La forja de un rebelde (79 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Esta situación me dio una oportunidad: había aceptado el trabajo como una solución intermedia, pero pronto me absorbí en los problemas de las patentes industriales que me hacían volver a mi antiguo cariño por la mecánica. Las patentes en España no requieren más que ser solicitadas, pero pronto comenzamos a tratar con agentes extranjeros, que nos enviaban patentes y nos sometían consultas que envolvían un estudio minucioso del aspecto técnico y legal. Nadie en la oficina de Ungría estaba calificado para este trabajo. Por pura satisfacción personal, comencé a estudiar el lado técnico y teórico de cada patente que venía a nuestras manos y pronto me convertí en un especialista. Mi salario era muy reducido —130 pesetas al mes— pero las traducciones de patentes se me pagaban aparte, con arreglo al número de palabras; había meses en que doblaba y triplicaba mi salario, aunque eso sí, trabajando quince horas al día y más.

Esto me proporcionó una independencia financiera, así como en mi trabajo, y el respeto de los empleados más antiguos.

El señor Laguna —viejo, o mejor dicho aviejado, flaco, con perneras flotantes sobre los carcañales, el pelo lacio y los pómulos salientes, ganando setenta pesetas al mes por ocho horas de trabajo silencioso y humilde— me acosó un día al abandonar la oficina:

—¿Podría hablar con usted un ratito?

Nos marchamos juntos y por un largo tiempo no dije palabra alguna. De pronto se detuvo y me preguntó:

—¿Cree usted que don Agustín me prestaría cien pesetas?

—No lo sé. Todo depende del humor que tenga. Desde luego le dirá que no, pero si insiste usted mucho, lo más seguro es que se las dé.

Otro largo silencio y otra parada:

—¿Usted cree que tomaría a mi chico en la oficina? Esto sería mi salvación.

—Pues, le digo a usted lo mismo: primero le dirá que no y al fin dirá que sí. Sobre todo, si hace usted un llamamiento a su bondad. ¿Van tan mal las cosas, Laguna?

Dio un suspiro profundo y seguimos andando. Comenzaba ya a fatigarme de estos largos silencios, de su andar lento y de su apariencia miserable.

—Vamos a tomar algo. Venga usted.

Entramos en un bar y nos dieron un bock de cerveza con unas patatas fritas a la inglesa. Cuando Laguna hizo crujir en la boca la primera patata, vi que lo que tenía era hambre. Un segundo vaso de cerveza y un bocadillo de jamón le quitaron de golpe la timidez.

—Usted no sabe —dijo—. Somos cinco en casa, la mujer, dos chicas, el chico y yo; y yo soy el único que gana, así que puede usted imaginarse.

—¿Las chicas son aún pequeñas para trabajar?

—No, pero están muy delicadas las pobres. Nuestro cuarto es muy húmedo. Pero es verdaderamente barato: quince pesetas al mes. Sólo que está dos metros más abajo que el nivel de la calle... y claro, no tienen mucho para comer, ahora que están en el crecimiento...

Me dio tanta lástima que al día siguiente yo mismo hablé con don Agustín. Tomó al chico como escribiente y ascendió al padre a cien pesetas al mes, porque no hubiera sido justo que el chico ganara tanto como el padre. El sueldo más pequeño era cincuenta pesetas y ahora entre los dos ganaban 150. Laguna me compró el cigarro más grande y más grueso que encontró en todo Madrid.

Veinticuatro horas después de comenzar a trabajar Pepito Laguna, le habíamos bautizado con el apodo de Charlot.

Tenía unos ojos inmensos y febriles en una carilla pálida y chupada, cabellos rizados y un cuello flaco y largo —un ridículo pescuezo pelado de gallina—, que surgía de una camisa grande y unos hombros rellenos de borra, como el gancho de una percha para colgar ropa surge de un gabán grueso. Los pantalones demasiado largos y demasiado anchos caían sobre unas botas en las que sus pies debían tener sitio para pasearse.

Márquez, el contable, un día trajo un bastoncillo de junco y se lo alargó muy serio:

—Toma, es lo que te falta, Charlot.

Se llenaron de agua los ojos del chiquillo y se quedó allí en medio del salón, entre las risas de todos, con el bastoncito balanceándose entre sus dedos. Márquez recalcó su triunfo.

—Fijarse bien: ¡Charlie Chaplin en carne y hueso!

Laguna me invitó a comer un domingo. Vivía en la calle de Embajadores en una inmensa casa de piedra tres siglos vieja. Desde el portal enlosado descendimos por una escalerilla oscura, también de piedra, a lo que parecía un calabozo medieval. Allí, entre los cimientos, había una habitación cuadrada con paredes revestidas de cemento; en ella, dos camas de hierro detrás de una cortina de flores descoloridas sobre un fondo amarillo; una mesa con un hule lleno de grietas, rodeada por media docena de sillas dispares, una vieja cómoda y un baúl forrado de piel apolillada; sobre la cómoda, una virgen de escayola y un ramo de flores de papel. El cuarto olía a leche agria.

—Afortunadamente podemos guisar en el patio —explicó Laguna—. Allí tenemos un cuartito con una hornilla, pero lo malo es que no tiene puerta y la mujer se hiela cuando guisa en invierno.

Resonaron unos pasos sobre nuestras cabezas. A través de la reja de la ventana, que era un pie de alta por tres de larga, abierta a ras de la acera, veíamos la sombra de los transeúntes y los extremos de sus piernas.

Estar en aquel cuarto era un tormento físico.

Charlot no duró más que un par de meses. Cogió un catarro y se murió. Laguna se hizo más silencioso y encogido. Algunas veces me murmuraba:

—Precisamente ahora, cuando podíamos comer cada día... —y se callaba. Charlot se había muerto simplemente de hambre.

Odiaba esta hambre horrible, escondida y vergonzante de los empleados de oficina que imperaba en tantos cientos de hogares en Madrid.

Un día me encontré con mi viejo amigo Antonio Calzada; estaba flaco y amarillo, muy bien zurcidos los bordes deshilachados de los puños de la camisa y de la americana. Estaba sin trabajo. Su historia era la vieja historia de la prosperidad y la crisis de la guerra. Durante la gran guerra le habían nombrado pomposamente director de la recién fundada sucursal del Banco Hispano—Americano en el Puente de Vallecas. Su salario no era más de 250 pesetas, pero tenía habitaciones para vivir encima del banco sin pagar renta, luz o calefacción. Se casó y tenía tres hijos. La sucursal prosperó: pronto tuvo un contable, dos empleados, un ordenanza y una caja fuerte; le dieron poderes. Si el negocio seguía prosperando, podía contar con un ascenso y un puesto en alguna otra sucursal más importante. Cuando se acabó la guerra, el banco comenzó a despedir personal. La sucursal se quedó sólo con el ordenanza, hasta que un día éste también desapareció. Calzada continuó como director, escribiente y ordenanza todo en uno, acuciado por el miedo de ser puesto en la calle en cualquier momento.

—Todos los empleados de banco —dijo— parecían sentir los mismos temores e intentaron unirse en forma que pudieran defenderse con una resistencia colectiva. Al principio los bancos despedían a todos los que se sabía pertenecían a un sindicato. Más tarde apareció en escena el Sindicato Libre de Banca y Bolsa. Sus organizadores venían de Barcelona con la fama de resolver todas las cuestiones sociales por la acción directa; iban a resolver el problema de los empleados con sus pistolas y, si era necesario, iban a liquidar a unos cuantos directores. A mí, como a muchos, me pareció que eran diferentes de tus viejos dormilones amigos de la UGT y no creí entonces, aunque me lo dijeron, que Martínez Anido y sus pistoleros y hasta los bancos estaban detrás. Me inscribí. Se inscribieron miles de empleados, y la organización entonces exigió el cese de los despidos y una escala mínima y fija de salarios. Fuimos a la huelga y la perdimos.

Los organizadores del Sindicato Libre abandonaron a los huelguistas. Los despidos fueron a cientos. Calzada se unió a los huelguistas y perdió su plaza.

—Hasta ahora me he ido manejando, con los ahorrillos primero y empeñando lo que había en casa que valiera algo. Pero ya no sé por dónde vamos a salir. No tengo más que lo puesto, debo dos meses de casa, y comemos de milagro, cuando comemos.

Don Agustín le admitió con 100 pesetas al mes. Fue uno de los privilegiados entre los miles de pobres gentes que buscaban trabajo sin encontrarlo durante el verano de 1923. Por aquella época comenzaron a producirse en Madrid atracos, robos y asesinatos, al igual que en mayor escala venía ocurriendo en Barcelona. Se sucedían los gobiernos y el caos aumentaba de mal a peor.

Una tarde me encontré en la calle al comandante Tabasco. Me saludó muy cariñoso y me forzó a contarle cómo iba viviendo. Sabía por qué había venido a la capital, pero hubiera sido una impertinencia mía hacer una alusión directa.

—¿Ha venido usted de veraneo, don José? —le dije.

—¡De veraneo! Sigues tan inocente como siempre. Je, inocente! Es una lástima que tuvieras que licenciarte, ahora nos hubieras sido muy útil. Tú sabes muy bien a qué he venido. Si hubieras estado en Ceuta te hubiera traído conmigo. Estoy abrumado de trabajo y un secretario me hubiera venido bien.

—Pero las cosas van bien, ¿no?

—Oh, sí. Todo está arreglado. Dentro de dos o tres meses, las cosas van a cambiar de arriba abajo. Hemos decidido acabar con todas estas intrigas. Tenemos que enseñar a toda esta canalla que existe una patria y que España no es una colonia extranjera. Mira lo que ha pasado en Italia —en Italia, Mussolini acababa de asaltar el poder—, y aquí estamos en idéntica situación. O dejamos que haya una revolución como en Rusia, o los españoles, ios verdaderos españoles, tenemos que coger las riendas en la mano. Y ya es tiempo que esto se haga.

—Francamente no me he formado aún una idea de lo que está pasando en política. En los pocos meses que hace que dejé Marruecos, no he hecho más que trabajar para salir adelante, y nada más. Y la vida es tan distinta de la vida de cuartel, que no puedo decir que he comprendido aún todos los problemas que hay. Nadie está de acuerdo con nadie. Y parece que las cosas de Marruecos no marchan bien, ni mucho menos.

Don José se excitó:

—¿Cómo diablos van a ir bien las cosas, si no nos dejan a nosotros que las arreglemos? Ahí están, mandando paisanos a negociar con Abd—el—Krim; ¿qué saben ellos de Marruecos? Ese granuja quiere una República independiente, y los comunistas de Francia y los socialistas de la Casa del Pueblo de aquí le apoyan. Lo que hay que hacer es fusilar a unos cuantos cientos y arrasar el Rif. Bueno, todo vendrá en su día y ¡antes de lo que la gente cree!

Aquella noche tenía ganas de encontrarme entre gente y charlar un rato. Me fui a la tabernita de la calle de Preciados (una bomba alemana la destruyó totalmente en noviembre de 1936) donde se reunían innumerables empleados de las oficinas próximas a la Puerta del Sol, cuando terminaban su trabajo. Me junté a un grupo de conocidos y les conté la esencia de la conversación que había tenido con el comandante.

—Lo que nos hace falta es una República —explotó Antonio, un jovencito flacucho y enfermizo, cuyos bolsillos siempre atiborrados de folletos anarquistas y comunistas abultaban más que él.

—No. Lo que necesitamos aquí es un tío con cojones que enseñe disciplina a toda esta gentuza —replicó el señor Pradas, un contable miope, haciendo oscilar peligrosamente los gruesos cristales de sus gafas en los límites extremos de su nariz.

—¡Eso es lo que hace falta! —aplaudió Manuel, un jefe de ventas próspero de un gran almacén.

—No tengo nada contra ello —dijo Antonio—, siempre que el hombre tenga cojones y sea un socialista, un verdadero socialista, un Lenin. Sí, señor. Esto es lo que necesitamos: una revolución y un Lenin.

El señor Pradas puso ambos codos sobre la mesa:

—Mire, usted simplemente es un chalao. Bueno, no un chalao, un chiquillo en pañales. La desgracia de este país es que no tenemos otro Espartero, que no tenemos un general tan grande como él, que agarre del pescuezo a todos los políticos y barra las calles con ellos. Necesitamos un tío que se presente en el Congreso, dé dos puñetazos en la mesa y los ponga a todos en la calle. Yo no estoy en favor de matar a nadie, pero créame, unas docenitas de fusilamientos y se quedaba todo como una seda. Y en cuanto a los socialistas, un tiro en la nuca a Prieto, Besteiro y compañía. Eso es lo que hace falta aquí.

Antonio se levantó lívido:

—¡Usted es un cabrón y un hijo de puta!

En la tabernita no existían conversaciones privadas. Medio minuto más tarde, cien personas apretujadas en un cuartucho de veinte metros cuadrados estaban chillando y levantando los puños. Cinco minutos más tarde sonó la primera bofetada, y poco después Antonio y cuatro más eran conducidos a la comisaría entre una pareja de guardias. El suelo estaba lleno de cristales y de charcos de vino; y Miguelito, el más avispado de los chicos de la taberna, le estaba lavando una descalabradura a un antiguo parroquiano, frotándole concienzudamente la calva con un trapo de limpiar mesas empapado en aguardiente. El señor Pradas, con la cara roja y los ojos ciegos tras las cristales, peroraba:

—¡Anarquistas, sí señor, anarquistas! Eso es lo que son. Todo esto porque uno se atreve a decir la verdad como una persona decente. Yo soy una persona decente. Cuarenta años he estado trabajando como un mulo y ¡ahora este mocoso quiere darme lecciones! Lo que necesitamos aquí es un hombre como el general Espartero, un hombre con cojones que meta en cintura a todo el mundo. ¡Viva España!

La segunda bronca que comenzaba a iniciarse quedó ahogada en vino. El tabernero, un hombre enérgico, con la filosofía de su profesión, la cortó de raíz:

—Bueno, señores, se acabó. No se habla más de política. El que quiera hacerlo, que se marche a la calle. Aquí la gente viene a beber y a pasar un buen rato. Miguelito, pasa una ronda a todos estos señores por cuenta de la casa.

Se me quitaron completamente las ganas de volver a la tertulia.

El general Picasso terminó sus investigaciones del Desastre de Melilla en 1921. Su informe estaba en las manos del Parlamento; de un momento a otro se esperaba el día del debate en la Cámara. La minoría socialista había copiado e impreso el informe y unas pocas copias circulaban ya por Madrid. Entre los papeles encontrados en el despacho del general Silvestre, el general Picasso había descubierto un número de documentos que probaban la interferencia personal de Alfonso XIII en el curso de las operaciones militares. Pero ninguno de los efímeros gobiernos de aquellos días se atrevía a plantear la cuestión ante las Cortes. La oposición formaba un bloque y pedía cada vez con mayor energía que se abriera un debate público para definir las responsabilidades de la catástrofe de Marruecos. Se sentía que iba a pasar algo grave.

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