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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

La hora de las sombras (21 page)

BOOK: La hora de las sombras
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No quiere pensar en ellos, pero por un momento recuerda el estuche con las piedras preciosas que arrebató a los soldados y se recuerda enterrándolo bien hondo bajo el mojón. Estos últimos días, en los que su madre y él apenas han salido de casa, ha estado a punto de hablar de su botín de guerra varias veces, pero algo le ha hecho callar. Acabará contándoselo; desenterrará y le enseñará a su madre el tesoro, pero esperará a estar de regreso.

Veinte minutos más de caminata y se encuentra con el terraplén de la vía férrea. Es la vía estrecha que une Boda y Borgholm; Nils echa a andar hacia el norte y la sigue hasta la estación de Marnäs. El caserón de madera de la estación se alza solitario al sur del pueblo. Es estación de tren y oficina de correos al mismo tiempo, y Nils divisa el edifico en el momento en que los dos raíles se dividen y se convierten en cuatro.

La vía férrea está vacía. Su tren aún no ha llegado.

Nils ha ido y ha vuelto tres veces de Borgholm y sabe cómo se comporta un viajero. Entra en la estación, donde reina la tranquilidad y el silencio, se acerca a la ventanilla y compra un billete de ida a la ciudad.

La adusta mujer con gafas sentada detrás de la ventanilla enrejada levanta la vista y acto seguido la baja a la mesa para extender el billete. Su pluma de acero araña el papel.

Nils espera tenso, se siente observado y mira alrededor. Hay media docena de viajeros, en su mayoría hombres trajeados, sentados en los bancos de madera de la sala de espera. Aguardan solos o en grupos y unos cuantos tienen maletines de cuero negro a su lado. Nils es el único que lleva mochila y maleta.

—Aquí lo tiene. Último vagón, número tres.

Nils toma el billete, paga y sale al andén con la mochila colgada del hombro y la maleta en la mano. Tras unos minutos se oye el estridente silbato del tren, y a continuación la máquina aparece resoplando mientras arrastra tres vagones de madera pintados de rojo.

La negra y humeante locomotora de vapor transmite un enorme poderío al aminorar la marcha ante el edificio de la estación; los frenos chirrían.

Nils se sube al último vagón. Detrás de él, un revisor grita algo, las puertas de la estación se abren y salen los otros viajeros.

Al llegar al último peldaño, Nils se vuelve y los mira fijamente en silencio; los viajeros optan por dirigirse a los otros vagones.

El suyo está oscuro y vacío. Nils coloca la maleta en el portaequipajes y se sienta con la mochila a su lado en el asiento de piel junto a la ventana que da al lapiaz. El tren da una sacudida y empieza a moverse pesada y firmemente. Nils cierra los ojos y respira hondo.

El tren vuelve a detenerse con un estridente chirrido. Los vagones permanecen quietos.

Nils abre los ojos, espera. Aún está solo en el vagón.

Pasa un minuto, dos. ¿Qué ocurre?

Fuera alguien da un grito y por fin Nils siente cómo el tren se pone de nuevo en marcha. Toma velocidad poco a poco, y Nils ve pasar la estación y desaparecer tras él. En el vagón hay una corriente de aire frío que le recuerda a la brisa marina de la playa de Stenvik.

Deja caer los hombros lentamente. Apoya la mano sobre la mochila, la abre y se recuesta en el asiento. La velocidad aumenta sin cesar. Se oye el pitido del tren.

La puerta de su compartimento se abre de repente.

Nils vuelve la cabeza.

Entra un hombre corpulento con gorra y abrigo negro de policía con los botones relucientes. Mira a Nils a los ojos.

—Nils Kant de Stenvik —dice el hombre con expresión grave.

No es una pregunta, pero Nils asiente automáticamente.

Se siente clavado al asiento mientras el tren cobra velocidad a través del lapiaz. Un paisaje ocre por la ventanilla, cielo azul. Nils desea detener el tren y saltar, quiere regresar al lapiaz. Pero ahora va muy rápido, los raíles traquetean y el viento silba.

—Bien.

El hombre de uniforme se sienta pesadamente en el asiento de delante en diagonal a Nils, tan cerca que sus rodillas casi se tocan. Alisa los pliegues de su abrigo, abotonado de arriba abajo a pesar del calor. Su frente reluce de sudor bajo el ala de la gorra. Nils lo reconoce, vagamente. Henriksson. Es el policía provincial de Marnäs.

—Nils —empieza Henriksson con naturalidad—, ¿vas de viaje a Borgholm?

El otro asiente con la cabeza.

—¿Vas a visitar a alguien? —pregunta Henriksson.

Nils mueve la cabeza negativamente.

—Entonces, ¿qué vas a hacer?

Nils no responde.

El policía provincial vuelve la cabeza y mira por la ventanilla.

—Bueno, podemos viajar juntos —dice—, así mientras tanto tendremos una pequeña conversación.

Nils no dice nada.

El policía continúa:

—Cuando me han llamado y me han dicho que estabas aquí les he pedido que retrasaran un poco la salida, para que me diera tiempo a llegar a la estación y coger el tren. —Dirige de nuevo la mirada a Nils—. Tenía ganas de hablar contigo, ¿sabes?, sobre tus largos paseos por el lapiaz…

El tren comienza a reducir la marcha de nuevo; están entrando en una de las estaciones entre Marnäs y Borgholm. Tras la ventanilla de Nils pasa una pequeña casa de madera rodeada de manzanos. Le parece oler el aroma de crepes; su madre, la noche anterior, le ofreció crepes recién hechas con azúcar molido.

Nils mira al policía.

—El lapiaz… No tengo nada que decir.

—Yo creo que sí. —El policía provincial saca un pañuelo del bolsillo—. Creo que vale la pena hablar de ello, Nils, es algo que piensan muchos además de yo. La verdad siempre acaba saliendo a relucir.

El policía le mira a los ojos y se seca lentamente el sudor de la cara. Luego se inclina hacia delante.

—Estos últimos días varias personas de Stenvik se han puesto en contacto con nosotros. Han dicho que si queríamos saber quién había disparado su escopeta en el lapiaz, te preguntáramos a ti, Nils.

Éste ve a los dos soldados muertos tendidos en el suelo; recuerda su mirada fija.

—No —dice, y sacude la cabeza.

Le zumban los oídos. El tren se detiene.

—Nils, ¿te encontraste a los extranjeros en el lapiaz? —pregunta el policía, y se guarda el pañuelo.

El tren se detiene con una ligera sacudida. Tras medio minuto empieza a rodar de nuevo.

—Fuiste tú, ¿verdad?

El policía provincial le sostiene la mirada a la espera de una respuesta. Sus ojos le taladran.

—Hemos encontrado los cuerpos, Nils —insiste—. ¿Fuiste tú quien disparó?

—Yo no hice nada —responde él en voz baja, y tantea con los dedos la abertura de la mochila.

—¿Qué has dicho? —pregunta el policía—. ¿Qué tienes ahí?

Nils no responde.

Las ruedas del tren empiezan a traquetear de nuevo, se oye el pitido del vapor; a Nils le tiemblan los dedos mientras rebuscan en el interior de la mochila, que cae a un lado con la abertura hacia él. Su mano derecha palpa entre la ropa y sus pertenencias.

El otro hombre se incorpora en el asiento, quizá comprende que está a punto de ocurrir algo.

Se oye el aterrorizado pitido del tren.

—Nils, qué tienes…

Los dedos agarran la escopeta recortada en el interior de la mochila. Nils acaricia el gatillo y la escopeta se sacude entre la ropa de la mochila.

El primer disparo destroza el fondo de la mochila, y un enjambre de perdigones desgarra el asiento al lado del policía provincial. Las astillas salpican el techo.

El hombre se sobresalta con el estruendo pero no intenta protegerse.

No tiene a donde ir.

Nils levanta rápidamente la mochila rota y dispara de nuevo, sin mirar adónde. La bolsa se hace pedazos.

El segundo disparo acierta al policía provincial. Su cuerpo es lanzado con tanta fuerza contra la pared que produce un crujido, cae pesadamente a un lado, rueda con la espalda sobre el asiento destrozado por el disparo y se desploma con violencia sobre el suelo del vagón.

Los raíles traquetean; el tren pasa volando por el lapiaz.

El policía está tendido en el suelo junto a Nils y sus brazos se sacuden débilmente. Éste sujeta la escopeta pero suelta la mochila rota y se pone en pie tambaleándose.

Diablos.

«Tomarás el tren a Borgholm», dice su madre dentro de su cabeza.

El plan se ha echado a perder.

Nils mira alrededor y ve cómo el paisaje desfila por la ventanilla.

El lapiaz sigue allí fuera, y el sol.

Vacía la mochila y la ropa destrozada cae; todo apesta a pólvora: calcetines, pantalones, un jersey de lana. Pero hay una pequeña bolsa de toffees al fondo, y el monedero y la petaca de latón con coñac tampoco se han roto. Coge la petaca, le da un rápido trago al tibio coñac y se la guarda en el bolsillo trasero. Se siente mejor.

El dinero, el jersey, la petaca, la escopeta y los toffees. No puede llevarse nada más. Tendrá que dejar la maleta con la ropa.

Nils pasa por encima del cuerpo inmóvil del policía provincial, abre la puerta y sale al espacio entre los vagones. El estruendo es ensordecedor.

El tren circula por el lapiaz. El viento causado por la velocidad le sacude, así que entorna los ojos. A través de una ventanilla ve el interior del vagón de delante; un hombre sentado le da la espalda y se mece al ritmo del tren. El disparo de perdigones ha sido amortiguado por la ropa de la mochila: la máquina traquetea sobre los raíles y al parecer nadie ha oído nada.

Nils abre la puerta lateral; percibe el aroma de la vegetación del lapiaz y ve la grava de la vía pasar a sus pies como un río gris claro. Baja al último peldaño, comprueba que no haya ningún obstáculo en el terraplén y salta.

Intenta correr por el aire y tomar tierra con las piernas en movimiento, pero el impacto le hace perder pie. Las ruedas del tren traquetean; el mundo da vueltas. Se abalanza contra el suelo, se da un fuerte golpe en la frente y se estira lo máximo que puede para no morir aplastado por el tren. Pero el terraplén lo empuja lejos.

Alza la cabeza y ve alejarse el convoy, mientras el último vagón que acaba de abandonar se hace más y más pequeño sobre la vía.

El tren desaparece en la distancia. Todo queda en silencio.

Lo ha conseguido.

Se incorpora lentamente y mira a su alrededor. Ha regresado al lapiaz, con la escopeta aún entre las manos.

No se ve ninguna casa, no hay nadie. Sólo la hierba infinita y el cielo azul.

Nils es libre.

Camina rápidamente por el lapiaz sin echar la vista atrás a la vía del tren, hacia la costa oeste de la isla.

Nils es libre, y ahora desaparecerá.

Ya ha desaparecido.

14

—Ha sido una historia de las que se cuentan en la hora de las sombras —comentó Astrid en voz baja.

Cuando acabó el relato sobre Nils Kant, la botella de vino estaba vacía. La luz del sol había desaparecido poco a poco tras la ventana de la cocina y se había convertido en una delgada línea granate en el horizonte.

—Y qué le pasó al policía del tren; ¿murió? —preguntó Julia.

—Estaba muerto cuando el revisor llegó al vagón y lo encontró —dijo Astrid—. Le había disparado en el pecho.

—¿Al padre de Lennart?

Astrid asintió.

—Lennart tenía ocho o nueve años cuando ocurrió, así que no recuerda los detalles —explicó, y añadió—: Pero seguro que le influyó. Sé que no le gusta hablar de la muerte de su padre.

Julia bajó la vista a su vaso de vino.

—Ahora entiendo por qué tampoco quiere hablar de Nils Kant —dijo Julia, que gracias al efecto embriagador del vino sintió una súbita afinidad con el policía de Marnäs: él había perdido un padre, ella había perdido un hijo.

—Claro —convino Astrid—. Y esos rumores de que Nils Kant aún está vivo le afectan mucho.

Julia alzó la vista.

—¿Quién dice eso? —preguntó.

—¿No lo has oído?

—No. Pero he visto la tumba de Kant en Marnäs —señaló Julia—. Hay una lápida y una fecha y…

—Ya no hay mucha gente que se acuerde de Nils Kant, pero los que lo recuerdan, los viejos… Hay quien cree que sólo había piedras en el ataúd que regresó a casa del extranjero —dijo Astrid.

—¿Gerlof también lo piensa? —preguntó Julia.

—Nunca ha dicho nada al respecto —respondió Astrid—. Por lo menos yo no lo he oído. Es un viejo capitán de mar, así que es probable que nunca haya dado crédito a esos rumores. Toda esta cháchara sobre Nils Kant no son más que… rumores y chismes. Algunos cuentan que los días de niebla le han visto al borde de la carretera mirando los coches, barbudo y canoso… y hay quien lo ha visto vagar por el lapiaz, igual que cuando era joven, o en medio del gentío en Borgholm durante el verano. —Astrid negó con la cabeza—. En cambio yo nunca le he visto el pelo. Seguro que está muerto.

Recogió los vasos de vino y se levantó de la mesa de la cocina. Julia permaneció sentada y se preguntó si su madre y ella habrían estado sentadas así, hablando, si Ella aún estuviera viva. No lo creía: su madre apenas le había hablado nunca de lo que pensaba.

A continuación Julia sintió algo cálido y suave contra la pernera de su pantalón, pero sólo se trataba de
Willy
, el fox terrier de Astrid, que se había acercado silenciosamente por debajo de la mesa. Alargó la mano, le rascó el áspero pelo del cuello y miró pensativa por la ventana de la cocina el arrebol del sol sobre el continente.

—Me encantaría quedarme aquí —declaró.

Astrid se dio la vuelta desde el fregadero.

—Pues quédate. No tienes por qué irte, no es muy tarde. Podemos seguir hablando.

Julia negó con la cabeza.

—Quiero decir que…, ojalá pudiera quedarme a vivir en Stenvik.

Era verdad. Quizá sólo fuera efecto del vino, pero en ese momento todos los veranos de su infancia en la aldea sonaban como una bonita melodía en su cabeza, una canción popular ölandesa; como si su lugar en el mundo fuera Stenvik. A pesar del dolor asociado a la desaparición de Jens, a pesar de la muerte de Ernst.

—¿No puedes quedarte? —quiso saber Astrid—. Pero al menos te quedarás hasta el entierro de Ernst en Marnäs, ¿no?

Julia volvió a negar con la cabeza.

—Tengo que devolverle el coche a mi hermana. —Era una razón bastante lamentable, pues ella también era propietaria del Ford, pero fue la única que se le ocurrió—. Me iré mañana por la noche o pasado.

Se levantó de la mesa con cierto esfuerzo. Después del vino había perdido estabilidad.

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