original, después de verla llena de calma, segura de sí misma, más alegre y feliz que nunca la había conocido, a pesar de todas las dificultades. Ahora quería discutir la situación conmigo y quería ayudarnos a los dos. Terminó triunfalmente:

—¡Y aquí tienes la situación, a pesar de todos tus miedos! Ya te había dicho que era incapaz de jugarme una mala partida.

No estaba muy convencido; conozco demasiado bien la fuerza de los instintos posesivos. Pero cuando nos sentamos los tres para almorzar y vi más del hombre, comencé a modificar mis ideas. Ilsa era tan perfectamente natural en su actitud hacia él, tan amistosa y desprendida, que él dejó caer su arrogancia demostrativa hacia mí, contra la cual yo no tenía defensa posible, ya que él tenía su derecho de proteger su propio orgullo lo mejor que pudiera. Le encontraba a la vez abierto y receloso. Un pequeño incidente rompió el hielo entre los dos: no teníamos cigarrillos y era casi imposible obtenerlos en Barcelona. Poldi pidió un paquete de cigarrillos al camarero, con un tono imperativo que no produjo más efecto que una sonrisa desdeñosa y un encogimiento de hombros. Había hablado con el mismo acento presuntuoso de un muchacho que aún no ha aprendido a dar órdenes ni propinas y que tiene miedo de que el camarero vea su ignorancia a través de su barniz de hombre de mundo. Intervine, charlé un rato con el hombre, rematamos con unas bromas y al final tuvimos cigarrillos, una buena comida y buen vino. Esto impresionó enormemente a Poldi, tanto que me era fácil adivinar sus sueños de adolescente y su juventud difícil. Dijo pensativo:

—Parece que tienes un don que nunca he podido tener.

Me di cuenta de que sus maneras señoriales no eran más que una frágil armadura para cubrir su inseguridad interna.

Sin embargo, ahora que ya me había aceptado como un hombre, era sencillo y digno hablando de Ilsa conmigo. Para él era el ser humano más importante en el mundo, pero sabía, definitivamente, que la había perdido, al menos por este período de su vida. No quería perderla totalmente. Tendría su vida conmigo, ya que yo parecía ser capaz de hacerla feliz, y tendría a la vez la devoción y la amistad de él. Y si yo le faltaba, tendría que entendérmelas con él.

Más tarde —continuó Poldi—, trataría de arreglar un divorcio, aunque sería una cosa dificilísima. Estaban casados según las leyes de Austria y los dos eran fugitivos del fascismo austríaco. Mientras tanto, él se daba cuenta de que no estábamos haciendo trabajo alguno práctico para la guerra, principalmente porque habíamos manejado de mala manera nuestras relaciones oficiales. Habíamos estado locos en hacer en Madrid trabajo de propaganda importante sin asegurar antes todos los nombramientos necesarios y los emolumentos correspondientes. Él sabía que Ilsa era una romántica, pero sentía mucho encontrar que yo fuera un romántico también. Ella tendría que marcharse de España hasta que se extinguiera la campaña contra ella; aunque eran sólo unas pocas personas las que estaban detrás de ello, nuestras querellas con la burocracia nos habían aislado y dado mala fama. Él nos ayudaría a conseguir todos los documentos necesarios a los dos, ya que ella no quería irse sin mí, y fuera de España encontraríamos trabajo abundante. Ilsa era muy necesaria para ello, y en cuanto a mí, él estaba dispuesto a aceptar la evaluación que ella hacía de mi trabajo. Se daba cuenta ahora de que nos había hecho daño haciendo intervenir al SIM, una organización para la que todo el mundo era sospechoso, pero él se encargaría de disipar todo recelo y dudas sobre nuestra situación y rescataría los documentos que nos habían quitado.

Aquella misma tarde trató de hacerlo. De regreso a los cuarteles del SIM, Poldi volvió a adquirir la actitud ostentosa que yo había notado con tanto disgusto la primera vez. Pidió a uno de los jefes del SIM que nos dieran documentos que demostraran que la organización no tenía nada en contra nuestra, aunque nos hubiera traído forzosamente a Barcelona; pero el hombre, un muchacho flaco y pálido, no hizo más que prometerle que se ocuparía de ello. Por otra parte, telefoneó urgentemente a Valencia pidiendo que mandaran nuestra cartera con su contenido intacto, pero sin hacer hincapié en su confiscación silenciosa. Sin un documento que mostrara por qué estábamos en Barcelona, nos sería imposible encontrar alojamiento; en consecuencia, el jefe del SIM dijo que nos mandaría con un agente al hotel Ritz, donde nos darían una habitación. Preferia que nos quedáramos allí, porque así sabría dónde encontrarnos si nos necesitaba. Con esta observación final, el ofrecimiento se convertía en una orden que demostraba, a pesar de las explicaciones de Poldi, que el hombre intentaba que el departamento investigara a fondo sobre nosotros, ya que incidentalmente se había enterado de nuestra existencia. En consecuencia nos condujeron al Ritz, que acababa de abrirse de nuevo al público, con sus suntuosas alfombras rojas y todas las ceremonias meticulosas de tiempo de paz, pero con comida escasa y luz más escasa aún; allí nos dieron una habitación sobre el jardín de verano. No teníamos con nosotros ni un cepillo de dientes.

El resto del día fue una serie de conversaciones y silencios, de esperas y de paseos al lado de ellos, de un ir y venir, como el de un perrillo atado a una cuerda. Cuando aquella noche cerramos la puerta de nuestra habitación, estábamos demasiado agotados para hablar o para pensar, aunque sabíamos que se nos acababa de empujar a través del dintel de una nueva etapa en nuestra vida. Este hombre ¿había dicho que yo iba a dejar España, a desertar de nuestra guerra, para poder trabajar de nuevo? Me parecía una equivocación y una locura. Tendría que pensar sobre ello cuando las cosas se normalizaran un poco.

Estaba demasiado cansado para poder dormir. Las vidrieras del balcón estaban abiertas de par en par y una luz pálida llenaba el cuarto extraño. Mis oídos se esforzaban en identificar un tenue zumbido lejano; al fin decidieron que era el ruido del mar. Un gallo cantó en alguna parte en la noche y otros le respondieron, cercanos y estridentes, lejanos y fantasmales. La cadena de desafíos y réplicas parecía interminable a través de las terrazas de Barcelona.

Siguieron diez días de vida irreal en los cuales Poldi estuvo en Barcelona y su presencia regía todas nuestras acciones. Tenía conversaciones conmigo, se marchaba a dar largos paseos con Ilsa mientras yo me quedaba pensando con asombro en mi falta de celos o resentimiento, arreglaba entrevistas con oficiales, diplomáticos o políticos, nos llevaba al SIM para exigir una vez más nuestros salvoconductos, ya que la maleta había desaparecido pero seguíamos sin documentos que justificaran nuestra estancia en Barcelona. Todos aquellos días trataba de entender su manera de pensar y organizar la mía; trataba de encontrar tierra firme bajo mis pies para poder quedarme y trabajar con mi propio pueblo; y tenía otra vez que pelearme con mi cuerpo y mis nervios cada vez que sonaban las sirenas o pasaba una motocicleta petardeando la calle.

Cuando Poldi discutía asuntos internacionales, me fascinaba por sus conocimientos y visión. Estaba convencido de que las organizaciones socialistas revolucionarias, estrechamente unidas, eran las únicas fuerzas capaces de enfrentarse con el fascismo internacional donde quiera que brotara, y que el campo de batalla más importante de esta lucha era aún la clase obrera de Alemania, aunque fuera en el frente de España donde se batallaba más intensamente. Estaba poniendo todas sus energías en su trabajo como secretario de Jiménez de Asúa, el embajador de España en Praga, y sus amigos arriesgaban sus vidas para cruzar la frontera y dar información de las bombas y granadas nuevas que se estaban fabricando en Alemania para su ensayo en España. Pero servir a la República española era sólo una parte de la gran guerra que se echaba encima, de la batalla gigante, en la que Francia e Inglaterra tendrían que aliarse con la Rusia soviética a pesar del juego asesino y suicida de la no intervención que sostenían ahora. Le dijo a Ilsa rotundamente que, en su opinión, había desertado del frente de lucha principal para sumergirse completamente en la guerra en España y dejar caer todo su trabajo por el socialismo alemán y austríaco. Estaba conforme en que ella había hecho bien en no movilizar a ninguno de sus amigos socialistas —Julio Deutsch, Pietro Nenni u otros— cuando la campaña contra nosotros era peligrosa, porque la sucia intriga podía haberse aumentado y convertido en una lucha entre socialistas y comunistas por gentes siempre opuestas a la colaboración entre los dos grupos, una condición en la cual Ilsa y él creían entonces.

Lo escuchaba y me asombraba: me acordaba de que me había mostrado la pistola que estaba dispuesto a usar contra mí si lo hubiera creído necesario para salvar a Ilsa; y ahora estaba conforme en que hacía bien en arriesgar la vida antes que hacer un daño imaginario a un principio político. Los dos hablaban fácilmente, usaban el mismo lenguaje, las mismas abreviaciones de pensamiento, las mismas asociaciones y citas; los veía tan completamente acordes en cada cosa que se refería a sus ideales sociales y políticos, que me sentía dejado fuera, casi hostil a su lógica analítica.

Pero una tarde, cuando Ilsa y Poldi discutían la finalidad de su socialismo, Ilsa declaró su creencia en el individuo humano como el valor final. Poldi, a esto, exclamó:

—Siempre me ha parecido que nuestras filosofías chocan. Lo que acabas de decir significa que estamos divorciados espiritualmente.

Sonó la frase tan pomposa que no pude evitar el hacer un chiste tonto; pero me di cuenta en el acto de que aquello le había herido profundamente. A pesar de nuestras diferencias de lógica y lenguaje mentales, yo me encontraba unido a Ilsa, precisamente en el punto en que existía un abismo entre ella y Poldi. Había ocurrido lo mismo que cuando él me había dicho: «Ilsa es bastante difícil de manejar, ¿no?», y yo había negado asombrado, hiriéndole y haciéndole celoso como ningún hecho físico podía hacerle. Porque lo que él quería era dominarla y poseerla y precisamente este hambre de poder y dominación era lo que había destruido su matrimonio.

Mirándome a mí mismo encontraba que mi vida me había hecho odiar todo lo que fuera poder y posesión, tanto, que mi única ambición era libertad y unión espontánea. Y era precisamente en esto en lo que chocábamos con él Ilsa y yo. Poldi había tenido una niñez proletaria como la mía, odiaba el mundo tal como estaba organizado y se había convertido como yo en un rebelde. Pero su odio de poder y posesión le había convertido en un obsesionado de ello; no se había desarrollado por encima de las heridas infligidas a su confianza en sí mismo. Lo vi con piedad y repugnancia el día en que, al fin, nos dieron los salvoconductos del SIM. Había pasado un mal rato: Ordóñez, el intelectual socialista que se había convertido en jefe de la organización, estuvo jugando con nosotros a través de un largo interrogatorio, con sus sonrisas equívocas y la crueldad de un anormal. Pero al fin ordenó a su secretario que preparara los papeles inmediatamente, y nos los entregó. Poldi estaba en el mismo despacho, hojeando un montón de papeles relacionados con su misión oficial, material acerca de los líderes extranjeros del POUM catalán que habían sido arrestados bajo la sospecha de un complot internacional. Habló Ordóñez, grandilocuente, como cada vez que hablaba dentro de aquel edificio, dio una orden a un agente, y se enterró de nuevo y teatralmente en los papeles. El agente regresó con una mujer grande y maciza, y Poldi comenzó a interrogarla en alemán con un tono que hizo a Ilsa moverse inquieta en su silla. Yo también reconocí el tono: Poldi se estaba escuchando a sí mismo, como un juez, frío y grande; una ambición verdaderamente peligrosa. Me alegré de poder contestar negativamente a Poldi cuando me preguntó si había visto a la mujer en Madrid.

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