La guerra del fin del mundo (63 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La guerra del fin del mundo
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Pajeú apura la marcha y mantiene un paso vivo toda la noche. Cuando, al amanecer, llegan a la Sierra de Caxamango y protegidos por una empalizada de xique-xiques y mandacarús hacen alto para comer, todos están acalambrados.

Táramela despierta a Pajeú unas cuatro horas después. Han llegado dos pisteros, ambos muy jóvenes. Hablan ahogándose y uno de ellos se soba los pies hinchados, mientras explican a Pajeú que han seguido a las tropas desde Monte Santo. En efecto, son miles de soldados. Divididos en nueve cuerpos, avanzan muy despacio por la dificultad para arrastrar sus armas, carros y barracas, y el freno que les significa un cañón larguísimo, que se entierra a cada paso y los obliga a ensanchar la trocha. Lo halan nada menos que cuarenta bueyes. Hacen, a lo más, cinco leguas por día. Pajeú los interrumpe: no le interesa cuántos son sino su rumbo. El muchacho que se soba los pies cuenta que han hecho un alto en Río Pequenho y pernoctado en Caldeiráo Grande. Luego han tomado la dirección de Gitirana, donde se detuvieron, y, por fin, después de muchos tropiezos, arribaron a Jua, donde han pasado la noche.

La ruta de los perros sorprende a Pajeú. No es la de ninguna de las expediciones anteriores. ¿Tienen la intención de llegar por Rosario, en vez de por Bendengó, el Cambaio o la Sierra de Cañabrava? Si es así, todo será más fácil, pues con unas cuantas embestidas y mañas de los yagunzos, esa ruta los llevará a la Favela.

Manda a un pistero a Belo Monte, a repetir a João Abade lo que acaba de oír, y reanudan la marcha. Andan hasta el crepúsculo sin detenerse, por parajes alborotados de mangabeiras y cipos y matorrales de macambiras. En la Laguna de Lage están ya los grupos de Mané Quadrado, Macambira y Felicio. El primero ha cruzado una patrulla a caballo que exploraba la trocha de Aracaty y Jueté. Acuclillados detrás de vallas de cactos los han visto pasar y, un par de horas después, regresar. No hay duda, pues: si mandan patrullas por el rumbo de Jueté es que han elegido el camino de Rosario. El viejo Macambira se rasca la cabeza: ¿por qué escoger la trayectoria más larga? ¿Por qué dar esa vuelta que les representará catorce o quince leguas más?

—Porque es más plano —dice Táramela—. Por ahí casi no hay subidas ni bajadas. Les será más fácil hacer pasar sus cañones y carretas.

Convienen en que es lo más probable. Mientras los otros descansan, Pajeú, Táramela, Mané Quadrado, Macambira y Felicio cambian opiniones. Como es casi seguro que la tropa entre por Rosario, se decide que Mané Quadrado y Joaquim Macambira vayan a apostarse allí. Pajeú y Felicio le escoltarán desde la Sierra de Aracaty.

Al amanecer, Macambira y Mané Quadrado parten con la mitad de los hombres. Pajeú pide a Felicio adelantarse con sus setenta yagunzos hacia Aracaty, sembrando a éstos por la media legua de camino a fin de conocer en detalle los movimientos de los batallones. El permanecerá aquí.

La Laguna de Lage no es una laguna —acaso lo fue, en tiempos remotísimos—, sino una oquedad húmeda, donde se sembraba maíz, yuca y fréjol, como recuerda muy bien Pajeú, que pernoctó muchas veces en esas casitas ahora quemadas. Hay una sola con la fachada intacta y el techo completo. Un cabra aindiado dice, señalándola, que esas tejas podrían servir para el Templo del Buen Jesús. En Belo Monte ya no se fabrican tejas pues todos los hornos funden balas. Pajeú asiente y ordena destejar la casa. Distribuye a los hombres por el contorno. Está dando instrucciones al pistero que va a despachar a Canudos, cuando oye cascos y un relincho. Se arroja al suelo y se escabulle entre los pedruscos. Ya protegido, ve que los hombres han tenido tiempo de refugiarse también, antes de que aparezca la patrulla. Todos, menos los que destejan la casita. Ve a una docena de jinetes corretear a tres yagunzos que escapan en
zigzag,
en direcciones distintas. Desaparecen en los roquedales sin, aparentemente, ser heridos. Pero el cuarto no llega a saltar del techo. Pajeú trata de identificarlo: no, está muy lejos. Después de mirar un rato a los jinetes que le apuntan con los fusiles, se lleva las manos a la cabeza, en actitud de rendición. Pero de pronto se lanza sobre uno de los jinetes. ¿Quería apoderarse del caballo, escapar al galope? Le falla, pues el soldado lo arrastra con él al suelo. El yagunzo golpea a derecha y a izquierda hasta que el que dirige el pelotón le dispara a boca de jarro. Se nota que le fastidia matarlo, que hubiera querido llevar un prisionero a sus jefes. La patrulla se retira, observada por los emboscados. Pajeú se dice, satisfecho, que los hombres han resistido la tentación de matar a ese puñado de perros.

Deja a Táramela en la Laguna de Lage, para enterrar al muerto, y va a instalarse en las elevaciones que hay a medio camino de Aracaty. Ya no permite que sus hombres marchen juntos, sino fragmentados y a distancia de la trocha. A poco de llegar a los peñascos —un buen mirador — aparece la vanguardia. Pajeú siente la cicatriz en su cara, una tirantez, una herida que fuera a abrirse. Le ocurre en los momentos críticos, cuando vive alguna ocurrencia extraordinaria. Soldados armados de picos, palas, machetes y serruchos van despejando la trocha, aplanándola, tumbando árboles, apartando piedras. Deben haber tenido trabajo en la Sierra de Aracaty, filuda y escabrosa; vienen con los torsos desnudos y las camisas amarradas a la cintura, de tres en fondo, encabezados por oficiales a caballo. Los perros son muchos, sí, cuando los encargados de abrirles camino pasan de doscientos. Pajeú divisa también a un pistero de Felicio que sigue de cerca a los zapadores.

Es el principio de la tarde cuando cruza el primero de los nueve cuerpos. Cuando pasa el último el cielo está lleno de estrellas diseminadas en torno a una luna redonda que baña el sertón con suave resplandor amarillo. Han estado pasando, a veces juntos, a veces separados por kilómetros, con uniformes que cambian de color y de forma —verdosos, azules con listas rojas, grises, con botones dorados, con correajes, con quepis, con sombreros de vaquero, con botines, con zapatos, con alpargatas — a pie y a caballo. En medio de cada cuerpo, cañones tirados por bueyes. Pajeú —la cicatriz no deja un momento de estar presente en su cara — cuenta las municiones y los víveres: siete carretas de bueyes, cuarenta y tres carros de burros, unos doscientos cargadores doblados por los bultos en las espaldas (muchos son yagunzos). Sabe que esas cajas de madera traen proyectiles para fusil y en su cabeza se arma un laberinto de cifras cuando trata de adivinar cuántas balas tendrán por habitante de Belo Monte.

Sus hombres no se mueven; se diría que no respiran, que no pestañean, y nadie abre la boca. Mudos, inmóviles, consubstanciados con las piedras, los cactos y los arbustos que los ocultan, escuchan las cornetas que llevan órdenes de batallón a batallón, ven flamear las banderas de los escoltas, oyen gritar a los servidores de las piezas de artillería azuzando a bueyes, mulas y burros. Cada cuerpo avanza separado en tres partes, esperando la del centre que las de los costados se adelanten para luego avanzar. ¿Por qué hacen este movimiento que los demora y que parece un retroceso tanto como un avance? Pajeú comprende que es para evitar ser sorprendidos por los flancos, como les ocurría a los animales y soldados del Cortapescuezos, que podían ser atacados por los yagunzos desde la misma orilla de la trocha. Mientras contempla este espectáculo ruidoso, multicolor, que se desenvuelve calmosamente a sus pies, se repite las mismas preguntas: ¿Cuál es la ruta por la que piensan llegar? ¿Y si se abren en abanico para entrar a Canudos por diez sitios diferentes a la vez?

Luego de haber pasado la retaguardia, come un bocado de farinha y rapadura y reemprende el regreso, para esperar a los soldados en Jueté, a dos leguas de marcha. Durante el trayecto, que les toma un par de horas, Pajeú siente a los hombres comentando entre dientes el tamaño de ese cañón al que han bautizado la Matadeira. Los hace callar. Cierto, es enorme, capaz sin duda de volar varias casas de un disparo, tal vez de perforar las paredes de piedra del Templo en construcción. Habrá que prevenir a João Abade sobre la Matadeira.

Como ha calculado, los soldados acampan en la Laguna de Lage. Pajeú y sus hombres pasan tan cerca de las barracas que oyen a los centinelas comentando las incidencias de la jornada. Se reúnen con Táramela antes de la medianoche, en Jueté. Allí encuentran un mensajero de Mané Quadrado y Macambira; ambos están ya en Rosario. En el camino han visto patrullas a caballo. Mientras los hombres beben y se mojan las caras, a la luz de la luna, en la lagunita de Jueté donde antes llevaban sus rebaños los pastores de la comarca, Pajeú despacha un pistero a João Abade y se tiende a dormir, entre Táramela y un viejo que sigue hablando de la Matadeira. Sería bueno que los perros capturaran a un yagunzo y que éste les revelara que todas las entradas de Belo Monte están protegidas, salvo los cerros de la Favela. Pajeú da vueltas a la idea hasta que se duerme. En el sueño, lo visita la mujer.

Cuando comienza a clarear, llega el grupo de Felicio. Se ha visto sorprendido por una de las patrullas de soldados que flanquean al convoy de reses y cabras que siguen a la Columna. Ellos se dispersaron, sin sufrir bajas, pero el volver a agruparse los demoró y todavía hay tres perdidos. Cuando se enteran del encuentro en la Laguna de Lage, un curiboca que no debe tener más de trece años y que Pajeú usa como mensajero, se echa a llorar. Es el hijo del yagunzo que los perros encontraron destejando la casa y mataron.

Mientras marchan hacia Rosario, atomizados en grupos de pocos hombres, Pajeú se acerca al chiquillo. Éste hace esfuerzos por contener las lágrimas, pero, a veces, se le escapa un sollozo. Le pregunta sin preámbulos si quiere hacer algo por el Consejero, algo que ayudará a vengar a su padre. El chiquillo lo mira con tanta decisión que no necesita otra respuesta. Le explica lo que espera de él. Se forma una ronda de yagunzos, que escuchan mirándolos alternativamente a él y al chiquillo.

—No es cuestión sólo de hacerte pescar —dice Pajeú—. Tienen que creerse que no querías que te pescaran. Y no es cuestión de que te pongas a hablar a la primera. Tienen que creerse que te han hecho hablar. O sea, dejar que te peguen y hasta que te corten. Tienen que creerse que estás asustado. Sólo así te creerán. ¿Podrás?

El chiquillo tiene los ojos secos y una expresión adulta, como si en cinco minutos hubiera crecido cinco años.

—Podré, Pajeú.

Se reúnen con Mané Quadrado y Macambira en las afueras de Rosario, donde la senzala y la casa grande de la hacienda están en ruinas. Pajeú despliega a los hombres en una quebrada, al filo derecho de la trocha, con órdenes de no pelear sino el tiempo justo para que los perros los vean huir en dirección a Bendengó. El chiquillo está a su lado, las manos en la escopeta de perdigones casi tan alta como él. Pasan los zapadores, sin verlos, y, algo después, el primer batallón. El tiroteo estalla y se eleva una polvoreda. Pajeú espera, para disparar, que ésta se disipe un poco. Lo hace tranquilo, apuntando, disparando con intervalos de varios segundos las seis balas del Mánnlicher que lo acompaña desde Uauá. Escucha la algarabía de silbatos, cornetas, gritos, ve el desorden de la tropa. Superada en algo la confusión, urgidos por sus jefes, los soldados comienzan a arrodillarse y a responder los disparos. Hay una cometería frenética, no tardarán en llegar refuerzos. Puede oír a los oficiales ordenando a sus subordinados internarse en la caatinga en pos de los atacantes.

Entonces, carga su fusil, se incorpora y, seguido por otros yagunzos, avanza hasta el centro de la trocha. Encara a los soldados que se hallan a cincuenta metros, les apunta y les descarga su fusil. Los hombres hacen lo mismo, plantados a su alrededor. Nuevos yagunzos emergen de los matorrales. Los soldados, por fin, vienen a su encuentro. El chiquillo, siempre a su lado, se lleva la escopeta a una oreja y cerrando los ojos se dispara. El perdigón lo baña en sangre.

—Llévate mi escopeta, Pajeú —dice, alcanzándosela—. Cuídamela. Me escaparé, volveré a Belo Monte.

Se tira al suelo y se pone a dar alaridos, cogiéndose la cara. Pajeú echa a correr —las balas zumban por todas partes — y seguido por los yagunzos se pierde en la caatinga. Una compañía se lanza tras ellos y se hacen perseguir un buen rato; la enredan en las matas de xique-xiques y altos mandacarús, hasta que los soldados se encuentran tiroteados por la espalda por los hombres de Macambira. Optan por retirarse. Pajeú también da media vuelta. Dividiendo a los hombres en los cuatro grupos de siempre, les ordena regresar, adelantarse a la tropa y esperarla en Baixas, a una legua de Rosario. En el camino, todos hablan de la bravura del chiquillo. ¿Se habrán creído los protestantes que ellos lo hirieron? ¿Lo estarán interrogando? ¿O, furiosos por la emboscada, lo despedazarían a sablazos?

Unas horas después, desde las matas densas de la planicie arcillosa de Baixas —han descansado, comido, contado a la gente, descubierto que faltan dos hombres y que hay once heridos — Pajeú y Táramela ven acercarse a la vanguardia. A la cabeza de la Columna, renqueando junto a un jinete que lo lleva atado a una cuerda, entre un grupo de soldados, está el chiquillo. Tiene la cabeza vendada y camina cabizbajo. «Le han creído —piensa Pajeú—. Si está ahí delante, es que va de pistero.» Siente un ramalazo de afecto por el curiboca.

Dándole un codazo, Táramela le susurra que los perros ya no están en el mismo orden que en Rosario. En efecto, las banderas de los escoltas de adelante son encarnadas y doradas en vez de azules y los cañones van a la vanguardia, incluso la Matadeira. Para protegerlos, hay compañías que peinan la caatinga; de continuar donde se hallan, alguna se dará de bruces con ellos. Pajeú indica a Macambira y a Felicio que se adelanten hasta Rancho do Vigario, adónde sin duda acampará la tropa. Gateando, sin ruido, sin que sus movimientos alteren la quietud del ramaje, los hombres del viejo y de Felicio se alejan y desaparecen. Poco después, estallan disparos. ¿Los han descubierto? Pajeú no se mueve: a cinco metros ve, por el entramado de matorrales, un cuerpo de masones a caballo, con largas lanzas rematadas en puntas de metal. Al oír los tiros, los soldados apuran el paso, hay galopes, toque de cornetas. La fusilería continúa, aumenta. Pajeú no mira a Táramela, no mira a ninguno de los yagunzos aplastados contra la tierra, ovillados entre las ramas. Sabe que el centenar y medio de hombres están, como él, sin respirar, sin moverse, pensando que Macambira y Felicio pueden estar siendo exterminados... El estruendo lo remece de pies a cabeza. Pero más que el cañonazo lo asusta el gritito que el estampido arranca a un yagunzo, detrás de él. No se vuelve a recriminarlo; con los relinchos y exclamaciones es improbable que lo hayan oído. Después del cañonazo, los tiros cesan.

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