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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (20 page)

BOOK: La Guerra de los Enanos
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Emitió un suspiro tembloroso, antes de notar el contacto de unas manos frías en su piel. Reconoció a su propietaria al acunarle una plegaria a Paladine y, abriendo los ojos, desechó su ayuda de un empellón. Demasiado tarde, el influjo curativo de Crysania se extendía ya por sus entrañas. Oyó los gritos sofocados de los hombres que se habían arremolinado a su alrededor al desaparecer sus heridas, volatilizarse los moretones y volver el color a su ceniciento rostro. Ni siquiera la pirotécnica del mago había provocado las voces de alarma que ahora circulaban de boca en boca.

— ¡Brujería! ¡Esa mujer le ha sanado con sus poderes diabólicos! ¡Quemémosla!

—¡La bruja y el nigromante deben consumirse en la hoguera!

—Tienen hechizado al guerrero. Si les eliminamos, liberaremos su alma torturada.

Consultando a su gemelo con la mirada, Caramon constató por su sombría expresión que, al igual que él, revivía viejos recuerdos. Corrían un riesgo inminente; debían actuar sin demora.

— ¡Esperad! —exclamó el fornido luchador, al mismo tiempo que se levantaba de su vulnerable postura.

El cerco se había estrechado, y el nerviosismo de los hombres dejaba patente que si no se abalanzaban era porque temían a Raistlin. Al sumirse éste en un violento acceso de tos, fue el guerrero quien se inquietó. De abandonarle las fuerzas no habría salvación posible.

De pronto, se le ocurrió una idea, que se apresuró a poner en práctica. Aferró a la desconcertada Crysania, la escudó tras su cuerpo y se encaró a la desafiante, aunque amedrentada, concurrencia.

—Tocad a esta mujer y sucumbiréis a una muerte más atroz que la de vuestro cabecilla —les advirtió, cristalina su voz en medio del aguacero.

—¿Por qué hemos de respetar la vida de una bruja? —cuestionó uno, coreado por susurros de asentimiento.

—¡Porque me pertenece! —le espetó Caramon inconmovible, en actitud retadora. Crysania, a su espalda, quiso protestar, pero Raistlin la silenció con un significativo gesto por el que apeló a su prudencia—. No me tiene hipnotizado, como afirmáis; obedece mis órdenes y las del mago —continuó el hombretón—. No os causará el menor daño, os lo garantizo.

Volvió a elevarse un murmullo entre los presentes, pero sus ojos, al mirar a Caramon, ya no reflejaban ira. A la admiración inicial se sumaba, ahora, la voluntad de escucharle.

—Dejad que sigamos nuestro camino —solicitó Raistlin con voz queda—, y...

—Soy yo quien debe hablar —le interrumpió su gemelo. Tiró de su brazo, consciente del asombro del hechicero, y susurró estas palabras en su tímpano—: He forjado un plan. Vigila a la sacerdotisa.

El nigromante asintió y fue a situarse al lado de Crysania, quien, callada y rígida, espiaba a los forajidos. Mientras tanto el guerrero recogió la espada que desprendiera de la zarpa de Pata de Acero y avanzó hacia el cadáver del semiogro, tendido en un charco enrojecido. Alzó el imponente pertrecho sobre su cabeza, con un porte triunfal que le confirió un innegable atractivo. La luz de la fogata lamía su piel broncínea, los músculos de sus brazos se abultaban en rizos de energía, todo él constituía un espléndido espectáculo al erguirse junto a los despojos de su enemigo.

—He aniquilado a vuestro jefe. ¡Ahora reclamo el derecho de ocupar su puesto! —apuntó, y su voz resonó entre los árboles—. Sólo exijo una cosa, que abandonéis esta vida de asesinatos, robos y pillaje. Nos dirigiremos al sur.

Su arenga suscitó una reacción de júbilo que le desorientó.

— ¡Al sur, viajan hacia el sur! —entonaron varias voces al unísono, sucedidas por ovaciones dispersas.

Caramon estudió a sus oyentes de hito en hito, perplejo frente a la algarabía general. Raistlin, pálido como la muerte, se aproximó a él para preguntarle:

—¿Qué te propones?

El aludido se encogió de hombros, sin dar crédito todavía al revuelo de entusiasmo que había creado.

—Me ha parecido adecuado aprovechar la circunstancia para reunir una escolta armada —confesó—. Los territorios meridionales son, en muchos aspectos, más salvajes que los que hemos recorrido, y he supuesto que algunos de estos hombres accederían a acompañarnos. No lo comprendo.

Un joven de noble talle que, más que cualquiera de los otros, avivaba la imagen de Sturm en la memoria del luchador, dio un paso al frente. Tras indicar a los restantes que guardaran silencio, hizo sus pesquisas en nombre de la comunidad.

—¿Vais al sur? —inquirió—. ¿Por ventura buscáis los fabulosos tesoros de los Enanos de Thorbardin?

—¿Lo entiendes ahora? —reprendió Raistlin a su hermano.

De nuevo la tos puso fin a su discurso. Asfixiado, se agitó en unas convulsiones que, como siempre, lo redujeron a un estado lamentable. De no ser porque Crysania acudió rápidamente en su auxilio, se habría desmayado.

—Lo que entiendo es que necesitas descansar — replicó Caramon, alicaído—. Y nosotros también. A menos que recurramos a la protección de un grupo de mercenarios expertos no tendremos una noche tranquila, de paz absoluta. ¿Qué ocurre? ¿Qué pintan en todo este asunto los Enanos de Thorbardin?

El nigromante bajó la cabeza, que quedó oculta en las sombras de su capucha.

—Diles que sí, que seguimos la ruta del sur y nos disponemos a atacar a esos hombrecillos —musitó al fin, en tono confidencial.

—¿Atacar Thorbardin? —repitió el corpulento humano con los ojos desorbitados.

—Te lo explicaré más tarde —prometió Raistlin de mal humor—. Haz lo que te he sugerido.

Caramon titubeó. El hechicero, al ver su zozobra, esbozó una sonrisa ambigua, irónica y desagradable.

—Es tu única posibilidad de regresar a casa, hermano —le reveló—. Y quizá también de salir con vida de este embrollo.

El guerrero oteó el panorama. Los hombres habían reemprendido sus cuchicheos durante su conferencia privada, recelosos de sus intenciones. Sabedor de que, si no se decidía de inmediato, perdería los puntos ganados y, acaso, se enfrentaría a otro ataque de la cuadrilla, se volvió de espaldas a fin de reflexionar. No podía desperdiciar un instante, pero tampoco quería actuar de forma precipitada.

—Vamos al sur —afirmó despacio, para disimular su torbellino mental—, por razones que no puedo exponeros. ¿Qué historia es esa de los tesoros de Thorbardin?

—Se rumorea que los enanos han acumulado una gran riqueza en el reino que se extiende bajo la montaña —respondió el joven que le abordara, con la aquiescencia de sus compañeros.

—Una riqueza que sustrajeron a los humanos —apostilló otro.

—Sí —intervino un tercero—. No sólo se compone de dinero. Tienen además grano y ganado. Comerán como reyes este invierno, mientras que nuestros estómagos rugirán vacíos, estragados.

—En más de una ocasión proyectamos irrumpir en su territorio y apoderarnos de una parte —continuó el joven de noble aspecto—, mas, en el último momento, Pata de Acero nos conminaba a desistir. Según él aquí estábamos bien, no merecía la pena aventurarse. Nunca nos convenció del todo, algunos confabulaban a su espalda.

Caramon se sumió en sus meditaciones, lamentando no conocer mejor los acontecimientos del pasado. Pese a las escasas horas dedicadas a la lectura, había oído hablar de las guerras enaniles, o de Dwarfgate, gracias a los incesantes relatos de su amigo Flint. Este hombrecillo pertenecía a la tribu de las Colinas y le habían llenado la cabeza de narraciones sobre la crueldad de sus parientes de las Montañas, asentados en Thorbardin, muy similares a las que ahora le explicaban los bandidos. La única diferencia era que, al decir de Flint, las riquezas atesoradas habían sido robadas a sus primos, los miembros de su propia raza.

Si todo aquello era cierto, la determinación de asaltar su ciudad estaba justificada. Podía seguir sin reparos las recomendaciones de su hermano. No obstante, en Istar algo se había roto en las entrañas del hombretón y, aunque empezaba a pensar que se había equivocado al juzgar al mago, ya no se extinguiría la llama de la desconfianza. Nunca acataría a ciegas la voluntad de Raistlin. ¡Ojalá hubiera examinado las Crónicas! Sin duda, allí estaba la clave.

¡Pobre Caramon! Navegaba en un mar de dudas. Por una parte sentía la ardiente mirada del hechicero en su persona, le atosigaba el eco de sus palabras: «Tu única posibilidad de regresar a casa». Por otra, sus resquemores respecto al arcano personaje le impedían obedecer. Cerró el puño presa de la cólera; sabía que su gemelo había ganado la partida.

—Nos encaminamos a Thorbardin —declaró ásperamente, prendida la vista en la espada. La alzó al instante, sin embargo, para escrutar a los presentes y proponer—¿Vendréis con nosotros?

Se produjo un letal silencio, en el que algunos de los hombres rodearon al supuesto noble, su portavoz, y dialogaron con él. Él escuchó, asintió y se enfrentó de nuevo al guerrero.

—Seguiríamos sin vacilar a una criatura que, como tú, ha demostrado su valentía —le confirmó—. Pero ¿qué relación mantienes con este Túnica Negra? ¿Quién es él para que le profesemos lealtad?

—Me llamo Raistlin —se interfirió el mago—. Este hombre es mi escudero, mi custodio si lo preferís.

No hubo respuesta audible, tan sólo ceños fruncidos y expresiones reticentes.

—Dice la verdad —les aseguró Caramon—, excepto en un detalle. Su nombre auténtico no es Raistlin, sino Fistandantilus.

Todos a una, los salteadores contuvieron el resuello. Su hostilidad se trocó en respeto, en temor.

—Yo soy Garic —se presentó el joven, inclinándose frente al archimago con la anacrónica cortesía de los Caballeros de Solamnia—. Nos han llegado noticias de tu poder, gran maestro, y aunque tus acciones son tan oscuras como tu túnica, o al menos así lo cuentan quienes te han conocido, vivimos tiempos inciertos. Os escoltaremos, a ti y al guerrero que te sirve.

Avanzando hasta Caramon, posó su espada a sus pies. Otros le rindieron igual pleitesía, con mayor o menor predisposición. Hubo algunos que se refugiaron en la penumbra y emprendieron la huida, mas, al reconocerlos como los rufianes inveterados que eran, el fornido humano nada hizo para detenerlos.

Quedaron una treintena de hombres, unos de porte tan distinguido como Garic y los restantes, la mayoría, harapientos ladrones y bandidos.

—Mi ejército —masculló el hombretón aquella noche, mientras extendía su manta en la cabaña que Pata de Acero había construido para su uso personal.

Oyó en el exterior las quedas conversaciones que intercambiaba Garic con el otro hombre que, en opinión de Caramon, ofrecía suficientes garantías como centinela. Tan exhausto estaba el luchador, que imaginó que el sueño acudiría presto a su llamada. Pero no fue así. Se halló solo en la negrura, tumbado en su cama de campaña y absorto en la elaboración de sus planes al mismo tiempo que los custodios, sin alzar la voz, charlaban sobre los sucesos de la velada.

Al igual que tantos soldados, el guerrero había soñado con ascender a oficial. Ahora, cuando menos lo esperaba, se le ofrecía la oportunidad de demostrar sus dotes de mando y ello constituía un buen comienzo. Por primera vez desde que arribaran a esta época desolada, sintió un atisbo de júbilo.

Dio vueltas en su cerebro a las distintas cuestiones que debía resolver: el adiestramiento de la tropa, las rutas a elegir, las provisiones... Eran todos problemas nuevos, que no conoció durante su experiencia como mercenario pues, incluso durante la guerra de la Lanza, siguió el liderazgo de Tanis. Su hermano nada sabía de estos asuntos y así se lo había comunicado. Él sería el responsable de la organización práctica de la marcha. Se trataba de un reto importante, mas Caramon lo halló liviano. No le molestaba en absoluto encargarse de inmediateces tangibles que conjuraban en su pensamiento el enrevesado conflicto con su gemelo.

Tales cábalas le impulsaron a fijarse en Raistlin, que se había acostado junto al fuego del pétreo hogar. A pesar del calor que reinaba en la estancia, el nigromante estaba arrebujado bajo su capa y tantas mantas como Crysania había podido conseguir. El aire matraqueaba en sus vías respiratorias, mientras que algunos ataques de tos enturbiaban la placidez de su descanso.

La sacerdotisa se había acomodado al otro lado de la fogata y, aunque agotada, su sueño era inquieto. En más de una ocasión emitió un grito y se incorporo de forma brusca, pálida y temblorosa. El hombretón suspiró. Le habría gustado reconfortarla, tomarla en sus brazos y ahuyentar las pesadillas. Al descubrir tal anhelo en su alma le sorprendió su intensidad, una vehemencia que nunca antes le moviera en relación con la sacerdotisa. Quizá le había trastornado el hecho de declarar frente a los hombres que le pertenecía, o ver las manazas del semiogro sobre su cuerpo; no acertaba a definir sus emociones, pero estaba seguro de haber experimentado la misma furia que delatara el rostro de su hermano.

Fuera cual fuese el motivo, Caramon la contempló esta noche de un modo especial. La proximidad de la mujer despertó en su persona una ansiedad que abrasaba su piel y aceleraba su pulso.

Cerrando los ojos, invocó el recuerdo de Tika, su esposa. Pero se había obstinado durante tantos meses en borrarla de su memoria, que no le satisfizo lo que visualizó, una efigie nebulosa, imprecisa y, sobre todo, lejana. Crysania, en cambio, era de carne y hueso, estaba a su alcance, hasta su aliento se le antojaba material.

«¡Malditas féminas!», se dijo disgustado el guerrero. Se tumbó sobre el vientre, resuelto a enterrar tales elucubraciones en el fondo del saco donde bullían sus otras cuitas.

Tuvo éxito. Su voluntad y la fatiga le ayudaron a relajarse. No obstante, antes de abandonarse al reposo fue asaltado por una imagen que revoloteaba en los recovecos de su ser. Nada tenía que ver con la lógica, ni con pelirrojas posaderas ni, tampoco, con bellas sacerdotisas de alba túnica.

Se trataba de una mirada, del extraño fulgor que había detectado en las pupilas de Raistlin al mencionar él a Fistandantilus en presencia de los bandoleros.

No fue un destello de cólera o exasperación, como cabía esperar. Lo que perturbó a Caramon, y le impedía ahora entregarse al olvido, fue el reflejo de un sentimiento mucho más inusual en el talante del mago: un terror puro, sin matizaciones.

LIBRO II

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