La forja de un rebelde (47 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—Yo, nada. Ya le he dicho que no juego.

—Yo le regalo cien pesetas. Siéntese con nosotros.

Me senté. Repartió las cartas y apunté las cien pesetas a las primeras que me sirvió.

—¡Hombre! Eso no es jugar. Si pierde, le voy a tener que regalar otras cien pesetas.

Gané. Aquellas cien pesetas, y más de dos mil. El señor Pepe interrumpió el juego:

—Vamos a dejarlo por hoy. Hay que hablar de negocios.

Pepito, el hijo, el huésped de la otra cama, un mozallón con cara de albañil en traje de domingo, asintió:

—¡Ele, padre!

La ciencia de Pepito era simular el idiota perfecto, siendo un pillo redomado.

El señor Pepe se dirigió a mis compañeros:

—Ya le he enterado a Barea de las costumbres. Y estamos de acuerdo. Además, creo que ha hablado con el capitán. ¿No?

—Sí. Ya me ha enterado de todo. Pero no sé si estamos de acuerdo. El señor Pepe me da la tercera parte de la piedra que yo apunte de más...

Córcoles estalló:

—¡La mitad!

—¿De acuerdo, don José? —pregunté con sorna.

—¡Hombre! La mitad para todos; eso se entiende.

—Bueno. Ahora el capitán me ha explicado todo el mecanismo de los jornales y del señor Pepe, pero no me ha ofrecido nada y parece que todo es para él.

Córcoles volvió a tomar la palabra:

—El capitán, naturalmente, no te va a ofrecer nada. Pero es muy sencillo: los jornales nunca pueden ser cuatrocientos moros y ciento once soldados. La cifra es incompleta siempre para no llamar la atención. Nosotros, por ejemplo, nos reservamos diez jornales de los moros, que son diez duros diarios para los cinco. Lo mismo pasa con la piedra y la tierra del señor Pepe. Aquí es donde está nuestra ganancia.

—¿Y el teniente y el alférez?

—El teniente es millonario y no sabe de esto ni jota. Figúrate. Es un hombre que deja su paga a beneficio de la comida de los soldados. El alférez tiene parte en lo nuestro y también con el capitán. Es un águila.

—¿Así, que el capitán se guarda para él las economías de la compañía?

—No seas idiota. Las economías de la compañía es lo que se puede ahorrar del presupuesto militar de la compañía. Lo de las obras se lo reparten entre él y los de la comandancia de Tetuán.

—Entonces, ¿el comandante está también en el lío?

—Pues, hombre, si no estuviera, no podríamos hacer nada. No seas idiota.

Nos quedamos todos en silencio. Por lo visto yo era un idiota perfecto. Las cartas estaban desparramadas sobre la mesa. Comencé a recogerlas mecánicamente:

—A mí esto me parece un robo.

—Lo es —afirmó Córcoles—, un robo al Estado.

—Y si no me da la gana robar, ¿qué pasa?

Córcoles me miró y se encogió de hombros. Se echó a reír, pero yo tenía la cara muy seria, y entonces se levantó y vino a mí; me cogió del brazo:

—Hace mucho calor aquí. Vente afuera conmigo.

Nos fuimos juntos y nos recostamos en el parapeto de piedra que rezumaba humedad. El campo estaba en silencio, surcado de trazos de luna.

—¿Has hablado en serio?

—Sí. Esto es una porquería. Yo no he robado en mi vida y esto es robar.

—Mira: robar es quitar el dinero a alguien. Pero esto no es robar. ¿Quién es el Estado? Si robamos a alguien, es al Estado, y bastante nos roba él a nosotros. ¿Tú crees que un sargento, con noventa pesetas al mes, puede vivir? Y aun aquí, en África, con ciento cuarenta por estar en campaña, ¿se puede vivir? Tienes derecho a casarte. Cásate con veintiocho duros al mes y verás... —Se quedó mirando a lo lejos y luego siguió en voz muy baja—: Acércate. Aparte de todo esto, hay otra cosa. Esto es como si una máquina te coge una mano; después va el brazo y luego todo el cuerpo. Y no puedes escapar. Si no te prestas a robar para otros y para ti, te quitarán la plaza, te trasladarán después, te mandarán a donde revientes de hambre y corras el riesgo de un tiro a cada momento. Si se te ocurre hablar o protestar, hay medios más sencillos: te quitarán los galones de sargento por cualquier falta corregida y aumentada y hasta... —bajó mucho más la voz— un accidente puede ocurrirle a cualquiera. Todos los días hay «pacos» en el camino del Zoco. Ahora, piensa todas estas cosas. ¿Tú no has oído decir que cuando entramos en el cuartel hay un clavo en la puerta donde tenemos que colgar lo que llevamos de hombres? Luego —dijo pensativo—, cuando salimos, el que puede, recoge lo que queda.

Volvimos a la tienda. El señor Pepe había reanudado la banca. Jugamos hasta las dos de la madrugada. Perdí todo. Nos acostamos en las camas puestas en radio, el palo de la tienda en medio, los fusiles recostados sobre él. Poco a poco iban roncando todos. El señor Pepe roncaba como un cerdo comiendo en una artesa de patatas cocidas con mucha agua. En mi cabeza daban vueltas los consejos de Córcoles, el viaje desde Ceuta a Hámara, el dinero perdido...

Corrían los primeros días del mes de junio de 1920.

Capítulo 2

La pista

Se tocaba diana a las seis de la mañana. El campamento, donde nada se movía, con excepción de las sombras grises de los centinelas, adquiría de pronto una vida ruidosa. Se gritaban los soldados unos a otros entre el tintineo de los platos y los vasos de estaño. Se iban alineando en una doble fila, a partir del enorme caldero de café y el cesto colmado de trozos de pan, y esperaban pateando, los pies fríos por el frío matinal que venía de las montañas, a que el sargento de semana diera la señal para la distribución del café. A las siete, cuando se había terminado la limpieza general de caballos, hombres y tiendas, se formaban las escuadras de trabajo. Se pasaba lista y los hombres iban descendiendo el cerro armados de pico y pala. Mientras, comenzaban a llegar los moros, unos saliendo adormilados de sus chozas, otros llegando cansinos de sus poblados. Muchos de ellos preferían dormir en el campamento, porque sus casas estaban lejos o simplemente porque no existían, pero también porque podían contar con las sobras abundantes del rancho para alimentarse. Otros vivían en los poblados vecinos y llegaban con sus carteras de cuero cruzadas sobre el pecho y repletas de higos secos. Estos higos y la ración de pan —unas dos libras— que se daba a todo el que la reclamaba, constituía su alimento durante el día. Nunca volvían a sus kábilas hasta la caída de la tarde.

Los moros estaban bajo el mando de un capataz que les transmitía las órdenes, mantenía la disciplina, pasaba lista y ocasionalmente castigaba al que se desmandaba con un par de estacazos en las costillas. Tenían miedo de la mano dura del capataz y no paraban en su trabajo, pero cada uno de sus movimientos era tan lento y medido que el levantar y dejar caer el pico o lanzar una paleta de tierra parecía cosa de minutos y no de segundos.

El señor Pepe se desesperaba con sus moros y a veces usaba el rebenque sobre sus espaldas para hacerles moverse. A nosotros nos tenía sin cuidado la marcha del trabajo. Nadie tenía interés en que se terminara pronto. Cuanto antes se terminara, antes nos quedábamos sin jornal. Los soldados resentían el que se les empleara como peones de pico y pala. Y así, los seiscientos hombres extendidos a lo largo de los cuatro kilómetros de pista eran una masa perezosa que se movía lentamente bajo el sol de África, y no trabajadores afanados en construir un camino.

El sargento de semana nunca bajaba al trabajo. Uno de los otros sargentos generalmente iba de compras al Zoco del Arbaa. El capitán dormía el coñac de la noche anterior. El teniente dormía, el alférez también. A las siete de la mañana sólo tres sargentos bajaban al tajo a la cabeza de los soldados y los moros. Horas más tarde el capitán o uno de los dos oficiales solía venir a caballo y recorrer la pista. Después se iban a tirar unos tiros a los conejos o a los pájaros. Frecuentemente uno de ellos se marchaba a Tánger o a Tetuán.

Así, automáticamente, la construcción de la pista cayó de lleno en mis manos. Tenía que llevar no sólo la contabilidad, sino también realizar el trabajo topográfico. El comandante Castelo mandó una orden diciendo que yo debía preparar un mapa del terreno desde Xarca—Zeruta al Zoco del Arbaa y proyectar el trazado de la pista en este trozo con arreglo a mi mejor criterio. Hasta ahora, los hombres habían trabajado a lo largo de la llanura, y la tierra a nivel hacía imposibles los errores. Pero desde Hámara en adelante, la pista tenía que sortear los cerros y descender al valle del río Lau. Era necesario planear el trazado cuidadosamente. Esto me llevó unas tres semanas, durante las cuales me adapté, sin darme cuenta, a la rutina diaria. Pero después me encontré de pronto sin tener nada que hacer, más que vigilar a la gente durante las ocho horas de trabajo.

Me sentaba sobre una piedra lisa entre las raíces de una vieja higuera a los pies del cerro de Hámara y desde allí podía abarcar el conjunto de la obra. A veces uno de los dos sargentos o el capataz venían para alguna consulta, pero la mayor parte del día estaba solo, con la excepción del cornetín de órdenes que se sentaba cerca. Tenía que acompañarme a todas partes y dar el toque de descanso o el de atención y llevar recados a unos u otros. Para no aburrirnos a lo largo de estas horas de soledad vacías, no nos quedaba más remedio que charlar. Podía decir por su edad y por su estatura que era un voluntario, porque en Ingenieros sólo ingresaban elegidos reclutas de una estatura mínima determinada y con un oficio adecuado. El cornetín era un hombrecillo rechoncho de unos treinta y dos años de edad, de presencia quieta y silenciosa, pero de movimientos ágiles. Y era un maestro consumado en todas las picardías de tambores y cornetas. Los cornetas, los tambores y los asistentes son en el ejército lo que los sirvientes son en la aristocracia, y se entienden entre sí por signos y hablando un lenguaje críptico de ellos mismos. Si uno de ellos os dice en un momento determinado que es mejor que no habléis al capitán, lo único que os queda es seguir el consejo.

El cornetín de nuestra compañía, Martín, era casi analfabeto, en el sentido de que era incapaz de sacar algo en limpio de lo que leía, pero estaba saturado de lo que él llamaba «ciencia africana». Ésta comprendía desde el arte de hacer nudos científicamente en los vientos de las tiendas, hasta el arte de mantener encendida una hoguera bajo la lluvia más torrencial: incluía una habilidad extraordinaria para remendar ropa y echar medias suelas a unas botas viejas y un arte en la fabricación de cadenas de reloj, pulseras y sortijas construidas con crines de caballo tejidas en diminutos anillos y entrelazadas en fantásticos dibujos. Pero, sobre todo, comprendía el estar al corriente de la más insignificante noticia, pública o privada, desde la organización de las próximas operaciones contra el Raisuni hasta las enfermedades secretas de cualquier soldado o cualquier general.

De Tetuán había traído yo un gran número de novelas francesas, muchas de ellas con grabados: generalmente tomaba conmigo dos o tres para pasar el tiempo en las horas de trabajo. Mi primera conversación con el cornetín tuvo su origen en esta costumbre mía. Un día se acercó:

—¿Me deja usted ver los «santos», mi sargento?

Comenzó a pasar hojas ávidamente. Las ilustraciones de estas novelas abundaban en figuras de mujer forzosamente atractivas a los ojos de un español primitivo. Pero, por coincidencia, la novela que estaba leyendo entonces era un ejemplar de Aphrodite, de Pierre Louys, y la edición estaba cuajada de grabados de talla dulce, mostrando escenas griegas en las que imperaba el desnudo. A cada nueva página el cornetín estallaba en exclamaciones:

—¡Mi madre! ¡Qué tía! ¡Vaya muslos y vaya tetas! —Se quedó después un tiempo contemplando las páginas impresas libres de grabados y dijo al fin—: Las cosas que debe decir aquí... ¿Y usted las entiende, mi sargento?

—¿Qué te crees que dice, tonto?

—Bueno, bien claro se ve. Con estas tías así pintadas y el libro en francés, pues, indecencias. Vamos, eso que llaman pornografía, con las cosas que hacen en la cama y cómo las hacen. Una vez compré yo un libro como éste en Tetuán, que me costó diez pesetas; pero me lo robaron después. Allí explicaba todas las posturas. Hay también postales que las venden a peseta cada una. Bueno, me está usted tomando el pelo, yo contándole esto como un idiota y usted sabiendo mucho más de eso que yo.

Abdella, el capataz de los moros, venía hacia nosotros en aquel momento. Era un hombre espléndido, de tipo beréber, con una barbita negra, ojos rasgados, con las facciones correctas desfiguradas por la viruela. Llevaba no un albornoz o chilaba, sino un uniforme con la insignia de Ingenieros —una torre de plata— en el cuello. Antes de que pudiera hablar en su perfecto español, lento, de palabras escogidas, el corneta le llamó la atención:

—Tú, ¡mira! Fíjate qué hembra hay aquí. —Y le puso bajo los ojos una de las ilustraciones del libro. El moro miró la novela y se dirigió a mí en francés:

—Así, ¿habla usted francés, mi sargento?

—¿Dónde has aprendido tú a hablarlo?

—En Tánger, con los franceses. Serví con los Goumiers y después en los Regulares con los españoles. Ahora llevo con Ingenieros los últimos diez años.

Martín nos miraba a uno y a otro sorprendido:

—¡Anda, Dios! ¿También habla usted árabe?

—No seas estúpido. Esto es francés, el mismo idioma en que están escritos esos libros.

Este incidente tuvo varios resultados inesperados: Martín extendió la noticia entre los soldados de que yo hablaba francés, y su resentimiento contra mí —el resentimiento natural contra el sargento nuevo— aumentó. Abdella hizo amistad conmigo y venía a verme a la sombra de la higuera con una u otra excusa. El cornetín veía reducidas sus conversaciones con esta intromisión y mostraba su hostilidad a Abdella, haciendo esfuerzos desesperados para conquistar mi amistad y separarme de todo contacto con el moro. Los otros sargentos se sintieron curiosos y los visitantes a la higuera se hicieron más numerosos. Hasta que al fin constituíamos bajo el árbol un círculo reducido. Desde aquí comencé a hacer contacto con el mundo que me rodeaba y comencé a verle.

Cada cuatro o cinco minutos veía al moro realizar la misma operación: dejaba de lado el pico y se rascaba furiosamente con ambas manos todas las partes accesibles de su cuerpo. Después se sacudía dentro de su chilaba como un perro saliendo del agua. A veces se frotaba la espalda contra el canto del corte recién hecho en la tierra, antes de reanudar el trabajo. Me fui hacia él:

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