En el reino de Merilon, Magia significa Vida. Nacido sin poderes mágicos y privado de su herencia, a Joram se le da por muerto; sin embargo, el joven llega a la edad adulta en un remoto pueblo campesino ocultando su carencia de poderes gracias a que se mantiene constantemente alerta y a sus grandes dotes de prestidigitación. Obligado a matar a un hombre en defensa propia, Joram ya no puede ocultar por más tiempo su secreto a los habitantes del pueblo. Huyendo al País del Destierro, se une a los proscritos Tecnólogos, practicantes desde hace mucho tiempo de las prohibidas artes científicas. Es allí donde se encuentra con Saryon, un estudioso catalista. Juntos, Joram y Saryon empiezan su búsqueda de un más noble destino, un destino que se inicia con el descubrimiento de los libros secretos que les permitirán derribar al malvado usurpador, Blachloch… y forjar una poderosa arma que absorbe la Magia: la Espada de Joram.
Margaret Weis & Tracy Hickman
La Forja
La espada de Joram I
ePUB v1.0
Volao17.04.12
PRÓLOGO
La negra y grasienta columna de humo empezó a perderse en el aire helado, mientras las cenizas de la víctima caían sobre aquellos que, muy satisfechos de sí mismos, creían firmemente que acababan de salvar un alma. Aquí y allá, aparecían lenguas de fuego por entre las humeantes ruinas, ávidas de más cosas que quemar. Pero no encontrando más que restos carbonizados, el fuego chisporroteó y acabó extinguiéndose mientras el humo se elevaba hacia el cielo, amortajando la desdichada aldea y ocultando el sol tras un espeso velo.
La muchedumbre se dispersó, muchos de ellos santiguándose, combinando ese gesto con otros destinados a alejar el mal de ojo u otras maldiciones que pudieran estar aún presentes en la contaminada atmósfera. Las palabras «asquerosa bruja», que muchos murmuraban entre dientes, servían de sombrío acompañamiento a las mojigatas súplicas que el sacerdote elevaba a alguien —podría haber sido a Dios, aunque el clérigo no parecía estar demasiado seguro de ello— para que perdonase los pecados de aquel ser torturado y le facilitase el descanso eterno.
Dos figuras permanecían semiocultas en un callejón infestado de ratas. Ambos hombres iban vestidos exactamente igual, con túnicas negras y capuchones que les caían sobre los ojos. Uno de ellos se apoyaba sobre un bastón de madera tallada, muy pulimentado, y adornado con nueve extraños símbolos. Evidentemente era el más anciano de los dos, puesto que su cuerpo aparecía encorvado y la mano que se apoyaba en el bastón estaba arrugada, aunque lo sujetaba con firmeza.
Su compañero era mucho más joven, ya que se mantenía muy erguido, aunque tenía los hombros caídos y parecía embargarle un gran dolor. Se tapaba la nariz y la boca con un trapo, en apariencia para resistir el hedor dulzón de la carne quemada, pero, en realidad, para que el anciano no se diera cuenta de que estaba llorando.
Su presencia no había sido detectada por la muchedumbre, porque ambos habían escogido pasar inadvertidos, permaneciendo allí de pie, observando, en silencio. Luego, mientras las últimas cenizas de alguien a quien habían amado se dispersaban por las callejuelas de resquebrajadas losas, el anciano dejó escapar un lento suspiro.
—¿Es eso todo lo que sabes hacer? —exclamó el otro con voz entrecortada, ahogada casi por el dolor—. ¿Suspirar? Debieras haberme dejado... —Hizo unos rápidos y complicados dibujos en el aire con una mano—. Debieras haberme dejado...
El anciano lo contuvo posando una mano sobre su brazo.
—No. Eso únicamente hubiera empeorado las cosas para nosotros. Ella era poderosa. Se hubiera podido salvar a sí misma, pero guardó nuestro secreto, a pesar de que destrozaron y quemaron su cuerpo. ¿Le arrebatarías ese triunfo?
—¿Por qué han hecho esto? ¿Por qué nos están haciendo esto? —sollozó el joven con desesperación, esforzándose por borrar los rastros de su dolor con sus largas y delgadas manos—. ¡No hemos hecho ningún mal! Sólo hemos intentado ayudar...
En el rostro del anciano apareció un rictus severo y su voz crepitó igual que las llamas cuando le replicó:
—Temen aquello que no comprenden, y destruyen todo aquello que temen. Siempre ha sido así con los de su especie. —Suspirando de nuevo, sacudió la encapuchada cabeza—. Pero preveo que cada vez será peor. Se acerca una nueva era, una era en la que no habrá lugar para nosotros. Uno a uno, nos buscarán, nos arrancarán de nuestros hogares y nos arrojarán a sus codiciosas hogueras. Perseguirán y destruirán nuestras creaciones, exterminarán a nuestros duendes...
—Y mientras tanto nos quedamos aquí, lamentándonos, y dejamos que nos maten sin decir nada —lo interrumpió amargamente el joven.
—¡No!
El anciano clavó con vehemencia la mano que tenía apoyada en el brazo del joven.
—¡No! —repitió en un tono de voz que hizo que un sentimiento de esperanza mezclado con un escalofrío de temor recorriera el cuerpo del joven, que se volvió para mirarlo fijamente—. ¡No, no vamos a hacer eso! He estado pensando mucho en esto, sopesando los peligros, las alternativas. Ahora estoy convencido. Ahora me doy cuenta de que no podemos escoger. Hemos de irnos.
—¿Irnos? —repitió el más joven débilmente, aturdido—. Pero ¿adónde iremos? No existe un lugar seguro; nuestros hermanos nos han dicho que esta persecución existe dondequiera que salga el sol...
Como si sus palabras lo hubieran conjurado, el sol apareció entre las grises nubes; pero los carbonizados restos del cadáver despedían más calor que la consumida esfera, que brillaba pálida y hostil en el cielo invernal.
Mirándola con fijeza, el anciano sonrió torvamente.
—¿Dondequiera que salga el sol? Sí, es verdad.
—Entonces...
—Existen otros soles, hijo mío —dijo, pensativo, fijando la mirada en el cielo y acariciando los símbolos grabados en su bastón—. Otros soles...
Cuando un Patriarca del Reino de Thimhallan recibe en solemne ceremonia la mitra que le designa como cabeza espiritual y corazón del mundo, su primer acto oficial se realiza en secreto, privadamente, oculto incluso a los ojos de aquellos a quienes llama Soberanos.
Siguiendo las órdenes de los
Duuk-tsarith
, el Patriarca se retira a sus aposentos y activa los encantamientos que lo aislarán del mundo exterior. Una vez hecho esto, deja entrar a una sola persona —un Señor de la Guerra, Jefe de la temible Orden de los
Duuk-tsarith
—, la cual trae a su Divinidad un pequeño cofre, de oro purísimo, hecho por los alquimistas. Este cofre está rodeado de tales sortilegios de defensa y protección, que únicamente el Señor de la Guerra puede abrirlo y sacar aquello que guarda: una hoja de viejo pergamino manuscrito. Cuidadosa y reverentemente, el Señor de la Guerra coloca este pedazo de papel frente al perplejo Patriarca.
Este, entonces, levanta la hoja de pergamino y examina el documento con cuidado. Es antiguo, escrito siglos atrás. El papel está manchado, como si alguien hubiera llorado sobre él, y la escritura, aunque evidentemente es obra de un escriba experto, resulta prácticamente ilegible.
A medida que el Patriarca va consiguiendo descifrar esta misiva, su expresión cambia, y deja de ser de perplejidad para convertirse en una mueca de sobresalto y pavor. Invariablemente, levanta la vista para mirar al Jefe de la Orden de los
Duuk-tsarith
, como preguntándole si conoce el contenido de la carta y si es cierto lo que dice. El Jefe de la Orden simplemente asiente con la cabeza, ya que son gente que raramente hablan, y cuando se ha convencido de que el Patriarca ha comprendido el contenido del documento, el Señor de la Guerra hace un movimiento y el pergamino abandona las manos del Patriarca para volver al cofre. El
Duuk-tsarith
se retira entonces, dejando tras de sí a un hombre trastornado e inquieto, con las frases leídas en el pergamino bulléndole en la cabeza.
Perdonadme, aquellos de vosotros que en una época futura estéis leyendo esto. Mi mano tiembla. ¡Que Almin me ayude! ¡Me pregunto si alguna vez dejaré de temblar! No, sé que no podré dejar de hacerlo, mientras siga vivo en mi imaginación el trágico acontecimiento que es mi deber relatar, ni mientras sigan resonando en mis oídos aquellas palabras.
Sabed, pues, que en los oscuros días que siguieron a las Guerras de Hierro, cuando el país era un caos y muchos predecían el fin de nuestro mundo, el Patriarca del Reino decidió invocar al futuro, para que pudiéramos tranquilizar al pueblo. Se preparó durante un año para soportar el esfuerzo que significaba realizar aquel conjuro. Nuestro amado Patriarca rezó a Almin diariamente. Escuchó la música apropiada, que le fue recomendada por los
Theldara
, música que armonizaría lo espiritual con lo físico. Tomó los alimentos adecuados, absteniéndose de toda bebida fuerte. Sus ojos no vieron más que aquellos colores que relajaban la mente y aspiró el incienso y los perfumes prescritos. Durante el mes anterior a la Profecía, ayunó, no bebiendo más que agua, eliminando de su cuerpo toda influencia desagradable. Durante todo ese tiempo, permaneció día y noche en una pequeña celda, sin hablar con nadie y sin que nadie le hablara.
El día de la Profecía llegó. ¡Oh! ¡Cómo se agita mi mano! No puedo cont__
(En este punto, hay un borrón sobre el papel y la escritura se pierde en el margen del pergamino.)
Ya pasó, os pido perdón. Vuelvo a ser yo mismo de nuevo. Nuestro querido Patriarca descendió al Pozo Sagrado que hay en el corazón de El Manantial y se arrodilló sobre el borde marmóreo del Pozo, que es, o así se nos enseña, la fuente de la que emana la magia de nuestro mundo. Los más importantes catalistas del país se habían reunido en ese lugar sagrado para ayudar al teúrgo a realizar aquel conjuro. Permanecían de pie, alrededor del Pozo, con las manos cogidas para que la Vida circulase a través de ellos.
De pie junto a nuestro Patriarca estaba el anciano teúrgo, uno de los últimos que quedan en este mundo, nos tememos, puesto que los de su raza se inmolaron a sí mismos en sus intentos de poner fin a aquella atroz guerra. Absorbiendo Vida de los catalistas que lo rodeaban, el Conjurador de Espíritus utilizó su potente magia, invocando a Almin para que diera a conocer el futuro al Patriarca. Éste añadió sus plegarias a aquel conjuro, y aunque su cuerpo estaba debilitado por el ayuno, había fuerza y fervor en su voz.
Y Almin apareció.
Nosotros, todos nosotros, sentimos su presencia, y nos arrodillamos embargados por el temor y el respeto, incapaces de contemplar Su terrible belleza. Nuestro Patriarca, mirando fijamente al interior del Pozo, con expresión absorta y fascinada, bajo los efectos de un poderoso hechizo, empezó a hablar con una voz que no era la suya. Sus palabras no fueron las esperadas. Son éstas. Espero poder ser capaz de transcribirlas.
«Nacerá de la Casa Real alguien que está muerto y que no obstante vivirá, que morirá de nuevo y volverá a vivir. Y cuando regrese, en su mano llevará la destrucción del mundo...»
Seguramente hubiera continuado, pero en ese momento nuestro amado Patriarca lanzó de repente un grito terrible —un grito que resonará en mi corazón de la misma forma en que su voz sigue sonando en mis oídos— y, llevándose las manos al pecho, cayó hacia adelante quedando tendido en el borde del Pozo, muerto. El teúrgo se desplomó a su lado como fulminado por un rayo, con los miembros paralizados, mientras movía los labios sin poder emitir ningún sonido inteligible.