La forja de un rebelde (57 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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El día es tan hermoso, la luz tan violenta en el cielo limpio de nubes, la tierra tan rica de verde de hierba y árbol, y los hombres en el campo de batalla tan diminutos, que se pierde toda idea de guerra y se cree estar asistiendo a una función de teatro sobre un escenario colosal. El tableteo de las ametralladoras y los estampidos de los cañones; el aeroplano solitario que ha volado tranquilo sobre la cuenca del valle y ha dejado caer tres bombas sobre la casita blanca, diminuta desde aquí, envolviéndola en algodón; las figurillas que surgen de pronto imprevistas, corren y a veces se desploman: todo es artificial y falso contra el fondo de estos campos verdes bajo este sol.

Hace mucho tiempo que hemos comido un rancho frío. Llevamos horas aquí en el refugio de la ladera del cerro, esperando que llegue nuestro turno. Los muchachos cabecean su sueño; muchos se han tendido a lo largo sobre la tierra y dormitan, aburridos del espectáculo de una lucha aún no resuelta, cuyas escenas se repiten monótonas hora tras hora. Al fin, el capitán del Estado Mayor llega a galope y comenzamos la marcha, ahora con gran prisa, subiendo y bajando cerros. Los mulos tropiezan a veces y los conductores blasfeman, más por mantenerse despiertos que por la rabia que les causa la cincha floja colgando a un lado la carga, que golpea las patas del mulo.

Nos tomó una hora llegar a nuestro destino, un cerro asomando la nariz sobre el valle, sobre el cual tenemos que montar un blocao. El Tercio está luchando en la misma cima del cerro,pero esto no hace diferencia alguna. Tenemos que terminar y marcharnos antes de que caiga la noche y el blocao tiene que estar construido para entonces, cueste lo que cueste.

En el lado descubierto del cerro, nuestros muchachos cavan a toda prisa y llenan sacos terreros. Las piezas de madera numeradas que son el blocao yacen sobre la tierra en haces ordenados para que el rompecabezas pueda armarse sin dificultad. Los rollos de alambre de espino se desatan y sus extremos libres restallan como látigos con zarpas.

Lo primero que ha de hacerse es levantar un parapeto frente al enemigo; de otra manera, no se podría trabajar. Los hombres se arrastran a la cima del cerro empujando los sacos terreros llenos enfrente de su cabeza; pero cuando llegan a la cima, quedan al descubierto y ponen los sacos en línea llevándolos como si fueran niños dormidos, corriendo a gatas después, más rápidos que lagartos asustados, mientras las balas silban sobre sus cabezas o se estrellan en la tierra o en los sacos repletos con un golpeteo sordo. El enemigo está concentrando su fuego sobre la cresta del cerro. Y los legionarios dispersos, que tropiezan con los sacos y con nuestros pies, nos insultan furiosos. Pero cuando el parapeto comienza a elevarse, lo usan como protección. El golpeteo de las balas sobre la tierra de los sacos suena ahora como goterones de lluvia de tormenta sobre las losas de un claustro; por encima de nuestras cabezas las balas silban como abejas rabiosas. El esqueleto de madera del blocao se va elevando y el sol le va arrancando la esencia de pino recién aserrado y llenando el aire con su olor.

Hay una pausa. Los moros saben lo que va a ocurrir y están esperando sin prisa. Nosotros lo sabemos también. Sabemos que están apuntando cuidadosamente al tejado no existente aún del blocao, esperando que surjamos allí con la hoja de chapa acanalada a cuestas, una silueta limpia contra la hoja de metal brillante al sol, contra la armadura de madera, contra la línea del cerro y el fondo del cielo.

Estas hojas de chapa están ahora a nuestros pies como libros monstruosos con sus hojas rizadas. Tenemos miedo de abrirlos; miedo de encontrar escrito nuestro destino en una de ellas, en una escritura ondulada como una serpiente extendida a lo largo de los folios.

La historia cuenta millares de hechos heroicos en el calor de la batalla: el guerrero o el soldado corta, raja, pincha, aplasta cráneos con su maza o con la culata de su fusil y entra en las páginas de la historia. Aquí no pasa nada de eso.

Nosotros no luchamos, ni aun casi vemos al enemigo. Cogemos una hoja de chapa medio metro de ancha y dos de larga; trepamos por una escalera conservando el equilibrio; colocamos la chapa en un ángulo de 45°, y mientras el sol se refleja en nuestros ojos clavamos clavos a través de los cuatro bordes de la chapa, uno a uno, con cuidado de no martillarnos un dedo. Mientras tanto, diez, veinte o cien pares de ojos detrás de la mira de sus fusiles apuntan fríamente al muñeco que se destaca en negro sobre el espejo del metal brillante. Las balas abren agujeros de bordes cortantes en el metal, a veces en la carne y en los huesos. El orificio por donde una bala entra en el cuerpo es pequeñito, por donde sale es un boquete de bordes sanguinolentos, fibrosos de piltrafas de carne y pingajos de tela desgarrados por el metal.

Se ha terminado y se alza ya el blocao, pero aún ha de montarse la alambrada. En grupos de cinco, nuestros muchachos saltan el parapeto. Uno lleva los piquetes y los pone verticales sobre la tierra, mientras otro martillea rápido, hundiéndolos; un tercero desenrolla el alambre de púas, que le muerde y le araña las manos, de un carrete que un cuarto sostiene. Y el quinto sujeta el alambre a las estacas clavando de prisa horquillas de acero. Trabajan bajo una lluvia de plomo.

Hacia las siete hemos terminado. Tenemos tres muertos y nueve heridos. Un blocao más se alza sobre el valle de Beni—Arós. Recibimos la orden de retirarnos. Van cayendo las sombras y tenemos aún que recorrer veinte kilómetros antes de llegar a la base. Dos horas más tarde la compañía de Ingenieros marchaba aún a través de los campos oscurecidos. Los ruidos de la batalla habían cesado ya hacía tiempo tras nosotros.

¿Que en qué pensamos? En la guerra los hombres se salvan por el hecho de que son incapaces de pensar. En la lucha, el hombre retrocede a sus orígenes y se convierte en animal de rebaño sin más instinto que el de autopreservación. Músculos que nadie usó por siglos resucitan. Las orejas se enderezan al silbido de un proyectil próximo; el vello se eriza en el momento exacto; se salta de lado como un mono o se tira uno de bruces en la única arruga de la tierra, justo a tiempo para evitar la bala que no se ha visto ni se ha oído. Pero ¿pensar? No. No se piensa. Durante estas retiradas en las cuales un hombre marcha tras otro como un sonámbulo, los nervios van calmándose poco a poco. Al fin no existe más que el ritmo pesado de los pies —¡y cómo pesan!—, el de las manos colgantes penduleando autómatas a tiempo con vuestros pies, y el del palpitar de un corazón que escucháis dentro de vosotros mismos y que marcha en ritmo con el corazón del hombre que va delante de vosotros, al cual no oías porque vuestro corazón hace demasiado ruido. Beber y dormir. Beber y dormir. El cerebro se os llena de un deseo de beber, de un deseo de dormir. En la oscuridad, sed y sueño cabalgan sobre el cuello de cien soldados en marcha, en cien cerebros vacíos.

A medianoche era claro que habíamos perdido nuestro camino. Nos encontrábamos al pie de las montañas, sombras inmensas bajo un cielo estrellado. ¿Dónde estábamos? Se mandó alto y el capitán consultó con los sargentos. No teníamos ni una lámpara, ni un plano, ni una brújula. Delante de nosotros, la pared de piedra de la montaña; detrás, los campos oscuros con aullidos de perros y hienas en la distancia. Decidimos trepar montaña arriba; desde la cima podríamos ver una luz, un punto que nos guiara. Y comenzamos el ascenso, tropezando en la oscuridad, las cabezas sobre el pecho, como peregrinos, pero mascullando blasfemias.

Desde la cima divisamos una luz, dos, y muy lejos un centelleo blanco guiñándonos rítmico. La montaña se precipitaba vertical ante nosotros. Acordamos acampar y esperar la luz del día que no tardaría más de un par de horas. Improvisamos un parapeto usando las cargas de los mulos y los mismos mulos. En su recinto encendimos fuegos, pusimos centinelas y dormimos todos, hombres y bestias, apretándonos unos contra otros, asustados como niños perdidos.

Al amanecer vimos frente a nosotros el mar. El sol se tendía en arrugas de oro y plata deslumbrantes sobre un campo inmenso de olas verdes empenachadas de lunas. Debajo, a nuestros pies, estaba Rio Martín.

Nunca sabremos cuántos kilómetros recorrimos aquella noche. Teníamos los pies hinchados y todos los músculos entumecidos. Hubo que prolongar el descanso hasta mediodía para poder comenzar nuestro descenso a Rio Martín.

Fue allí, mientras el capitán esperaba que el telefonista le pusiera en comunicación con el cuartel general, donde tuve el primer pensamiento consciente —inconscientemente me había hormigueado toda la noche en el cráneo— de que ¡no teníamos ni una brújula, ni una lámpara, ni un mapa! Las unidades del ejército español en Marruecos iban a la batalla sin medio alguno de orientación. Se mandaba a los hombres al frente, y se dejaba a su instinto el averiguar hacia dónde avanzar y sobre todo como regresar a sus bases; y unidad tras unidad se perdían en la noche. De repente entendí aquellas trágicas retiradas de Marruecos, donde después de una operación victoriosa, los hombres morían a cientos en emboscadas.

Dos días más tarde recibíamos la orden de marchar a Xauen, ochenta kilómetros al este. Íbamos a reunirnos a la columna que cerraba la salida del valle de Beni—Arós y de las laderas del yébel Alam.

Xauen es una ciudad infinitamente vieja en una garganta estrangulada por montañas. Se la ve únicamente cuando se entra en la misma garganta. La ciudad se presenta de golpe como una sorpresa. No es una ciudad árabe, sino un pueblo de las sierras andaluzas con tejados de rojas tejas en ángulo agudo sobre los muros de sus casas enjalbegadas, tejados sobre los cuales la nieve se escurre en invierno. Los moros llaman a Xauen la Ciudad Sagrada, y la Misteriosa. Cuando se ve la ciudad encerrada entre sus paredes de granito se comprende por qué fue inconquistable durante siglos. Un puñado de hombres, distribuidos en los picos que la rodean, a pedradas pueden cerrar el paso a un invasor.

Las calles de Xauen, estrechas, empinadas y retorcidas, eran un laberinto. En el principio de nuestra ocupación, no era raro que un soldado español fuera atravesado por una gumía sin que se supiera de dónde había surgido el golpe. El barrio hebreo era una fortaleza cerrada por rejas de hierro, que se abrieron de par en par por primera vez en centurias cuando los españoles ocuparon la ciudad. Dentro de un recinto —gruesas paredes, puertas estrechas, troneras por ventanas—, todavía se hablaba español, un español arcaico del siglo XVI. Y unos pocos de los judíos aún escribían este castellano mohoso en letras anticuadas, todas curvas y arabescos, que convertían un pliego de papel recién escrito en un viejo pergamino.

Me enamoré de Xauen. No de la Xauen de los militares, con su plaza de España y su campamento general, con sus cantinas y burdeles en borrachera eterna, con sus presuntuosos oficiales, con sus moros obsequiosos y falsos. Me enamoré de la otra Xauen, de la Misteriosa. Sus calles quietas en sombra, en las que repercute el eco de los borriquillos; su muecín salmodiando su plegaria en lo alto del minarete; sus mujeres tapadas y envueltas en la amplitud de las blancas telas que no dejan nada vivo en sus ropas fantasmales, más que la chispa de sus ojos; sus moros de la montaña, andrajosos en sus pingajos o resplandecientes en chilabas de lana blancas como la leche, pero siempre altivos. Sus judíos silenciosos deslizándose a lo largo de las paredes, tan pegados a ellas como sombras sin cuerpos, corriendo siempre a pasitos cortos, rápidos y furtivos.

En las noches de luna, Xauen evocaba en mí a Toledo con sus callejuelas solitarias y tortuosas. Y para siempre Toledo ha evocado en mí a Xauen. Tienen un mismo fondo de ruido, el ruido del río corriendo rápido y tumultuoso, el viento enredándose en los árboles y en los recovecos de las montañas, aullando en la profundidad de los barrancos.

Xauen era una ciudad industrial. Lavaban sus lanas en los torrentes y las blanqueaban al sol; después las teñían con rojos, azules y amarillos, hechos de jugos de árbol y de piedras pulverizadas con recetas religiosamente transmitidas de padres a hijos. Repujaban el cuero con el arte perdido de Córdoba, la ciudad de los califas. Molían su grano entre las piedras en forma de pera, que el agua había hecho girar durante quinientos años; piedras pulidas cubiertas de poros diminutos, que giraban perezosas como los pechos de una mujer volviéndose en sueños. Martilleaban su hierro y lo templaban sobre carbones hechos de vieja encina; lo sumergían chirriante en el agua del río y surgía azul como pluma de paloma o amarillo como paja tostada al sol. Los judíos repujaban la plata con golpes rápidos de sus martillos, sobre lechos de pez que recibían suaves las figuras que la herramienta iba haciendo surgir en el metal. Tenían hornos de cal y ruedas de alfarero, donde torneaban cacharros de líneas simples y proporciones esbeltas. Y tenían la leyenda de las piedras que arden:

Un santón de una de las grandes tribus que viven al sur, en el desierto, emprendió el peregrinaje a la Tumba del Profeta acompañado de sus discípulos. Marcharon día y noche, por meses y meses, hasta que llegaron a las altas montañas que encierran Xauen. En invierno, las noches son frías y la nieve duerme en las cimas: los hombres del desierto creyeron morir en la nieve. No podían encender un fuego allí, donde sólo había piedras, y la hora de morir había llegado. El hombre santo se retiró en oración. Alá le ordenó recoger las piedras negras que se clavaban en sus rodillas mientras rezaba, y encender un fuego con ellas. El fuego ardió con una llama más brillante que la que madera alguna puede dar. Y los peregrinos se salvaron. Al amanecer, decidieron apagar el fuego y arrojaron en él agua que brotaba de un manantial entre las piedras. Pero el fuego era tan poderoso que el agua ardió en llamas más altas que los hombres.

En un rincón ignorado de la montaña —la leyenda lo dice—, las piedras y el agua están aún ardiendo en honor de Alá. Muchos ojos miran en la noche para ver la llama que arde, nadie sabe dónde.

Los árabes exploran en la noche la llama milagrosa. Rastreadores de todas las partes del mundo han buscado y aún buscan pacientemente en estas montañas, con sus martillos de geólogos, para hallar el carbón y el petróleo que sin duda engendraron la leyenda.

Pero nadie encontrará ya estas visiones en Xauen. Se perdieron hace ya muchos años. La invasión española barrió la magia de la vieja ciudad. Hoy sus lanas se tiñen con las anilinas de la I. G. Farben—Industrie y se mezclan con algodón. Los pocos telares que aún existen ya no funcionan con pies y manos, sino a motor. Los cinceladores cerraron sus talleres hace años y la plata estampada de Marrakech o de Pforzheim se exhibe desvergonzada en tiendas europeizadas. El cuero no se curte ya más con cortezas de árbol ni se le suaviza más con el trabajo laboríoso de las manos hábiles; sus dibujos no se trazan más con martillo y hierros calentados al fuego. Se lo curte por procesos químicos, se lo corta a máquina, se lo estampa en relieve con placas de aceros grabadas en París o Dios sabe dónde. El Fondak, la vieja posada para los viajeros, no existe más, pero existen hoteles con cocina francesa. Xauen ya no es más ni sagrada ni misteriosa. La ha invadido la taberna y el burdel y se ha prostituido. En 1931 era un lugar de turismo, con anuncios pegados en las paredes y una carretera ancha por la cual podían viajar ricos ingleses o americanos. Una ciudad que hacía prosperar el negocio de sedas estampadas de Lyon.

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