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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (62 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
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—Holly, encima está mi cabeza, no puedes ir más arriba.

—Perdona.

—¿Qué te ocurre, cielo?

—Va a pasar algo grave.

Marie se abre paso entre los transeúntes. Cada vez hay más gente en las calles, como si todos los habitantes hubieran salido de su casa y caminaran sin rumbo. Algunos cruzan saludos rápidos y se dan apretones de manos. Otros se sonríen tímidamente. La mayoría no se conocen. Se empujan, se dan golpes con el hombro, se apiñan.

—¿Cielo…?

—¿Sí?

—Hace un rato, en el tren, dijiste que todo había terminado.

—Por favor, Marie, no tengo ganas de hablar de eso.

—Necesito saber, cariño. ¿Los malos han muerto?

—Casi todos.

—¿Cuántos quedan?

—¿Te refieres a los malos malos?

—Sí.

—Sólo uno. Está herido y furioso. Nos busca. En realidad, ya sabe dónde estamos.

—Entonces, ¿por qué la multitud no se cierra a nuestro alrededor?

—Dios mío, Marie, ¿es que no los ves?

Parks se vuelve. Cada vez que adelantan a un grupo de transeúntes, la mayoría de ellos las siguen con la mirada olfateando el aire. Aprieta el paso.

—¿Cómo se las ha arreglado para encontrarnos tan deprisa?

—Le ha leído el pensamiento a Gordon. Está llegando. Todavía no está aquí, pero se acerca.

—¿Y Gordon…?

—No lo sé, Marie, no consigo percibir su presencia. No…

Marie nota que Holly se agarrota entre sus brazos. La niña profiere un grito penetrante mientras señala con el dedo la acera de enfrente. Marie ve a otra niña en brazos de su madre, una niña muy rubia cogida del cuello de una chica de cabellos castaños. Marie frunce el entrecejo. Hay algo raro en su pelo. Ella recuerda haberlas visto unos segundos antes y está convencida de que en ese momento el pelo de la niña era tan castaño como el de su madre. La multitud se detiene, titubea, se vuelve. Decenas de rostros contemplan a la joven madre que estrecha a su hija entre sus brazos. Decenas de ojos acaban de ver las manitas arrugadas que se agarran a sus hombros. La madre pasa los dedos por el pelo de su hija. Unos mechones blancos se desprenden y revolotean, movidos por las corrientes de aire. La niña levanta la cabeza. Su madre la aprieta con todas sus fuerzas contra sí para que la gente no vea su cara desfigurada por las arrugas. Pero la gente la ha visto. Murmura. Se acerca. La joven mujer grita:

—¡Mi hija tiene cáncer! ¡Sigue un tratamiento de quimioterapia y por eso se le cae el pelo cuando le acaricio la cabeza! No quería dejarla morir en el hospital, ¿comprenden? Dicen que en los hospitales queman a los enfermos. ¡Les juro que es verdad! Dios mío, les juro que…

A la joven se le quiebra la voz mientras sus propios cabellos empiezan a ponerse blancos. Su rostro se arruga y comienza a fundirse como cera. Una especie de ronquido provocado por la sorpresa escapa de su garganta. Se tambalea. Marie pone la mano sobre los ojos anegados en lágrimas de Holly. Sabe que la multitud está transformándose en algo y que de ninguna manera la niña debe verlo. Ya está cerrándose sobre las dos ancianas que han caído de rodillas. Marie no profiere un solo grito. La niña y su madre tampoco. Cuando la marea refluye, solo quedan sobre el asfalto dos formas enmarañadas e irreconocibles.

138

Marie camina en dirección al rótulo de Wal-Mart que parpadea al final de la calle. Sabe que le queda poco tiempo, pero necesita sin falta una cosa que solo se encuentra en un supermercado. Desconcentrada durante un momento por lo que acaba de suceder, la multitud ha reanudado su movimiento silencioso. Marie empieza a captar de nuevo formas que se vuelven, ojos que la siguen y narices que olfatean el aire. Las miradas son cada vez más precisas. Las sonrisas, cada vez más amplias.

Marie atraviesa el aparcamiento del supermercado. No puede más. Sienta a Holly en un carrito y cruza la puerta de entrada. El aire acondicionado le sienta bien. Curiosamente, los almacenes todavía están abarrotados pese a que los estantes están vacíos. Empleados exhaustos reaprovisionan a toda prisa los estantes de azúcar, Coca-Cola y latas de conservas. Una chica con el chaleco azul reglamentario intenta explicarle a un tipo fornido y vestido con una camiseta mugrienta que hace mucho que se acabó el café. El tipo le da un puñetazo en la boca y un chorro de sangre salpica los últimos paquetes de yogur. Marie se muerde los labios para no intervenir. Más lejos, ve a una madre de familia junto a un cochecito de tres plazas en el expositor de mermeladas y alimentos para bebé. Marie la oye hablar en un tono de enfado fingido.

—Brian, cariño, si mamá te dice que no quedan papillas de pollo y judías, debes creerlo, ¿de acuerdo? ¿Cómo? No, Cindy Lou, tampoco quedan tarritos de fresa. Me parece que mamá preparará una pizza y que después nos iremos todos a dormir. ¿De acuerdo?

Marie se acerca. Lo que la inquieta no es que la madre hable a sus bebés como si fueran niños mayores, sino que ningún sonido le responde y no distingue ningún movimiento en el gran cochecito. Se inclina al pasar por su lado y sofoca un grito de horror cuando descubre los tres cadáveres atados en su canasto. Aunque la madre haya bajado la capota y les haya tapado la frente con gorros de lana, Marie ha tenido tiempo de ver sus caras arrugadas.

—¿Qué pasa? ¿No ha visto nunca a tres fierecillas rebeldes que se niegan a comer pizza para complacer a su mamá?

Marie se vuelve hacia la madre de familia, que se ha percatado de su expresión horrorizada.

—Ah, pero no os preocupéis, pese a todo mamá comprará esa maldita pizza. Es más, cogerá una que no sea precocinada. ¡Y si seguís poniendo mala cara, acabaréis en el horno con ella!

Marie aprieta el paso. Mira a Holly. La niña, con la mirada perdida en el vacío, se chupa el pulgar.

—No te preocupes, cielo, saldremos de esta.

—No lo creo, Marie.

En el otro extremo del expositor, la mamá de los trillizos acaba de hacer girar el cochecito y camina hacia ella. Tiene los ojos en blanco y desde hace unos segundos se muerde los labios, de los que escapan finos hilillos de sangre. Sonríe como una loca arrastrando los pies y haciendo chirriar el cochecito. Marie acelera. Deja atrás el expositor de los quesos y se dirige hacia la sección de droguería. El carrito golpea los palos de escoba, que chocan entre sí. Una voz suena detrás de los paquetes de cereales. La mamá de los trillizos avanza a lo largo del expositor contiguo.

—Sí, Cindy Lou, tienes razón, es una mujer asquerosa. Y la mocosa que va con ella es todavía peor. Así que la coceremos a ella, pequeños. Sí, sí, a ella.

Marie aprieta más el paso. Tiene que llegar como sea al final del expositor antes que esa loca. Revuelve la mercancía.

—¿Qué buscas?

—Chis…, luego te lo digo, cielo, te lo prometo.

Entre los artículos de camping, Marie encuentra unos grandes tubos metálicos que se utilizan para proteger los alimentos de la lluvia. También coge una caja de diodos, así como cable eléctrico y un gran rollo de cinta aislante. Más allá, una caja de masilla amarilla, que echa también al carrito.

—Marie, ¿estás bien?

—Sí, cielo, estoy bien.

—No, no lo estás. ¿Qué te pasa?

—Estoy cansada, eso es todo.

Marie siente que el corazón se le sale por la boca. Sí, está cansada, incluso agotada. Pero hay algo más. Silba cada vez más fuerte al respirar y tiene calambres en las pantorrillas y los muslos. Y, sobre todo, desde hace unos segundos tiene la impresión de estar subiendo una cuesta interminable. Una de esas que te cortan la respiración y te destrozan las piernas. Intenta acelerar, pero el carrito va cada vez más despacio. Oye la respiración de la loca al otro lado del expositor. Gira a la izquierda y recorre el pasillo hacia la carnicería. Se pone tensa al cruzar la mirada con el dependiente, que está afilando los cuchillos. Él también sangra por la nariz, al igual que la anciana que la mira desde el expositor de licores, y que ese niño que le saca la lengua junto al estante de los jabones. O como esos indigentes que se cuelan entre las cajas sin que nadie intente detenerlos. A medida que estos avanzan junto a las colas de espera profiriendo gruñidos, las cajeras se ponen a bufar y los clientes se vuelven olfateando el aire y desplegando extrañas sonrisas. Se oye una voz por los altavoces del supermercado. La misma que anunciaba, unos segundos antes, que habían reaprovisionado los estantes con las últimas reservas de azúcar y de harina. Salvo que el timbre de esa voz ha cambiado. El contenido del mensaje también.

—Se ruega a todo el personal y a los clientes que busquen a una tal Marie Parks, así como a una pequeña zorra llamada Holly Amber Habscomb, y que las lleven vivas a la sección de carnicería.

Marie tirita. Oye cómo se acerca el chirrido de las ruedas del cochecito. Los gritos de la loca suenan unos metros detrás de ella.

—¡Están aquí! ¡Dios mío, están aquí! Yo he sido la primera en ver a la pequeña zorra. ¡Quiero su carne para mis bebés!

Marie no puede más. Gira con un movimiento brusco, empujando deliberadamente una pirámide de latas de conserva que se desparraman en medio del pasillo.

—Holly…

—¿Qué?

—Tienes que bajar del carrito. Pesa demasiado.

Holly obedece y ayuda a Marie a empujar el carrito hacia una hilera de tiendas de campaña en exposición. Marie coge los artículos que ha seleccionado, da una patada al carrito, empuja a Holly al interior de una tienda tipo iglú y baja la cremallera. Abrazando a la niña, se esfuerza en atenuar el silbido de su respiración. Mira las sombras que pasan por delante de la tienda. La loca de los trillizos grita. Está muy cerca.

—¡Mis bebés! ¡Dios mío, mis bebés! ¡Esa repugnante mujer ha tirado un montón de latas de conserva encima de mis bebés y Cindy Lou se ha roto todos los dientes!

Se aleja. El chirrido del cochecito también. Gritos y gruñidos a lo lejos. Los perseguidores se reparten entre las diversas secciones. Marie hace chasquear la culata de su arma. Ha reservado una bala para Holly y otra para ella. Acaricia la nuca de la niña. Los ojos de la pequeña brillan en la penumbra.

—Yo sé quién es —susurra.

—¿Quién es quién?

—El que los dirige.

—¿Es Ash? Ha sido él quien ha escapado de Gordon, ¿verdad?

—Sí.

—¿Sabes en qué cuerpo se encuentra?

—Hace un momento estaba en el de la loca.

—¿Y ahora?

—Ahora está en el del carnicero.

—¿Te refieres al tipo de detrás del mostrador?

—Sí. He visto el destello en sus ojos. Y tú también, Marie.

—¿Cómo sabes que no va a seguir moviéndose?

—Está herido. Tiene que controlar a demasiada gente y se cansa.

Marie aguza el oído. Los gruñidos de los clientes de alejan. Su energía se dispersa.

—Voy a por él, cielo.

—No. Tengo que hacerlo yo.

—¿Por qué?

—Porque tú has empezado a envejecer. Está en ti. Está matándote.

Marie se pasa una mano por la cara. Su piel está más blanda. Unas arrugas la surcan.

—Dios mío…

—No tengas miedo, Marie, voy a curarte. Gordon me ha enseñado cómo hacerlo. Debo apretar muy fuerte el colgante y concentrarme.

—No, Holly. Si haces eso, nos localizarán.

—Pero si no morirás, Marie.

—No inmediatamente.

—Pero…

—Chis… Escúchame, cielo. ¿Puedes hacérselo a Ash?

—¿El qué?

—Lo que vas a hacerme a mí. ¿Puedes hacérselo a él, pero invirtiendo el proceso?

—¿Quieres decir hacerlo envejecer?

—Sí.

—Claro, es muy fácil.

Marie intenta retener a la niña mientras esta sale de la tienda, pero sus gestos son demasiado lentos. La sigue empuñando el arma bajo la cazadora y avanzando tan deprisa como puede. Los vagabundos y las cajeras están registrando los pasillos del otro extremo del local. Una de ellas bufa al ver a la niña, que se dirige a la sección de carnicería. El dependiente levanta los ojos. Sangra muchísimo. Con una mirada, atrae a la loca de los trillizos, que se precipita hacia Holly profiriendo chillidos de rabia. Marie apunta sin detenerse. Está cada vez más débil. Dispara dos tiros seguidos que alcanzan a la loca en el cuello. La desdichada gira sobre sí misma por efecto de los impactos. Se agarra el cuello con la mano. Litros de sangre escapan entre sus dedos. Observa a Marie sin comprender. Da unos pasos más en dirección a Holly antes de desplomarse sobre sus bebés.

Los gritos de los indigentes y de las cajeras se acercan. La mayoría de los clientes han caído de rodillas. Ash mira horrorizado a la maldita niña que acaba de detenerse ante la sección de carnicería y que le sonríe de un modo extraño apretando un colgante entre sus dedos. Hace muecas de dolor mientras los redondos de ternera y las piernas de cordero empiezan a chisporrotear en el expositor. Un repugnante olor a carne chamuscada se eleva en el aire frío. Rastras de salchichas se hinchan y estallan. Rodajas de morcilla se funden en su grasa y huevos frescos explotan dentro de sus cajas de cartón.

Ash se concentra con todas sus fuerzas para detener la vibración que forma ampollas en sus brazos. Busca desesperadamente otro portador, pero los indigentes y las cajeras están demasiado lejos. Su cuerpo está en el asiento trasero de la Silver Wing, en el aparcamiento del supermercado, con la mitad de las neuronas fulminadas por Walls. No obstante, lo intenta. Tiene que volver a toda costa esa vibración contra la niña que le sonríe. El esfuerzo lo absorbe de tal modo que ni siquiera repara en la anciana que se acerca con los brazos extendidos hacia él. Parece que sujeta algo. Un arma. Ash frunce el entrecejo. ¿Qué hace una clienta con un arma en un supermercado? Una serie de detonaciones desgarran el silencio. Ash apenas nota que los proyectiles le perforan los pulmones y el corazón. La vibración de la niña lo envuelve, hace crepitar su carne, le incendia el pelo y licúa su piel como si fuera cola. Un último proyectil hace estallar su cráneo; el cuerpo se desploma en medio de las piezas de carne carbonizadas.

139

Marie se ha tumbado en el suelo. Oye el bullicio de los clientes, que acaban de volver en sí y miran la matanza con grandes ojos vacíos. Algunos sujetan en la mano picos o cuchillos que han cogido de los estantes y que ahora dejan caer al suelo. Cruzan miradas de incomodidad. Se preguntan qué les ha pasado. Buscan sus carritos y vuelven a ocupar su sitio en las colas de las cajas.

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