La forja de un rebelde (28 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—¿A qué ha venido usted aquí? —le pregunto.

—¿Esta señora es tu tía? —me pregunta don Arsenio.

—Sí, señor. —Comienzo a contarle la historia a grandes rasgos pero me interrumpe.

—Bueno, ya lo sé. Me lo ha contado ella tres veces ya. Ahora, ¿qué pasa? Porque las visitas al personal —dice pomposo. — están prohibidas en las horas de trabajo salvo casos urgentes.

—¿Qué quiere usted que yo le haga? Ella es así. Yo no sé a qué ha venido.

Mi tía se serena entonces:

—Mira, hijo, he0venido a por ti. Ya te habrá contado tu madre que hemos hecho las paces. Ya se ha marchado Eulogia, que bien harta estaba de ella; y lo que me ha robado, hijo, ¡lo que me ha robado! Si siguen más en casa, no dejan ni los clavos. Ahora te vienes conmigo y si quieres trabajar ya te buscaremos una cosa buena. Todo menos ser tendero. Anda, coge tus cosas, despídete de estos señores y vámonos, que salgamos de aquí. ¡Señor! ¡Señor! ¡Pobrecillo, lo que habrá padecido!

Don Arsenio estalla al verse tratado despectivamente: —Oiga usted, señora... ¡o lo que sea! El ser tendero, como usted dice, es una profesión muy honrada. Y aquí no nos comemos a los chicos. Seguramente que, con todo su postín, no le dará usted de comer como come en mi casa.

—Habrá que ver lo que da usted de comer a la dependencia. —¡Mejor que le daría usted, señora! ¡Hemos terminado! Entérese bien de lo que voy a decir. El chico lo ha traído aquí su madre y a mí no me importan las historias de familia. El chico no sale de aquí mientras su madre no venga a por él y él quiera marcharse. Yo no sé quién es usted ni me importa, pero el chico es un menor que está a mi cuidado y aquí mando yo. De manera, señora, que por la puerta se va a la calle.

Sigue una escena de abrazos, sollozos y besos. Mi tía mete mano al bolsillo y saca un billete de cinco duros.

—Toma, hijo, para que te compres lo que te haga falta. Don Arsenio le devuelve el billete:

—El chico no necesita nada, señora. Tiene él su dinero ahorrado y no le hacen falta limosnas para engatusarle. Y márchese usted ya porque yo no necesito que vengan clientes y encuentren aquí plañideras.

Cuando se marcha, consigo calmar a don Arsenio, asegurándole una y otra vez que mi tía está chiflada y que yo no me quiero ir de la tienda para volver otra vez a su casa. Mi afirmación de que en su casa se come mejor que en casa de mi tía le deja completamente satisfecho. El domingo le digo a mi tía que sigo en la tienda porque estoy bien y me gusta.

Se pasan unas semanas tremendas. Cuando salgo por la mañana a limpiar los cristales de la tienda, se presenta mi tía con dos o tres churros en la mano, con mucho miedo de encontrarse con don Arsenio. Me da muchos besos, me da la lata con volver a casa y se queda allí al pie de la escalera gritándome a cada momento que me voy a caer y me voy a matar, que me van a salir sabañones del agua fría, que podía estar aún durmiendo en mi cama tranquilamente, que comeré poco, que me acostaré tarde, que tal y que cual. Como todos los chicos de todas las tiendas están a esta hora limpiando como yo, todo el mundo me toma el pelo. Acabo por decírselo a don Arsenio y el hombre baja una mañana temprano, le arma un escándalo y la echa. No vuelve, pero a los dos o tres días, cuando voy a llevar un velo a la calle de Ferraz, me la encuentro en la esquina. Desde entonces, se pasa los días detrás de las esquinas y cuando menos lo espero está a mi lado. Llega a convertirse en una verdadera pesadilla. Al mismo tiempo me da lástima y también quisiera dejar la tienda por otra cosa mejor. En la tienda se han enterado de que viene a buscarme y todos me gastan bromas, hasta las golfas de la calle que, como siempre están en las esquinas, ya la conocen.

El gramófono resuelve la cuestión:

Don Arsenio ha organizado un concierto en la terraza de su casa para esta noche, y, después de comer, nos dice a Arnulfo y a mí:

—Subidnos el gramófono. Tú —le dice a Arnulfo—, subes la caja; y tú —a mí—, la bocina. Pero con mucho cuidado que no se os caiga por la escalera.

Cuando salgo por la estrecha puerta de la tienda, la bocina tropieza con la luna del escaparate. No pasa nada, pero don Arsenio que está de mal humor, no sé por qué, viene a mí hecho una fiera; me da un cachete en el cogote y grita:

—¡Estúpido! ¡Hijo de zorra! —Es una palabra que dice muchas veces—. ¿No tienes ojos en la cara?

Me revuelvo al cachete y al insulto. Entro de nuevo en la tienda y, furioso, le grito en la cara:

—A mí no me pega usted, ¡cerdo cebado! ¡El hijo de zorra lo es usted y toda su familia! ¡Métase el gramófono donde le quepa! —Y tiro contra el suelo la bocina.

A los cinco minutos estoy en la calle perseguido por las voces de don Arsenio.

Me quedan dos caminos: ir a casa, a la buhardilla, contar a mi madre lo que me ha pasado y buscar otra tienda. O marcharme a casa de la tía, pero esto sería claudicar. Son las tres y media. A esta hora mi madre está en casa de la tía. Me voy allí. La tía se pone contentísima de verme y cree que he ido a algún recado cerca y he subido a verla. No le digo nada. Me meto en la cocina con mi madre y le cuento lo que ha pasado:

—Bueno, no te apures, buscaremos otra tienda.

Pero, claro es, mi madre tiene que contárselo a mi tía.

Aquella noche me quedo a dormir con ella. Tumbado en mi cama dorada, miro el techo plano, brillante de estuco, tan alto sobre mi cabeza. En la buhardilla, los pies de mi cama rozan el techo inclinado de yeso que mancha de blanco las barras verde sucio.

Capítulo 3

Retorno al colegio

El alto armario de roble está todavía lleno de las ropas del otro. Los dos trajes de marinero, el azul y el blanco, en sus perchas curvadas. Los pantalones cortos cerrados en la rodilla por una goma que deja la huella roja en la piel. La hilera de delantales de dril rayados en cuadraditos diminutos. Las pecheras de piqué color crema. Los cuellos almidonados planos. Las chalinas de seda. Las gorras escocesas y la boina de bajar a la calle. La cartera roja del colegio.

La tía va sacando prendas y colocándolas sobre la cama. Las conozco todas una a una, como se conocen las cosas que hemos llevado sobre el cuerpo, pero me parecen cosas ajenas, cosas de otro.

—¿Qué hacemos con todo esto? —me pregunta mi tía.

Desde la superioridad de mi traje de «hombre» a medida, impecable, sin más arruga que el bulto del reloj de plata del tío, amarrado a una cadena de oro barbada, le contesto:

—¡Bah! No faltará algún chico que lo necesite.

La tía va doblando las prendas una por una y metiéndolas en el cajón de abajo del armario, prodigando las bolas de naftalina entre pliegue y pliegue.

—Lo guardaremos. Por si hace falta —dice mi tía.

¿Creerá que voy a volver a ponerme estas ropas? Me miro en el espejo grande de la sala, un espejo que llega al techo, de marco dorado, ligeramente inclinado en reverencia hacia el suelo. Con el sombrero flexible, tengo más estatura que muchos hombres, solamente estoy muy delgado y la cara es de niño.

—Me voy —digo a mi tía.

—A ver dónde vas y lo que haces. No tardes.

—Voy a ver a los amigos y vengo pronto.

Comienzo a bajar la escalera silbando a pleno pulmón, como siempre. En el piso siguiente me callo. ¿Está bien que baje silbando y dando brincos, como cuando bajaba a jugar a la calle con el pan de la merienda en la mano? El señor Gumersindo, el portero, me coge en el portal y me para.

—Está muy guapo el señorito.

Se acabó el «Arturito» que era yo para el portero. Ahora soy el señorito. Calle arriba, busco a mis amigos de la calle. Están en la plaza de Ramales en un grupo, jugando al paso, discutiendo si uno de ellos —Pablito el yesero— ha pisado o no la raya y debe quedarse. Mi llegada corta la discusión. Tengo que contar mis aventuras de dependiente de la tienda y mi próxima entrada en un banco como empleado. Todos los chicos me escuchan entusiasmados. Cuando se cansan, el que se quedaba en el juego coge una china y lleva sus dos manos a la espalda; después de unos manejos a es condidas, me presenta los dos puños cerrados:

—¿Juegas? —me dice.

De buena gana jugaría. Pero ¿cómo se puede jugar dentro de un traje de hombre, con un reloj de plata en el bolsillo y una cadena de oro cruzada sobre el chaleco?

—No —le contesto. Después agrego, suavizando la negati—va—: Con esta ropa, no se puede saltar al paso.

Me quedo un rato mirándoles brincar, un poco azorado, sintiéndome ridículo y acabo por marcharme con un «hasta luego», que en realidad es «hasta nunca». Bajo a la plaza de Oriente, llena de sol, y me meto en la plaza de la Armería. La cruzo entera hasta los balcones de la Casa de Campo. En la plaza juegan chicos mucho mayores que yo, con sus pantorrillas al aire, sus blusas y sus delantales. Pero yo ya no puedo jugar. Soy ya un hombre y debo tener seriedad. Dentro de unos meses estaré trabajando en un banco. Porque las oposiciones, no tengo ninguna duda que las ganaré.

Está todo arreglado: don Julián, el empleado del banco que va al Café Español, me recomienda a los directores. Él es uno de los jefes de Bolsa y lleva treinta años en el banco. Los directores le quieren mucho y basta que yo haga bien el examen de ingreso. Para esto me falta aprender algunas cosas de contabilidad muy fáciles y esto está también arreglado. La Escuela Pía tiene una clase de comercio para los chicos pobres y desde el lunes voy a ir a ella.

Con la tía, las cosas se han arreglado como si no hubiera pasado nada. Mi madre va por la mañana y se marcha por la noche. Podría dormir en casa de la tía porque la Concha y Rafael están trabajando internos, pero no quiere. Dice que tiene su cama y que no la deja otra vez, y yo creo que tiene razón.

Digo que no ha pasado nada y han pasado muchas cosas. Ahora soy yo el que manda. Cuando quiero salir a la calle, no tengo que preguntar si puedo ir a jugar. Cojo el sombrero y digo:

—Me voy.

No tengo que abrir el aparador a escondidas para comerme las galletas y luego dejar la puerta abierta con migas en el suelo, para que crea la tía que la ha abierto el gato y se las ha comido. Ahora abro el aparador, pongo tres o cuatro galletas en un plato y me las como. Después me echo un vasito de vino rancio y me lo bebo. La tía me mira entusiasmada. Cuando salgo a la calle me pregunta si llevo algún dinero por si me hace falta algo, y siempre tengo dos o tres pesetas en el chaleco. Antes, para sacarle una peseta había que contarle una historia.

Voy a ver a Ángel. Aquí en los balcones de Palacio no hago nada contemplando como un tonto el Campo del Moro y la Casa de Campo. Es la hora de calma en el café. Ángel está solo sentado en el rincón de la entrada, preparando el papel no vendido del día anterior para devolverlo a los corredores. Cuando me ve, parece que se pone triste.

—Hola, Arturo, ¿qué haces? —me pregunta.

Tengo prisa por contarle toda la historia de lo que me ha pasado. La tienda, mi tía, el banco, don Julián. Me escucha callado, con su mueca de vejete. Cuando acabo, me golpea el hombro con su mano, negra de la calderilla y de la tinta de los periódicos.

—Ya no vocearemos más el Heraldo por la noche.

Del fondo del armario saca un montón de novelas y me las alarga.

—Escoge las que no hayas leído.

Voy pasando los cuadernos de Novelas Ilustradas y apartando los que no tengo. Ángel no hace más que mirarme.

—Bueno. Mira. Me voy a llevar éstas. Luego subes a casa y escoges las que tú quieras de las mías.

—Yo no subo a tu casa, porque a tu tía no le va a parecer bien. —Sí, tonto, verás —le digo—. Desde esta noche subes a casa el periódico porque te lo he mandado yo. Y te quedas un rato conmigo. Ya lo arreglaré yo con la tía. Sale Pepe el camarero y se asombra al verme:

—¡Caramba, Arturito! Cuánto tiempo sin verte. Pero ya estás hecho un hombre. —Me mira de arriba abajo—. Y doña Baldomera, ¿cómo está?

—Bien. La pobre, siempre con su tristeza por la muerte del tío. —Pobre don José. Era muy buena persona su tío. ¡Cómo pasa el tiempo! Cuando vino usted por primera vez al café, era de mantillas y yo no tenía canas. Claro que ya no volverán ustedes por aquí, pero tú sí vendrás a saludar a los viejos amigos. Manuel, mi chico, ya le conoces, está tan hombre como usted. Él solo, con su madre, defiende ya la tabernita.

—Pero hombre, Pepe —le digo mitad alegre y mitad avergonzado—, ¿cómo me va usted a llamar, de tú o de usted?

—No sé, sabe usted. La costumbre. Claro, uno está acostumbrado a ver al Arturito y así de pronto, no se hace uno a la idea.

—Pero yo sigo siendo el mismo. Y quiero que me siga llamando de tú.

El viejo me da un abrazo, besándome en la boca con su bigote cano, como todas las noches cuando venía con mi tío, pero mucho más cariñosamente. Después se ha sentado en la banqueta de Ángel, y con el paño blanco que lleva en el brazo se ha restregado los ojos.

Me marcho con mis novelas bajo el brazo. No quiero ir a casa aún. Quiero ver el barrio, los chicos, y... ¿por qué no decirlo? Quiero jugar.

Desde la plaza de Isabel II me vuelvo a casa despacio.

—¿Qué te pasa, hijo? —me pregunta la tía—. Tienes cara disgustada.

—Nada, no me pasa nada.

Me siento en una silla a leer una de las novelas. El gato está en su cuadrado de alfombra, sentado, mirándome. El resto del balcón está vacío. No puedo seguir la lectura. Me levanto y me voy a mi alcoba. Del cajón de abajo del armario saco unos pantalones cortos. Me desnudo y me los pongo; me quedo en mangas de camisa y salgo así al comedor, notando en las pantorrillas la frescura del aire.

—Me he quitado el traje para no arrugarle —explico a mi tía.

Y me tumbo a lo largo en el balcón, el libro entre el gato y yo. Mis pelos rozando la cabeza del gato que alarga la pata y golpea rápido la hoja del libro cuando la vuelvo. Tiene ganas de jugar y se tumba, con su panza blanca al aire. Entre sus cuatro patas meto mi cabeza y me alborota todos los pelos que le hacen cosquillas.

Del balcón de enfrente, me llama doña Emilia:

—¡Arturito! ¿Ya has vuelto, rico?

El gato salta y se escapa. Y a mí me da vergüenza de mis juegos de niño. Le contesto rápidamente, me meto dentro y cierro el balcón. Después, lentamente, me vuelvo a vestir el traje de hombre y sigo leyendo, sentado en la mesa del comedor, sin enterarme de lo que dice el libro.

La dase de comercio dura desde las diez de la mañana hasta las once y media, y por la tarde hay otra hora de taquigrafía. La clase de la mañana la da el padre Joaquín, la de la tarde un taquígrafo del Senado. Voy antes de las diez y busco al padre Joaquín en su cuarto, abierto como siempre a los cuatro vientos con su atril y sus pájaros alrededor de la ventana. Está leyendo.

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