La guerra del fin del mundo (20 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La guerra del fin del mundo
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Comenzó de inmediato sus funciones, decir misa, bautizar a los que nacían, confesar a los adultos, impartir los últimos sacramentos a los que morían y casar a las nuevas parejas o a las que, conviviendo ya, querían adecentarse ante Dios. Como atendía una vasta comarca, viajaba con mucha frecuencia. Era activo y hasta abnegado en el cumplimiento de su tarea parroquial. Cobraba con moderación por cualquier servicio, aceptaba que le debieran o que no le pagaran pues, entre los vicios capitales, del que estaba decididamente exento era la codicia. De los otros no, pero, al menos, los practicaba sin discriminación. Con el mismo regocijo agradecía el suculento chivo al horno de un hacendado que el bocado de rapadura que le convidaba un morador y para su garganta no había diferencias entre el aguardiente añejo o el ron de quemar aplacado con agua que se tomaba en tiempos de escasez. En cuanto a las mujeres, nada parecía repelerlo, ancianas legañosas, niñas impúberes, mujeres castigadas por la naturaleza con verrugas, labios leporinos o idiotez. A todas las estaba siempre piropeando e insistiéndoles para que vinieran a decorar el altar de la Iglesia. En los jolgorios, cuando se le habían subido los colores a la cara, les ponía la mano encima sin el menor embarazo. A los padres, maridos, hermanos, su condición religiosa les parecía desvirilizarlo y soportaban resignados esas audacias que en otro les hubieran hecho sacar la faca. De todos modos, respiraron aliviados cuando el Padre Joaquim estableció una relación permanente con Alejandrinha Correa, la muchacha que por rabdomante se había quedado para vestir santos.

La leyenda era que la milagrosa facultad de Alejandrinha se conoció cuando era una niñita, el año de la gran sequía, mientras los vecinos de Cumbe, desesperados por la falta de agua, abrían pozos por todas partes. Divididos en cuadrillas excavaban desde el amanecer, en todos los lugares donde hubo alguna vez vegetación tupida, pensando que esto era síntoma de agua en el subsuelo. Las mujeres y los niños participaban en el extenuante trabajo. Pero la tierra extraída, en vez de humedad, sólo revelaba nuevas capas de arena negruzca o de rocas irrompibles. Hasta que un día, Alejandrinha, hablando con vehemencia, atolondrada, como si le dictaran palabras que apenas tenía tiempo de repetir, interrumpió a la cuadrilla de su padre, diciéndoles que en vez de cavar allí lo hicieran más arriba, al comienzo de la trocha que sube a Massacará. No le hicieron caso. Pero la niña siguió insistiendo, zapateando y moviendo las manos como inspirada. «Total, sólo abriremos un hueco más», dijo su padre. Fueron a hacer la prueba en esa explanada de guijarros amarillentos, donde se bifurcan las trochas a Carnaiba y a Massacará. Al segundo día de estar sacando terrones y piedras, el subsuelo comenzó a oscurecerse, a humedecerse y, por fin, en medio del entusiasmo de los vecinos, transpiró agua. Tres pozos más se encontraron por los alrededores, que permitieron a Cumbe sortear mejor que otros lugares esos dos años de miseria y mortandad.

Alejandrinha Correa se convirtió, a partir de entonces, en objeto de reverencia y de curiosidad. Para sus padres, además, en un ser cuya intuición trataron de aprovechar, cobrando a los caseríos y a los moradores por adivinarles el lugar donde debían buscar agua. Sin embargo, las habilidades de Alejandrinha no se prestaban al negocio. La chiquilla se equivocaba más veces de las que acertaba y, en muchas ocasiones, después de husmear por el lugar con su naricita respingada, decía: «No sé, no se me ocurre». Pero ni esos vacíos ni los errores, que siempre desaparecían bajo el recuerdo de sus hallazgos, empañaron la fama con que creció. Su aptitud de rabdomante la hizo famosa, no feliz. Desde que se supo que tenía ese poder, se levantó a su alrededor un muro que la aisló de la gente. Los otros niños no se sentían cómodos con ella y los mayores no la trataban con naturalidad. La miraban con insistencia, le preguntaban cosas raras sobre el futuro o la vida que hay después de la muerte y hacían que se arrodillara a la cabecera de los enfermos y tratase de curarlos con el pensamiento. De nada valieron sus esfuerzos para ser una mujer igual a las demás. Los hombres siempre se mantuvieron a respetuosa distancia de ella. No la sacaban a bailar en las ferias, ni le dieron serenatas ni a ninguno de ellos se le pasó por la cabeza tomarla por mujer. Como si enamorarla hubiera sido una profanación.

Hasta que llegó el nuevo párroco. El Padre Joaquim no era hombre que se dejase intimidar por aureolas de santidad o de brujería en lo tocante a mujeres. Alejandrinha había dejado atrás los veinte años. Era espigada, de nariz siempre curiosa y ojos inquietos, y aún vivía con sus padres a diferencia de sus cuatro hermanas menores, que ya tenían marido y casa propia. Llevaba una vida solitaria, por el respeto religioso que inspiraba y que ella no conseguía disipar pese a su sencillez. Como la hija de los Correa sólo iba a la Iglesia a la misa del domingo y como la invitaban a pocas celebraciones privadas (la gente temía que su presencia, contaminada de sobrenatural, impidiera la alegría) el nuevo párroco tardó en trabar relación con ella.

El romance debió empezar muy poco a poco, bajo las coposas cajaranas de la Plaza de la Iglesia, o en las callejuelas de Cumbe donde el curita y la rabdomante debieron cruzarse, descruzarse, y él mirarla como si estuviera tomándole un examen, con sus ojitos impertinentes, vivarachos, insinuantes, a la vez que su cara atemperaba la crudeza del reconocimiento con una sonrisa bonachona. Y él debió ser el primero en dirigirle la palabra, claro está, preguntándole tal vez sobre la fiesta del pueblo, el ocho de diciembre, o por qué no se la veía en los rosarios o cómo era eso del agua que le atribuían. Y ella debió contestarle con ese modo rápido, directo, desprejuiciado que era el suyo, mirándolo sin rubor. Y así debieron sucederse los encuentros casuales, otros menos casuales, conversaciones donde, además de los chismes de actualidad sobre los bandidos y las volantes y las rencillas y amoríos locales y las confidencias recíprocas, poco a poco irían apareciendo malicias y atrevimientos.

El hecho es que un buen día todo Cumbe comentaba con sorna el cambio de Alejandrinha, desganada parroquiana que se volvió de pronto la más diligente. Se la veía, temprano en las mañanas, sacudiendo las bancas de la Iglesia, arreglando el altar y barriendo la puerta. Y empezó a vérsela, también, en la casa del párroco que, con el concurso de los vecinos, había recobrado techos, puertas y ventanas. Que existía entre ambos algo más que debilidades de ocasión fue evidente el día que Alejandrinha entró con aire decidido a la taberna donde el Padre Joaquim, luego de una fiesta de bautizo, se había refugiado con un grupo de amigos y tocaba guitarra y bebía, lleno de felicidad.

La entrada de Alejandrinha lo enmudeció. Ella avanzó hacia él y con firmeza le soltó esta frase: «Se viene usted ahora mismo conmigo, porque ya tomó bastante». Sin replicar, el curita la siguió.

La primera vez que el santo llegó a Cumbe, Alejandrinha Correa llevaba ya varios años viviendo en la casa del párroco. Se instaló allí para cuidarlo de una herida que recibió en el pueblo de Rosario, donde se vio envuelto en una balacera entre el cangaco de João Satán y los policías del Capitán Geraldo Macedo, el Cazabandidos, y allí se quedó. Habían tenido tres hijos que todos nombraban sólo como hijos de Alejandrinha y a ella le decían «guardiana» de Don Joaquim. En presencia tuvo un efecto moderador en la vida del párroco, aunque no corrigió del todo sus costumbres. Los vecinos la llamaban cuando, más bebido de lo recomendable, el curita se volvía una complicación, y ante ella él era siempre dócil, aun en los extremos de la borrachera. Quizá eso contribuyó a que los vecinos toleraran sin demasiados remilgos esa unión. Cuando el santo vino a Cumbe por primera vez, ella era algo tan aceptado que incluso los padres y hermanos de Alejandrinha la visitaban en su casa y trataban de «nietos» y «sobrinos» a sus hijos sin la menor incomodidad.

Por eso cayó como una bomba que, en su primera prédica desde el pulpito de la Iglesia de Cumbe, donde el Padre Joaquim, con sonrisa complaciente, le había permitido subir, el hombre alto, escuálido, de ojos crepitantes y cabellos nazarenos, envuelto en un túnica morada, despotricara contra los malos pastores. Un silencio sepulcral se hizo en la nave repleta de gente. Nadie miraba al párroco, quien, sentado en la primera banca, había abierto los ojos con un pequeño respingo y permanecía inmóvil, la vista fija adelante, en el crucifijo o en su humillación. Y los vecinos tampoco miraban a Alejandrinha Correa, sentada en la tercera fila, que, ella sí, contemplaba al predicador, muy pálida. Parecía que el santo hubiese venido a Cumbe aleccionado por enemigos de la pareja. Grave, inflexible, con voz que rebotaba contra las frágiles paredes y el techo cóncavo, decía cosas terribles contra los elegidos del Señor que, pese a haber sido ordenados y vestir hábitos, se convertían en lacayos de Satán. Se ensañaba en vituperar todos los pecados del Padre Joaquim: la vergüenza de los pastores que en lugar de dar ejemplo de sobriedad bebían cachaca hasta el desvarío; la indecencia de los que en lugar de ayunar y ser frugales se atragantaban sin darse cuenta que vivían rodeados de gente que apenas tenía qué comer; el escándalo de los que olvidaban su voto de castidad y se refocilaban con mujeres a las que, en vez de orientar espiritualmente, perdían regalándoles sus pobres almas al Perro de los infiernos. Cuando los vecinos se animaban a espiarlo con el rabillo del ojo, descubrían al párroco en el mismo sitio, siempre mirando al frente, la cara color bermellón. Eso que ocurrió, y que fue la comidilla de la gente muchos días, no impidió que el Consejero siguiera predicando en la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción mientras permaneció en Cumbe o que volviera a hacerlo cuando, meses después, regresó acompañado por un séquito de bienaventurados, o que lo hiciera de nuevo en años sucesivos. La diferencia fue que en los consejos de las otras veces el Padre Joaquim solía estar ausente. Alejandrinha, en cambio, no. Estaba siempre allí, en la tercera fila, con la nariz respingada, escuchando las amonestaciones del santo contra la riqueza y los excesos, su defensa de las costumbres austeras y sus exhortaciones a preparar el alma para la muerte mediante el sacrificio y la oración. La antigua rabdomante empezó a dar muestras de creciente religiosidad. Encendía velas en las hornacinas de las calles, permanecía mucho rato de rodillas ante el altar, en actitud de profunda concentración, organizaba acciones de gracias, rogativas, rosarios, novenas. Un día apareció tocada con un trapo negro y un detente en el pecho con la imagen del Buen Jesús. Se dijo que, aunque seguían bajo el mismo techo, ya no ocurría entre el párroco y ella nada que ofendiese a Dios. Cuando los vecinos se animaban a preguntarle al Padre Joaquim por Alejandrinha, él desviaba la conversación. Se le notaba azorado. Aunque seguía viviendo alegremente, sus relaciones con la mujer que compartía su casa y era madre de sus hijos, cambiaron. Al menos en público se trataban con la cortesía de dos personas que apenas se conocen. El Consejero despertaba en el párroco de Cumbe sentimientos indefinibles. ¿Le tenía miedo, respeto, envidia, conmiseración? El hecho es que cada vez que llegaba le abría la Iglesia, lo confesaba, lo hacía comulgar y mientras estaba en Cumbe era un modelo de templanza y devoción.

Cuando, en la última visita del santo, Alejandrinha Correa se fue tras él, entre sus peregrinos, abandonando todo lo que tenía, el Padre Joaquim fue la única persona del pueblo que no pareció sorprenderse.

Pensó que nunca había temido a la muerte y que tampoco le temía ahora. Pero le temblaban las manos, le corrían escalofríos y a cada momento se juntaba más a la fogata para calentar el hielo de sus entrañas. Y, sin embargo, sudaba. Pensó: «Estás muerto de miedo, Gall». Esos goterones de sudor, esos escalofríos, ese hielo y ese temblor eran el pánico del que presiente la muerte. Te conocías mal, compañero. ¿O había cambiado? Pues estaba seguro de no haber sentido nada semejante de muchacho, en el calabozo de París, cuando esperaba ser fusilado, ni en Barcelona, en la enfermería, mientras los estúpidos burgueses lo curaban para que subiera sano al patíbulo a ser estrangulado con un aro de hierro. Iba a morir: había llegado la hora, Galileo.

¿Se le endurecería el falo en el instante supremo, como decían que ocurría con los ahorcados y los decapitados? Alguna tortuosa verdad escondía esa creencia granguiñolesca, alguna misteriosa afinidad entre el sexo y la conciencia de la muerte. Si no fuera así, no le hubiera ocurrido lo de esta madrugada y lo de hacía un momento. ¿Un momento? Horas, más bien. Era noche cerrado y había miríadas de estrellas en el firmamento. Recordó que, mientras esperaba en la pensión de Queimadas, había planeado escribir una carta a
l'Étincelle de la révolte
explicando que el paisaje del cielo era infinitamente más variado que el de la tierra en esta región del mundo y que esto sin duda influía en la disposición religiosa de la gente. Sintió la respiración de Jurema, mezclada al crujido de la fogata declinante. Sí, había sido olfatear la muerte cerca lo que lo lanzó sobre esta mujer, con el falo tieso, dos veces en un mismo día. «Extraña relación hecha de susto y semen y de nada más», pensó. ¿Por qué lo había salvado, interponiéndose, cuando Caifás iba a darle el tiro de gracia? ¿Por qué lo había ayudado a subir a la mula, acompañado, curado, traído hasta aquí? ¿Por qué se conducía así con quien debía odiar?

Fascinado, recordó esa urgencia súbita, premiosa, irrefrenable, cuando el animal cayó en pleno trote, arrojándolos a ambos al suelo. «Su corazón debió reventar como una fruta», pensó. ¿A qué distancia estaban de Queimadas? ¿Era el río do Peixe el arroyuelo donde se había lavado y vendado? ¿Había dejado atrás, contorneándolo, Riacho da Onca o aún no habían llegado a ese pueblo? Su cerebro era una turbamulta de preguntas; pero el miedo se había eclipsado. ¿Había sentido mucho miedo cuando la mula se desplomó y vio que caía, que rodaba? Sí. Ésa era la explicación: el miedo. La instantánea sospecha de que el animal había muerto, no de cansancio, sino de un disparo de los capangas que lo perseguían para convertirlo en un cadáver inglés. Y debió ser buscando instintivamente protección que saltó sobre la mujer que había rodado al suelo con él. ¿Pensaría Jurema que era un loco, tal vez el diablo? Tomarla en esas circunstancias, en ese momento, en ese estado. Ahí, el desconcierto de los ojos de la mujer, su turbación, cuando comprendió, por la forma como las manos de Gall escarbaban sus ropas, lo que pretendía de ella. No hizo resistencia esta vez, pero tampoco disimuló su disgusto, o, más bien, su indiferencia. Ahí, esa quieta resignación de su cuerpo que había quedado impresa en la mente de Gall mientras yacía en tierra, confuso, atolondrado, colmado de algo que podía ser deseo, miedo, angustia, incertidumbre o un ciego rechazo de la trampa en que se hallaba. A través de una neblina de sudor, con las heridas del hombro y del cuello doliéndole como si se hubieran reabierto y la vida se le escurriera por ellas, vio a Jurema, en la tarde que oscurecía, examinar a la mula, abriéndole los ojos y la boca. La vio luego, siempre desde el suelo, reunir ramas, hojas y encender una fogata. Y la vio, con el cuchillo que extrajo de su cinturón sin decirle palabra, rebanar unas lonjas rojizas de los jares del animal, ensartarlos y ponerlos a asar. Daba la impresión de cumplir una rutina doméstica, como si nada anormal ocurriera, como si los acontecimientos de este día no hubieran revolucionado su existencia. Pensó: «Son las gentes más enigmáticas del planeta». Pensó: «Fatalistas, educadas para aceptar lo que la vida les traiga, sea bueno, malo o atroz». Pensó: «Para ella tú eres lo atroz».

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