Read La Guerra de los Enanos Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (45 page)

BOOK: La Guerra de los Enanos
11.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—En nombre de Reorx, ¿qué les retiene? —apuntó Duncan al constatar la anomalía.

Kharas palideció de manera ostensible, antes de responder:

—Thane, hemos sido traicionados. Tienes que huir sin demora.

—¿C... cómo? —balbuceó el soberano al mismo tiempo que, alzándose de puntillas, intentaba ver qué ocurría en el patio. Fue inútil; la muchedumbre que allí se había arremolinado le impedía distinguir cualquier movimiento revelador—.¿Traicionados? —repitió.

—Por los dewar, mi señor —insistió Kharas que, merced a su insólita estatura, podía otear el panorama mejor que el mandatario—. Han asesinado a los custodios y ocupan su lugar, ingeniándoselas para mantener los accesos abiertos.

—¡Matadlos! —La boca del monarca espumeaba a causa de la ira, la saliva goteaba por su barba—. ¡Acabad con todos ellos! Si no me obedecéis —añadió, a la vez que desenvainaba su espada—, yo personalmente me encargaré de que reciban su merecido.

—No, thane — le rogó el héroe de los enanos, asiéndole por la nuca cuando echaba a andar en un impulso desenfrenado—. ¡Es demasiado tarde! Vayamos en busca de los grifos y huye a Thorbardin. ¡Tienes que salvarte, mi rey!

Pero Duncan no estaba en situación de razonar. Cegado por la rabia, se debatió entre los brazos de su consejero y éste, aunque detestaba la violencia, cerró el puño y lo incrustó en la mandíbula de su superior. El soberano retrocedió a trompicones, sin derrumbarse.

—¡Te haré decapitar por insubordinación! —amenazó al leal Kharas—. Mejor aún, yo mismo me cobraré tu cabeza.

Aferró la empuñadura de su arma, todavía bajo los efectos del impacto, mas fue la supuesta víctima quien zanjó el enfrentamiento. Con expresión pesarosa, el héroe propinó un nuevo golpe a su oponente que le privó del sentido.

Inclinándose sobre el monarca, que yacía desmayado en el suelo, Kharas lo levantó en volandas sin molestarse en quitarle la pesada armadura y, con un gemido, se lo cargó al hombro. Tras llamar a algunos de los enanos que aún podían luchar y cubrirle, partió hacia el lugar donde aguardaban los grifos. El rey, en estado comatoso, balanceaba los brazos en un desordenado vaivén.

El Highgug, mientras tanto, seguía espiando al enemigo en una suerte de fascinación. No tardaría en irrumpir en el alcázar, pero él tenía las manos atadas porque no quería desacatar la explícita orden de su soberano: «Quedaos aquí».

En efecto, eso era lo que debía hacer. Dio pues media vuelta y regresó junto a su tropa.

Aunque merecen su reputación de ser la raza más cobarde de cuantas pueblan Krynn, los enanos gully, si alguien intenta acorralarles, pueden desplegar una ferocidad que desconcierta a sus rivales.

A pesar de esta singular capacidad, la mayoría de los ejércitos suelen relegar a tales tribus a las posiciones de refuerzo, dejándolos en la retaguardia para evitar males mayores. Lo cierto es que un regimiento de enanos gully inflige tantas pérdidas a su bando como al contrario, o quizá más por tenerlo a su alcance.

Conocedor de tal circunstancia, Duncan había apostado al único destacamento de hombrecillos de este clan que vivían en Pax Tharkas, donde trabajaban como mineros, en el muro lateral del patio y les había prohibido abandonarlo, con la única finalidad de eludir posibles complicaciones. Aunque temeroso de sus reacciones, el thane les había provisto de picas por si, contra todo pronóstico, el enemigo conseguía atravesar las puertas. Su misión consistía en desarticular a la caballería, que entraría en primer lugar.

Eso era, precisamente, lo que estaba sucediendo. Al ver la arremetida de las huestes de Fistandantilus, sabedores de que estaban atrapados y derrotados, todos los enanos que habitaban Pax Tharkas se sumieron en la confusión.

Algunos conservaron la cordura. Los arqueros de las almenas descargaron una lluvia de flechas sobre los asaltantes y lograron aminorar su marcha, mientras los oficiales supervivientes reunían a sus compañías y se aprestaban a luchar antes de refugiarse en las montañas. Pero la mayoría se dieron a la fuga, ansiosos de salvaguardar sus vidas en el cobijo de las cumbres circundantes.

Transcurridos los primeros minutos de desorden, sólo un grupo quedó en el patio. Los enanos gully, al mando del Highgug, eran los únicos que se interponían en el camino del adversario.

—Ha llegado la hora de la verdad —dijo el cabecilla, que aún resoplaba por la carrera.

Tenía el rostro blanquecino debajo de la capa de suciedad, pero se mostró tranquilo y compuesto. Se le había dicho que no se moviera de su puesto, y por la barba de Reorx que no había de hacerlo. Ni siquiera los regimientos más organizados que, ante la imposibilidad de defenderse, habían iniciado la retirada le inducirían a mudar su actitud.

Lo que más inquietaba al Highgug era que el pánico ya había impreso su huella en algunos de sus hombres, que miraban boquiabiertos a los caballos y se arrebujaban en los recovecos de la pared. Al percatarse de que, a un galope ensordecedor, los corceles hollaban la tierra lindante con la fortaleza, cerca de las puertas abiertas, el mandamás decidió que debía infundir moral a su compañía.

Además de adiestrarlos para actuar en momentos críticos como el que ahora se avecinaba, el Highgug les había enseñado una divisa guerrera de la que se sentía muy orgulloso. Pero todavía no se la habían aprendido, a pesar de los repetidos ensayos.

—¿Qué me debéis? —vociferó para dar el pie.

— ¡La muerte! —exclamaron todos al unísono, renacido su ánimo.

— ¡No, no! —protestó el cabecilla, exasperado. Pateó el suelo, y sus seguidores intercambiaron compungidas miradas—. Lo que tenéis que contestar, larvas sin seso, es...

— ¡Lealtad eterna! —se adelantó uno en triunfante postura.

Los otros le regañaron, mascullando insultos como «pelotillero». Uno, conocido por su carácter celoso, incluso le azuzó con la pica, lo que no causó ninguna desgracia porque la sostenía del revés y sólo hundió en su costado el extremo romo del mango.

—Correcto —le felicitó satisfecho el Highgug, quien, mientras así les entretenía, procuraba ignorar el creciente estruendo de los casos—. Probemos de nuevo, espero que ahora salga bien. ¿Qué me debéis?

—Lealtad imper... ili... ¡eterna!

Más que una respuesta, aquello fue un trabalenguas. Ante la dificultad de las palabras los enanos sólo emitían sonidos discordes y, aunque al fin dieron con el término exacto, no le confirieron la cadencia, ni el entusiasmo, del alumno aventajado.

Alguien levantó la mano.

—¿Qué deseas, gug Snug? —inquirió el Highgug con una mueca de impaciencia.

—¿Te debemos lealtad eterna después de muertos? —preguntó el llamado Snug.

El mandamás lo estudió con un fulgor furibundo en su único ojo.

—No, gusano rastrero —le espetó entre el rechinar de sus dientes—. La muerte o lealtad eterna, en el orden que exija la necesidad.

Los gully se carcajearon, tremendamente divertidos por el comentario. Pero el cabecilla, consciente de que el enemigo se hallaba a ínfima distancia, interrumpió la jocosidad para ordenar, vuelto el rostro hacia la rugiente caballería:

—¡Equilibrad las picas!

Fue un error del que se percató antes casi de concluir, al oír el torbellino de reniegos y gemidos de dolor que se produjo a su espalda.

A estas alturas, no obstante, poco importaba.

El sol se puso inmerso en una neblina sanguinolenta, zambulléndose tras los silenciosos bosques de Qualinost.

Reinaba una calma absoluta en Pax Tharkas, ya que la colosal e inexpugnable fortaleza había caído poco después del mediodía. Durante la tarde los asaltantes habían tenido que debatirse en las escaramuzas organizadas por grupúsculos de enanos que, aunque resueltos a retirarse a las montañas, habían mostrado su resistencia hasta el último instante. Muchos de los hombrecillos escaparon ilesos, pues los piqueros lograron contener la carga de la caballería al, testarudos, rehusar moverse de sus posiciones de combate y cubrir así a sus compañeros más afortunados.

Kharas, con el rey aún inconsciente en sus brazos, huyó a Thorbardin a lomos de un grifo, escoltado por algunos oficiales supervivientes de la hecatombe.

Los miembros del ejército enanil que se salvaron en los repetidos enfrentamientos, y que se habían refugiado en las grutas secretas de los nevados pasos montañosos, iniciaron también su andadura hacia Thorbardin bajo el amparo de los escondrijos naturales. Mientras se desarrollaba el éxodo los dewar, traidores a su pueblo, bebían la cerveza requisada a Duncan y se pavoneaban de su hazaña, sin advertir que los seguidores de Caramon los escuchaban con desdén.

Después del crepúsculo, el patio se llenó de Enanos de las Colinas y hombres que celebraban su victoria, así como de oficiales que se afanaban sin excesivo éxito en aplacar la marea de la ebriedad, una marea susceptible de engullir a los desprevenidos y menguar las tropas. Entre gritos, amenazas y algunos oportunos golpes en las cabezas de los soldados, que entrechocaban en un alarde de autoridad, estos abnegados oficiales consiguieron reunir a suficientes criaturas para montar la guardia y formar escuadrones de enterradores.

Crysania se había sometido a la prueba de la sangre. Pese a haberse mantenido al margen de la batalla bajo la vigilante mirada de Caramon, después de tomar el alcázar se las había ingeniado para eludirlo. Ahora, envuelta en su capa y su embozo, se deslizaba entre los heridos y sanaba a aquellos a los que podía acercarse sin llamar la atención. Años más tarde los escogidos relatarían a sus nietos que habían visto a una figura ataviada de blanco, con una aureola luminosa en el cuello, que posaba las manos en sus llagas y mitigaba de inmediato su sufrimiento.

Mientras cada uno se dedicaba al quehacer que le había sido asignado, el general se reunió con algunos de sus más leales adeptos en una estancia de Pax Tharkas. Debían elaborar una estrategia, si bien el hombretón estaba tan exhausto que apenas atinaba a pensar.

En medio del ajetreo, fueron pocos los que repararon en el solitario personaje que, vestido de negro, cruzó el umbral de la mole poco antes de anochecer. Cabalgaba un corcel de pelaje tan oscuro como su atuendo, que respingaba cada vez que los efluvios de la sangre se adherían a sus ollares. Al constatar su zozobra el jinete hizo una pausa y le cuchicheó algo, sin duda frases destinadas a sosegarlo. Quienes advirtieron su presencia tuvieron un espasmo de terror, persuadidos en su estado febril, o etílico, de que la muerte en persona venía a reclamar los cadáveres que no habían recibido sepultura.

—Es el mago —murmuró alguien, y todos reanudaron su trabajo. Unos exhalaron suspiros de alivio, otros rieron agitados.

Ensombrecidos sus ojos en las profundidades de la capucha, pero observando su entorno atentamente, Raistlin no se detuvo en su avance hasta llegar al paraje donde se desplegaba la visión más extraordinaria del campo de batalla improvisado en el patio. Se apilaban allí los despojos de varios enanos gully en hileras regulares, una sobre otra. Algunos sostenían todavía sus picas —muchas invertidas—, que sus manos yertas aferraban con firmeza. Entre los hombrecillos yacía también algún que otro caballo herido, de manera accidental, por las salvajes embestidas y sesgos de los desesperados defensores del alcázar. Al retirar a los animales, se apreciaron en sus cuartos delanteros numerosas huellas de mordeduras. Los gully, al comprobar la ineficacia de sus armas, habían recurrido al método que mejor conocían de debatirse: las uñas y los dientes.

«Eso no consta en las historias —caviló el hechicero, estudiando los maltrechos cuerpos con el ceño fruncido—. Quizá este espectáculo signifique que el tiempo ha sido alterado.»

Pasó largos minutos inmóvil, absorto en sus meditaciones. De pronto, comprendió.

Nadie distinguió su faz, oculta en los pliegues del embozo, mas de haberlo hecho cualquiera habría detectado la oleada de pesar y furia que la azotó.

—No —susurró al rato—, si el lamentable sacrificio de estas criaturas no figura en los anales no es porque no ocurrieran así los hechos, sino porque...

Hizo un alto para examinar una vez más a los mutilados cadáveres, grotescos pese al horror que inspiraban.

—Porque a nadie le importó su suerte —terminó.

7

Kharas concibe un plan

—¡Tengo que ver al general!

La voz que pronunció estas palabras penetró la cálida, blanda nube que arropaba el sueño de Caramon como envolvía su cuerpo la colcha de la cama, la primera de verdad donde podía descansar desde hacía meses.

—Vete —masculló el guerrero.

Oyó que Garic decía al inoportuno visitante algo similar, aunque formulado con más cortesía.

—Imposible. El general duerme y no debemos molestarle.

—He de hablar con él —insistió el otro—. ¡Es urgente!

—Durante cuarenta y ocho horas no ha gozado de un respiro —arguyó el caballero.

—Lo sé, pero...

El volumen de la discusión se redujo a un siseo y el hombretón pensó que ahora podría abandonarse a su sopor. Sin embargo, el hecho de que aquellos individuos conferenciasen en tonos apagados no hizo sino acabar de desvelarle. Era evidente que algo iba mal. Con un lamento, dio media vuelta y colocó la almohada sobre su cabeza, más consciente que nunca del dolor que había infligido en sus músculos cabalgar casi veinte horas seguidas. Sin duda, Garic zanjaría el problema.

Se abrió sigilosamente la puerta de la estancia. Caramon se forzó a cerrar los ojos y se arrebujó aún más en el lecho de plumas. Se le ocurrió entonces que, doscientos años más tarde, el perverso Señor del Dragón llamado Verminaard dormiría en aquel lugar. ¿Le despertarían del mismo modo la mañana en que los héroes de la Lanza libertaran a los esclavos de Pax Tharkas?

—General —le llamó el guardián en un susurro.

Surgió un gruñido amortiguado por el cojín.

«Cuando parta pondré una rana entre las sábanas —caviló el guerrero con traviesa agresividad—. Dentro de dos siglos estará rígida y putrefacta.»

—General —persistió Garic—, siento mucho importunarte pero te necesitan sin tardanza en el patio.

—¿Para qué? —rezongó el aludido, a la vez que apartaba las mantas y se incorporaba.

Intentó ignorar el calambre de sus muslos y su espalda, que protestaban así por tan brusco movimiento.

—El ejército se va, señor —anunció el joven.

BOOK: La Guerra de los Enanos
11.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Anal Milf by Aaron Grimes
When It All Falls Down by Dijorn Moss
She of the Mountains by Vivek Shraya
Just Claire by Jean Ann Williams
To Reach the Clouds by Philippe Petit
A Knife in the Back by Bill Crider