La hija de la casa Baenre (9 page)

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Authors: Elaine Cunningham

BOOK: La hija de la casa Baenre
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Caía la noche cuando Fyodor encontró lo que buscaba. Desde lo alto de una colina profusamente arbolada, vislumbró un pequeño claro en un valle a sus pies, y en él se alzaba una cuidada cabaña de madera. En muchos aspectos la construcción era una vivienda rashemita bastante corriente: atractiva y confortable, con un grueso tejado de paja y postigos pintados de un color alegre. Sin embargo, al contrario de la mayoría de las cabañas, ésta se alzaba del suelo sobre gigantescas patas de pollo, y la construcción daba vueltas por el claro como si se tratara de un gallo inspeccionando su territorio.

Fyodor saltó del lomo del poni y se aproximó con cautela al claro. Había llegado hasta allí sin ningún plan definido para derrotar al mago, pero por lo general siempre se le ocurría una solución, si meditaba el asunto el tiempo suficiente. Se agazapó para observar y esperar.

Recordó los viejos relatos, cuentos de una vieja bruja que había vivido una vez en una cabaña mágica. En los relatos, la cabaña giraba y danzaba cuando su dueña —o ahora su dueño, supuso Fyodor— dormía a salvo en su interior. En ese momento, la casa daba la impresión de patrullar el claro, y al joven le pareció muy posible que el ocupante no se hallara en su interior. Dejó a
Sasha
en la ladera de la colina y descendió en dirección a la choza. Quizá fuera arriesgado, pero era más seguro que enfrentarse a la magia de un Mago Rojo, o a las perennes maldiciones de la legendaria bruja.

En la linde del claro se detuvo y empezó a canturrear las palabras de un poema infantil:

Mientras la dueña duerme,

patas de pollo la protege.

Cuando la dueña se aleja,

patas de pollo se levanta.

Cuando la dueña regresa,

patas de pollo entrar la deja.

Stara Baba lanza su conjuro.

Escucha, cabaña, y presta atención.

A la primera nota de la cancioncilla, la cabaña se detuvo como para escuchar, y cuando Fyodor acabó de cantar, la construcción avanzó sin prisa hasta el centro del claro, dobló las patas, y se acomodó igual que lo haría una gallina clueca. La gruesa puerta principal se abrió sola.

El muchacho bendijo en silencio al cuentista del pueblo. Muchas veces se había escabullido hasta la cabaña del anciano para escuchar relatos de sitios lejanos y de magia cotidiana, y para aprender canciones y soñar sueños. Algunos pensaban que los viejos cuentos y canciones eran sólo para entretener a los niños o para ayudar a pasar las largas noches de invierno. Aquellos que habían aprendido a soñar conocían la verdad.

El guerrero desenvainó su espada y caminó cautelosamente hacia la cabaña. En el interior encontró un revoltijo de varias magias. Frascos polvorientos atestaban las estanterías, y hierbas resecas estaban desperdigadas sobre una mesa junto al antiguo mortero utilizado en el pasado para triturar plantas y convertirlas en pociones. En una enorme chimenea de piedra, borboteaba y humeaba un caldero de hierro a pesar de la ausencia de combustible o fuego, haciendo que la casita resultara agradablemente cálida. Pero no se veía ni rastro del tesoro.

—Ahora es el momento de pensar, no de soñar —se regañó Fyodor, acomodándose en la única silla de la habitación—. El mago no se ha llevado todos los tesoros de una torre de las Brujas dentro de un saco.

Escudriñó el cuarto, en busca de algo que estuviera fuera de lugar entre el sencillo mobiliario. Por fin sus ojos se posaron en la pequeña y profusamente tallada caja de madera de la mesa. La levantó y alzó la tapa; la caja estaba vacía, a excepción de algunos objetos sin valor y unas joyas.

Los ojos del joven se iluminaron. Seleccionó un diminuto anillo de oro y lo sacó con cuidado. En cuanto hubo abandonado el borde de la caja, el anillo empezó a aumentar de tamaño y creció rápidamente hasta convertirse en un grueso brazal grabado con símbolos mágicos, lo bastante grande para encajar en el antebrazo de un hombre musculoso. El rashemita dejó caer el objeto al suelo y sacó una blanquecina astilla de madera, que creció hasta transformarse en una varita tallada en madera de fresno y pintada con símbolos de brillantes colores. Fyodor continuó sacando cosas, infatigable, y a cada objeto que sacaba, otro aparecía para ocupar su lugar. El montón de tesoros le llegaba casi a la altura de las rodillas cuando Fyodor halló por fin lo que buscaba.

Era un objeto sin importancia, una diminuta daga de oro, de no más de ocho centímetros de longitud, que colgaba de una fina cadena. La funda del arma estaba tallada con runas de alguna lengua desaparecida hacía mucho, y el metal estaba desgastado y oscurecido por los años. Fyodor se apresuró a colgar la cadena alrededor de su cuello y ocultó el valioso objeto fuera de la vista. Las Brujas no habían hecho promesas, pero habían sugerido que aquel antiguo amuleto podría ser la clave para la liberación del muchacho.

Abandonando el resto del tesoro amontonado en el suelo, el joven rashemita desapareció en la noche. Inmediatamente, la cabaña se alzó y reanudó su deambular.

Fyodor trepó colina arriba a tanta velocidad como pudo, pues deseaba estar lejos del claro cuando regresara el Mago Rojo. Palmeó a
Sasha
y saltó a la silla, y mientras tiraba de las riendas del poni para marchar, dirigió una última y triunfal mirada en dirección al refugio que el hechicero había tomado prestado.

En aquel instante las sombras de lado opuesto del claro parecieron agitarse y una única y espectral figura surgió de los árboles, seguida por otra. Pronto hubo seis de ellas, de forma humana, pero de cuerpo tan ligero y movimientos tan gráciles que parecían irreales, insustanciales. Despacio, a hurtadillas, las sombras abandonaron el refugio de la oscuridad y se deslizaron al interior del calvero con pasos silenciosos.

Fyodor se encogió y contuvo la respiración, sobresaltado. ¡Elfos oscuros! Había oído muchos relatos espantosos sobre los drows, y de vez en cuando su gente se tropezaba con ellos en las minas más profundas situadas bajo las rocosas colinas de Rashemen. Él jamás había visto uno. Eran hermosos, con sus brillantes ojos rojos y su piel tan oscura que parecía absorber la luz de la luna. También ellos iban de caza y ningún depredador vivo era tan mortífero.

Sin un ruido, Fyodor se deslizó al suelo. Aunque se hallaba lejos del grupo de drows, no quería correr ningún riesgo, pues a los ojos de aquellos seres, el calor desprendido por un hombre y su caballo brillaría con tanta potencia como un faro. Condujo a
Sasha
tras unas zarzas cubiertas de nieve y se apostó a observar.

Los elfos oscuros acecharon la cabaña que paseaba y sus armas desenvainadas relucieron bajo la tenue luz de la luna. Uno de los drows —un varón delgado de rostro zorruno con una espesa cabellera de pelo cobrizo— se adelantó. Sus manos dibujaron extraños símbolos en el aire mientras canturreaba en una lengua áspera y cortante.

—El bosque está lleno de magos esta noche —murmuró Fyodor con desasosiego.

Contempló cómo los pies del drow abandonaban el suelo y la figura empezaba a flotar hacia arriba, en dirección a la puerta de la cabaña. Mientras permanecía suspendido en el frío y enrarecido aire, el hechicero lanzó otro embrujo, luego alargó la mano hacia el picaporte de la gruesa puerta de madera.

—Pues va a desear no haberlo hecho —comentó el rashemita con una sonrisa maliciosa. La cabaña poseía defensas mágicas, pero sin duda el ausente mago había dispuesto protecciones adicionales alrededor del tesoro que había robado.

El desastre hizo su aparición en alas de aquel pensamiento. Un estallido de luz carmesí centelleó desde la puerta, arrojando hacia atrás por los aires al hechicero drow. Este se estrelló contra un abeto y cayó al suelo. Un montón de nieve se desprendió de las ramas del árbol y cubrió al caído como si se tratara de una gruesa y redonda mortaja, pero ninguno de los otros drows fue en ayuda del hechicero, pues todos los ojos estaban puestos en la enorme puerta de madera que había aparecido de improviso en el centro del claro. Todas las armas se alzaron para combatir.

La puerta se abrió de golpe, y de algún lugar invisible situado al otro lado surgieron altos guerreros de cabeza de perro cubiertos tan sólo con sus propios pellejos peludos. Los gnolls, pues eso es lo que eran, eran enemigos naturales de los elfos, y cayeron sobre los oscuros ladrones con feroces aullidos y espadas centelleantes. Aquellos seres brotaban del mágico portal sin cesar, como si se tratara de abejas enfurecidas saliendo de una colmena. Fyodor contó veinte antes de que el fragor y confusión de la batalla le impidieran seguir con el recuento.

El corazón del joven palpitaba violentamente mientras contemplaba el combate, y no obstante todo lo que había oído decir de los drows se encontró deseando que éstos vencieran. Sólo eran seis elfos oscuros contra criaturas que les doblaban en tamaño y cuadriplicaban en número, pero ¡cómo combatían! Fyodor era un guerrero de una nación de luchadores de renombre y jamás había contemplado tal habilidad con la espada. Contempló con asombro cómo el acero elfo giraba y acuchillaba, mientras los drows danzaban y asestaban estocadas; estudió a los elfos oscuros, cómo luchaban, cómo se movían. Cómo mataban.

Los gnolls caían rápidamente y por un momento pareció como si los drows fueran a triunfar. Entonces el joven oyó un sonido familiar y temido: el seco y sordo batir de alas gigantes y un horripilante y tembloroso grito demasiado ronco para provenir de la garganta de un ser vivo. Los drows también lo oyeron y alzaron la vista al cielo. Sus ojos rojos se abrieron de par en par ante la visión del horror que se abatía sobre ellos.

Sencillamente no existían palabras para describir a las bestias oscuras. Aquellos monstruos volaban, pero no eran como los pájaros. Habían sido seres vivos en una ocasión, pero fueron transformados por la magia de un Mago Rojo y se habían convertido en retorcidas y deformes abominaciones. Fyodor no tenía ni idea de qué clase de animal había sido aquella bestia oscura, pero debió de ser muy grande, pues cuando la criatura descendió como un halcón cayendo en picado, sus alas extendidas ocultaron la luna.

El ser se abalanzó sobre el drow más alto, un varón que luchaba con dos finas espadas. En aquel momento las centelleantes armas de aquel elfo mantenían a raya a tres gnolls, y mientras luchaba danzaba sobre un montón de cadáveres de adversarios, aunque si lo hacía para intimidar a sus enemigos o para enfrentarse a aquellos seres mucho más altos que él cara a cara Fyodor no lo sabía.

Las enormes garras se abrieron de par en par cuando la bestia oscura descendió, pero en el último instante, el drow se hizo a un lado con increíble agilidad, y las monstruosas zarpas se cerraron alrededor de los tres gnolls. La criatura se elevó hacia el cielo con su carga y profirió un grito enojado al darse cuenta de que había sido engañada, al tiempo que dejaba caer a las criaturas. Agitando los brazos con desesperación entre alaridos, los hombres perro se estrellaron contra el suelo. Golpearon con fuerza y quedaron allí tumbados silenciosos y destrozados. Las enormes alas batieron con violencia, inundando el aire con su sordo ritmo a la par que la bestia oscura ascendía para lanzarse en otro ataque en picado.

Pero la bestia oscura no era el único problema de los drows. Un vórtice de diminutos y centelleantes cristales se elevó de la nieve, girando como un torbellino y adquiriendo masa y fuerza por momentos. Con un agudo chasquido, el remolino se detuvo y una criatura de aspecto humano, de dos metros y medio de estatura y robusta como un enano, avanzó entre la nieve en dirección a los elfos oscuros. Fyodor masculló un juramento. Por muy hábiles que fueran los drows, poco podían hacer contra un gólem de hielo.

Efectivamente, las espadas de los elfos oscuros rebotaban inútilmente en el hielo macizo de su nuevo adversario. Un inmenso puño blanco se cerró alrededor de un guerrero y el gólem de hielo alzó al desdichado hacia las alturas. La criatura contempló a su prisionero impasible, sin pestañear ante los golpes que el otro le asestaba una y otra vez. El brazo del elfo oscuro fue perdiendo velocidad y los golpes cayeron con menos fuerza a medida que el sobrenatural frío del puño del gólem absorbía la energía vital del drow. Con total indiferencia, la helada criatura arrojó el cuerpo sin vida a un lado y fue en busca de otra víctima.

Fyodor notó cómo los pelos del cogote se le erizaban y un hormigueo recorrió sus brazos. Bajó los ojos al suelo. La nieve bajo sus pies se había derretido y convertido en lodo.

—No —musitó—. Otra vez no, ahora no.

Luchó contra la creciente oleada de calor y furia, pero era demasiado tarde y lo sabía. Su último pensamiento consciente fue de pesar por
Sasha
. El feroz poni sin duda se lanzaría al combate junto a él, y no esperaba que su pobre compañera pudiera sobrevivir ante semejantes adversarios.

Entonces, el frenesí combativo se apoderó de él.

Nisstyre se removió y forcejeó bajo su manto de nieve, sintiendo cada uno de sus huesos y músculos doloridos por la caída. No había esperado aquel ataque —su conjuro debiera haber desarmado cualquier trampa de la puerta de la cabaña— pero claro está, jamás se había tropezado con los humanos conocidos como Magos Rojos. Estaría mejor preparado la próxima vez, siempre y cuando sobreviviera.

Finalmente consiguió abrirse paso a arañazos fuera del banco de nieve y aspiró aire profunda y entrecortadamente. Fue entonces cuando vio la aparición que descendía como una tromba de la colina y casi se olvidó de soltar el aliento.

Un humano —o eso supuso Nisstyre— apareció en el calvero. Sus oscuros cabellos se erguían sobre la cabeza como las púas de un erizo enfurecido y su rostro estaba bañado en un intenso calor. El semblante del guerrero refulgía con un tormentoso color rojo tanto en la visión normal como en la infrarroja, pero sin embargo una débil sonrisa desconcertante curvaba sus labios y, mientras descendía vociferando en dirección a la batalla, azotaba el aire con una larga espada de ancha hoja. A primera vista, el recién llegado parecía medir más de dos metros de altura, pero Nisstyre estaba acostumbrado a las ilusiones mágicas y vio más allá de ésta. El hombre en realidad medía menos de metro ochenta y, si bien poseía unos poderosos músculos, no debería haber sido capaz de blandir aquella enorme espada como lo hacía. El arma era ancha, y su filo parecía grueso y embotado, no obstante cada violento mandoble hendía el aire con un poderoso y audible silbido; mediante una magia que el elfo no comprendía, aquel guerrero era mucho más de lo que debiera haber sido.

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