La forma del agua (16 page)

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Authors: Andrea Camilleri

BOOK: La forma del agua
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—Se lo diré, muchas gracias.

Montalbano se pasó una hora firmando papeles y otra escribiendo. Eran unos cuestionarios del Ministerio tan complejos como inútiles. Galluzzo, muy alterado, ni siquiera llamó a la puerta, sino que la abrió con tal violencia que la golpeó contra la pared.

—Pero ¿qué coño te pasa? ¿Qué ocurre?

—Me acabo de enterar por un colega de Montelusa. Han matado al abogado Rizzo. De un disparo. Lo han encontrado al lado de su automóvil, en el barrio de San Giusippuzzu. Si quiere, me informo mejor.

—Déjalo, voy yo.

Montalbano consultó el reloj. Eran las once. Salió corriendo.

* * *

En casa de Saro no contestaba nadie. Montalbano llamó a la puerta de al lado y le abrió una viejecita con cara de pocos amigos.

—¿Qué pasa? ¿Qué maneras son ésas de llamar?

—Perdone, señora, buscaba a los señores Montaperto.

—¿Los señores Montaperto? Pero ¿qué señores? ¡Ésos son unos basureros indecentes!

No parecía que hubiera demasiada simpatía entre ambas familias.

—Y usted, ¿quién es?

—Soy comisario de policía.

El rostro de la mujer se iluminó y empezó a dar voces con agudas notas de alegría.

—¡Turiddru! ¡Turiddru! ¡Ven corriendo!

—¿Qué pasa? —preguntó un viejo extremadamente delgado que acababa de aparecer.

—¡Este señor es comisario! ¿Lo ves como yo tenía razón? ¿Ves como los busca la policía? ¿Ves como era gente mala? ¿Ves como se han escapado para no acabar en la cárcel?

—¿Cuándo se han escapado, señora?

—No hace ni media hora. Con el chiquillo. Si se da prisa, puede que los alcance en la calle.

—Gracias, señora. Voy corriendo.

Saro, su mujer y su hijo lo habían conseguido.

* * *

Por el camino de Montelusa lo obligaron dos veces a detenerse; primero una patrulla de soldados alpinos y después otra de carabineros. Lo peor fue cuando se dirigía a San Giusippuzzu, pues, entre bloqueos y controles, tardó tres cuartos de hora en recorrer menos de cinco kilómetros. En el lugar de los hechos estaban el jefe superior de policía, el coronel de los carabineros y la jefatura de Montelusa en pleno. También estaba Anna, que fingió no verlo. Jacomuzzi miraba a su alrededor, buscando a alguien a quien poder contárselo todo con pelos y señales. En cuanto vio a Montalbano, corrió a su encuentro.

—Una ejecución en toda regla, despiadada.

—¿Cuántos eran?

—Sólo uno, al menos el que disparó fue sólo uno. El pobre abogado salió de su despacho a las seis y media de esta mañana, cogió unos papeles y se dirigió a Tabbia, donde se había citado con un cliente. Se ha comprobado que salió solo de su despacho, pero por el camino recogió en su coche a algún conocido.

—Puede que fuera alguien que hacía autoestop.

Jacomuzzi soltó una carcajada tan sonora, que algunas personas se volvieron a mirarlo.

—¿Y tú te imaginas a Rizzo, con la cantidad de líos que tenía, invitando a subir a su coche a un desconocido? ¡Pero si no se fiaba ni de su propia sombra! Tú sabes mejor que yo que detrás de Luparello estaba Rizzo. No, no, seguramente ha sido alguien a quien él conocía; un mafioso, sin la menor duda.

—¿Un mafioso, dices?

—Pondría la mano en el fuego. La mafia ha subido el precio, pide cada vez más, y los políticos no siempre están en condiciones de satisfacer sus exigencias. Pero hay otra hipótesis. Debió de cometer algún error, ahora que se sentía más fuerte tras el nombramiento del otro día. Y no se lo han perdonado.

—Jacomuzzi, te felicito. Esta mañana estás siendo especialmente perspicaz, se ve que has cagado bien. ¿Cómo puedes estar tan seguro de lo que dices?

—Por la manera en que el otro lo ha matado. Primero le ha reventado los cojones a patadas; después, lo ha obligado a arrodillarse, le ha puesto el arma en la nuca y ha disparado.

Montalbano experimentó súbitamente una punzada de dolor en la parte posterior de la cabeza.

—¿Qué arma era?

—Pasquano dice que, a juzgar por el orificio de entrada y el de salida, y teniendo en cuenta que el cañón estaba prácticamente en contacto con la piel, tiene que ser una siete sesenta y cinco.

—¡
Dottor
Montalbano!

—Te llama el jefe superior —dijo Jacomuzzi, eclipsándose.

El jefe superior le tendió la mano y ambos se miraron sonriendo.

—¿Cómo es posible que usted también esté aquí?

—En realidad, señor jefe superior, ya me iba. Me encontraba en Montelusa, me he enterado de la noticia y he venido por simple curiosidad.

—Pues entonces, hasta esta noche. No falte, se lo ruego. Mi mujer lo espera.

Era una suposición, una simple suposición, y tan endeble que, si se hubiera detenido un instante a examinarla, se habría desvanecido. Estaba pisando a fondo el acelerador, y poco faltó para que en un control le pegaran un tiro. Al llegar a Capo Massaria, ni siquiera apagó el motor; saltó del vehículo dejando la puerta abierta, abrió sin dificultad la verja y la puerta de la casa, y corrió al dormitorio. En el cajón de la mesilla de noche ya no estaba la pistola. Se insultó a sí mismo de mala manera. Se había comportado como un gilipollas. Después de haber descubierto el arma, había vuelto un par de veces a la casa con Ingrid y no se había tomado la molestia de comprobar si el arma estaba en su sitio. No lo había hecho ni una vez, ni siquiera cuando encontró la verja abierta y se tranquilizó pensando que había sido él quien había olvidado cerrarla.

«Ahora voy a
tambasiàre»
, pensó en cuanto llegó a su casa.
Tambasiàre
era un verbo que le gustaba. Significaba ponerse a pasear de habitación en habitación sin un propósito definido, ocupándose en fruslerías. Y eso fue lo que hizo: colocó los libros en su sitio, ordenó el escritorio, enderezó un dibujo de la pared, limpió los quemadores de la cocina de gas.
Tambasiàva
. No tenía apetito, no había ido a comer al restaurante y ni siquiera había abierto el frigorífico para ver qué le había preparado Adelina.

Al entrar, como de costumbre, había encendido el televisor. La primera noticia que dio el presentador de Televigata fue la referente a los detalles del asesinato del abogado Rizzo, los detalles, pues la novedad de aquella muerte ya se había comentado en una edición extraordinaria. El periodista no tenía la menor duda: el abogado había sido asesinado por la mafia, atemorizada por el hecho de que la víctima acabara de acceder a un cargo de alta responsabilidad política, desde el cual podría luchar con más eficacia contra el crimen organizado. Porque éste era el mensaje clave de la renovación: guerra sin cuartel a la mafia.

Nicolò Zito, que acababa de regresar precipitadamente a Montelusa, también hablaba de la mafia en Retelibera, pero de una manera tan retorcida, que nadie entendía nada de lo que decía. Entre líneas, mejor dicho, entre palabras, Montalbano intuyó que Zito pensaba en un brutal ajuste de cuentas, pero no lo decía abiertamente por temor a que se añadiera otra querella a las muchas que ya tenía pendientes. Al final, Montalbano se cansó de toda aquella cháchara hueca, apagó el televisor, bajó las persianas para que no entrara la luz del día, se tendió vestido en la cama y se acurrucó. Se quería
accuttufare
. Otro verbo que le gustaba. Significaba tanto recibir palos como apartarse de la sociedad. En aquel momento, ambos significados eran válidos para él.

Quince

Más que una nueva receta para preparar los pulpitos, el invento de la señora Elisa, la esposa del jefe superior de policía, fue para el paladar de Montalbano una auténtica inspiración divina. Se sirvió por segunda vez un abundante plato y, cuando estaba a punto de terminar, aminoró el ritmo de la masticación para prolongar, aunque fuera por poco tiempo, el placer que el plato le estaba deparando. La señora Elisa lo contemplaba satisfecha: como toda buena cocinera, disfrutaba de la extasiada expresión del rostro de los comensales mientras saboreaban uno de sus platos. Y Montalbano, por la expresividad de su rostro, era uno de sus invitados preferidos.

—Gracias, se lo agradezco muy de veras —le dijo el comisario al final, lanzando un suspiro.

Los pulpitos habían obrado en parte una especie de milagro; pero sólo en parte, pues, aunque era cierto que ahora Montalbano se sentía en paz con Dios y con los hombres, no lo era menos que seguía sin estar en paz consigo mismo.

Al terminar la cena, la señora recogió la mesa y llevó una botella de Chivas para el comisario y otra de licor amargo para su marido.

—Y ahora mientras vosotros empezáis a hablar de vuestros muertos asesinados en la vida real, yo me voy a ver los falsos muertos de la televisión, los prefiero.

Era un rito que se repetía por lo menos una vez cada quince días. A Montalbano le resultaban simpáticos el jefe superior y su mujer, y éstos correspondían ampliamente a su simpatía. El jefe superior era un hombre distinguido, culto y reservado, casi una figura de otra época.

Hablaron de la desastrosa situación política, de las peligrosas incógnitas que el creciente desempleo estaba creando, de la grave situación del orden público. Después, el jefe superior pasó a una pregunta directa.

—¿Me quiere explicar por qué no ha cerrado todavía el asunto Luparello? Hoy he recibido una preocupada llamada de Lo Bianco.

—¿Estaba enfadado?

—No, como le he dicho, simplemente preocupado. Perplejo, más bien. No consigue explicarse la razón de su demora. Y yo tampoco, si he de serle sincero. Mire, Montalbano, usted me conoce y sabe que jamás me permitiría ejercer la más mínima presión sobre uno de mis funcionarios para obligarle a tomar una determinada decisión.

—Lo sé muy bien.

—Por consiguiente, si le hago la pregunta es para satisfacer mi curiosidad personal. ¿Me explico? Estoy hablando con mi amigo Montalbano, que conste. Un amigo cuya inteligencia y perspicacia conozco muy bien, y cuyo civismo en las relaciones humanas es algo muy poco frecuente hoy en día.

—Se lo agradezco, señor jefe superior, y seré sincero, como usted merece. Lo que no me convenció de toda esta historia fue el lugar donde se descubrió el cadáver. Desentonaba mucho, de manera estridente, con la personalidad y la conducta de Luparello, hombre astuto, prudente y ambicioso. Me pregunté: ¿por qué lo ha hecho? ¿Por qué ha ido al aprisco para mantener una relación sexual que, en aquel ambiente, resultaba extremadamente arriesgada y ponía en peligro su imagen? No encontré una respuesta. Mire, señor jefe superior, era algo así como si, salvando las distancias, el presidente de la República hubiera muerto de un infarto mientras bailaba el rock en una discoteca de ínfima categoría.

El jefe superior levantó una mano para interrumpirlo.

—Su comparación no es apropiada —observó con una sonrisa que no era una sonrisa—. Hemos visto recientemente a algún ministro que se ha desmelenado bailando en salas de fiestas de categoría más o menos ínfima, y no se ha muerto.

El «por desgracia» que evidentemente estaba a punto de añadir se perdió antes de brotar de sus labios.

—Pero el hecho está ahí —prosiguió diciendo tozudamente Montalbano—. Y esta primera impresión me la confirmó ampliamente la viuda del ingeniero.

—¿Ha tenido ocasión de conocerla? Una mujer que piensa con la cabeza.

—Fue la señora quien quiso hablar conmigo, y así me lo hizo saber. En el transcurso de una conversación que mantuve ayer con ella, me dijo que su esposo tenía una casita en Capo Massaria, y me facilitó las llaves. Por consiguiente, ¿qué razón tenía para exponerse al peligro en un lugar como el aprisco?

—Yo también me lo he preguntado.

—Admitamos, por un momento y por el puro placer de la discusión, que se dejó convencer por una mujer dotada de una extraordinaria capacidad de persuasión. Una mujer que no era del lugar y que lo condujo allí por un camino absolutamente impracticable. Tenga en cuenta que la que iba al volante era una mujer.

—¿Un camino impracticable, dice usted?

—Sí, no sólo tengo testimonios muy precisos al respecto, sino que dicho camino se lo hice recorrer a mi sargento, y yo mismo también lo he recorrido. El vehículo atravesó incluso el lecho seco del río Canneto, y la suspensión se rompió. En cuanto el vehículo se detiene, prácticamente empotrado en un matorral de gran tamaño, la mujer se coloca encima del hombre que tiene a su lado y empiezan a hacer el amor. Durante el acto, el ingeniero sufre la indisposición que lo lleva a la muerte. Sin embargo, la mujer no grita ni pide socorro: con terrorífica frialdad, desciende del automóvil, recorre muy despacio el sendero que conduce a la carretera provincial, sube a un automóvil que se acerca y se larga.

—No cabe duda de que todo es muy raro. ¿La mujer hizo autoestop?

—Ha dado usted en el clavo. Parece ser que no, y tengo un testimonio al respecto. El vehículo al que subió llegó a toda prisa, incluso con la puerta abierta. El conductor sabía a quién encontraría y que debía recogerla sin pérdida de tiempo.

—Perdone, comisario, pero todos estos testimonios, ¿los ha incluido en un acta?

—No. No había motivo para que lo hiciera. Verá, hay un hecho indudable: el ingeniero murió por causas naturales. Oficialmente, no tengo ningún motivo para abrir una investigación.

—Ya, pero si ocurrió lo que usted dice, se podría investigar, por ejemplo, la omisión del deber de socorro.

—Convendrá usted conmigo en que eso es una bobada...

—Sí.

—Bien, llegado a este punto, la señora Luparello me hizo observar un detalle fundamental, y es el de que su marido, ya muerto, llevaba los calzoncillos puestos del revés.

—Espere —dijo el jefe superior—, vayamos con calma. ¿Cómo podía saber la señora que su marido llevaba los calzoncillos al revés, en caso de que efectivamente los llevara así? Que yo sepa, la señora no estuvo en el lugar de los hechos y no estaba presente cuando los de la Científica tomaron las muestras.

Montalbano se preocupó, había hablado impulsivamente, sin tener en cuenta la necesidad de mantener al margen a Jacomuzzi, pues era éste quien había entregado las fotografías a la señora. Pero ya no podía salir del atolladero.

—La señora tenía en su poder las fotografías tomadas por los de la Científica; no sé cómo las consiguió.

—Puede que yo sí lo sepa —dijo el jefe superior en tono enojado.

—Las examinó atentamente con una lupa, me las mostró y era cierto.

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