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Authors: Homero

Tags: #Clásico

La Ilíada (39 page)

BOOK: La Ilíada
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569
En un principio, los troyanos rechazaron a los aqueos, de ojos vivos, porque fue herido un varón que no era ciertamente el más cobarde de los mirmidones: el divino Epigeo, hijo de Agacles magnánimo; el cual reinó en otro tiempo en la populosa Budeo; luego, por haber dado muerte a su valiente primo, se presentó como suplicante a Peleo y a Tetis, la de argénteos pies, y ellos le enviaron a Ilio, abundante en hermosos corceles, con Aquiles, destructor de las filas de guerreros, para que combatiera contra los troyanos. Epigeo echaba mano al cadáver cuando el esclarecido Héctor le dio una pedrada en la cabeza y se la partió en dos dentro del fuerte casco: el guerrero cayó boca abajo sobre el cuerpo de Sarpedón, y a su alrededor esparcióse la destructora muerte. Apesadumbróse Patroclo por la pérdida del compañero y atravesó al instante las primeras filas, como el veloz gavilán persigue a unos grajos o estorninos: de la misma manera acometiste, oh hábil jinete Patroclo, a los licios y troyanos, airado en tu corazón por la muerte del amigo. Y cogiendo una piedra, hirió en el cuello a Estenelao, hijo querido de Itémenes, y le rompió los tendones. Retrocedieron los combatientes delanteros y el esclarecido Héctor. Cuanto espacio recorre el luengo venablo que lanza un hombre, ya en el juego para ejercitarse, ya en la guerra contra los enemigos que la vida quitan, otro tanto se retiraron los troyanos, cediendo al empuje de los aqueos. Glauco, capitán de los escudados licios, fue el primero que volvió la cara y mató al magnánimo Baticles, hijo amado de Calcón, que tenía su casa en la Hélade y se señalaba entre los mirmidones por sus bienes y riquezas: escapábase Glauco, y Baticles iba a darle alcance, cuando aquél se volvió repentinamente y le hundió la pica en medio del pecho. Baticles cayó con estrépito, los aqueos sintieron hondo pesar por la muerte del valiente guerrero, y los troyanos, muy alegres, rodearon en tropel el cadáver; pero los aqueos no se olvidaron de su impetuoso valor y arremetieron denodadamente al enemigo. Entonces Meriones mató a un combatiente troyano, a Laógono, esforzado hijo de Onétor y sacerdote de Zeus Ideo, a quien el pueblo veneraba como a un dios: hirióle debajo de la quijada y de la oreja, la vida huyó de los miembros del guerrero, y la obscuridad horrible le envolvió. Eneas arrojó la broncínea lanza, con el intento de herir a Meriones, que se adelantaba protegido por el escudo. Pero Meriones la vio venir y evitó el golpe inclinándose hacia adelante: la ingente lanza se clavó en el suelo detrás de él y el regatón temblaba; pero pronto la impetuosa arma perdió su fuerza. Penetró, pues, la vibrante punta en la tierra, y la lanza fue echada en vano por el robusto brazo. Eneas, con el corazón irritado, dijo:

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—¡Meriones! Aunque eres ágil saltador, mi lanza lo habría apartado para siempre del combate, si lo hubiese herido.

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Respondióle Meriones, célebre por su lanza:

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—¡Eneas! Difícil lo será, aunque seas valiente, aniquilar la fuerza de cuantos hombres salgan a pelear contigo. También tú eres mortal. Si lograra herirte en medio del cuerpo con el agudo bronce, enseguida, a pesar de tu vigor y de la confianza que tienes en tu brazo, me darías gloria, y a Hades, el de los famosos corceles, el alma.

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Así dijo; y el valeroso hijo de Menecio le reprendió, diciendo:

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—¡Meriones! ¿Por qué, siendo valiente, te entretienes en hablar así? ¡Oh amigo! Con palabras injuriosas no lograremos que los troyanos dejen el cadáver; preciso será que algúno de ellos baje antes al seno de la tierra. Las batallas se ganan con los puños, y las palabras sirven en el consejo. Conviene, pues, no hablar, sino combatir.

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En diciendo esto, echó a andar y siguióle Meriones, varón igual a un dios. Como el estruendo que producen los leñadores en la espesura de un monte y que se deja oír a lo lejos, tal era el estrépito que se elevaba de la tierra espaciosa al ser golpeados el bronce, el cuero y los bien construidos escudos de pieles de buey por las espadas y las lanzas de doble filo. Y ya ni un hombre perspicaz hubiera conocido al divino Sarpedón, pues los dardos, la sangre y el polvo lo cubrían completamente de pies a cabeza. Agitábanse todos alrededor del cadáver como en la primavera zumban las moscas en el establo por cima de las escudillas llenas de leche, cuando ésta hace rebosar los tarros: de igual manera bullían aquéllos en torno del muerto. Zeus no apartaba los refulgentes ojos de la dura contienda; y, contemplando a los guerreros, revolvía en su ánimo muchas cosas acerca de la muerte de Patroclo: vacilaba entre si en la encarnizada contienda el esclarecido Héctor debería matar con el bronce a Patroclo sobre Sarpedón, igual a un dios, y quitarle la armadura de los hombros, o convendría extender la terrible pelea. Y considerando como lo más conveniente que el bravo escudero del Pelida Aquiles hiciera arredrar a los troyanos y a Héctor, armado de bronce, hacia la ciudad y quitara la vida a muchos guerreros, comenzó infundiendo timidez primeramente a Héctor, el cual subió al carro, se puso en fuga y exhortó a los demás troyanos a que huyeran, porque había conocido hacia qué lado se inclinaba la balanza sagrada de Zeus. Tampoco los fuertes licios osaron resistir, y huyeron todos al ver a su rey herido en el corazón y echado en un montón de cadáveres; pues cayeron muchos hombres a su alrededor cuando el Cronión avivó el duro combate. Los aqueos quitáronle a Sarpedón la reluciente armadura de bronce y el esforzado hijo de Menecio la entregó a sus compañeros para que la llevaran a las cóncavas naves. Y entonces Zeus, que amontona las nubes, dijo a Apolo:

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—¡Ea, querido Febo! Ve y después de sacar a Sarpedón de entre los dardos, límpiale la negra sangre, condúcele a un sitio lejano y lávale en la corriente de un río, úngele con ambrosía, ponle vestiduras divinas y entrégalo a los veloces conductores y hermanos gemelos: el Sueño y la Muerte. Y éstos, transportándolo con presteza, lo dejarán en el rico pueblo de la vasta Licia. Allí sus hermanos y amigos le harán exequias y le erigirán un túmulo y un cipo, que tales son los honores debidos a los muertos.

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Así dijo, y Apolo no desobedeció a su padre. Descendió de los montes ideos a la terrible batalla, y enseguida levantó al divino Sarpedón de entre los dardos, y, conduciéndole a un sitio lejano, lo lavó en la corriente de un río; ungiólo con ambrosía, púsole vestiduras divinas y entrególo a los veloces conductores y hermanos gemelos: el Sueño y la Muerte. Y éstos, transportándolo con presteza, lo dejaron en el rico pueblo de la vasta Licia.

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Patroclo animaba a los corceles y a Automedonte y perseguía a los troyanos y licios, y con ello se atrajo un gran infortunio. ¡Insensato! Si se hubiese atenido a la orden del Pelida, se hubiera visto libre de la funesta parca, de la negra muerte. Pero siempre el pensamiento de Zeus es más eficaz que el de los hombres (aquel dios pone en fuga al varón esforzado y le quita fácilmente la victoria, aunque él mismo le haya incitado a combatir), y entonces alentó el ánimo en el pecho de Patroclo.

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¿Cuál fue el primero y cuál el último que mataste, oh Patroclo, cuando los dioses lo llamaron a la muerte?

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Fueron primeramente Adrasto, Autónoo, Equeclo, Périmo Mégada, Epístor y Melanipo; y después, Élaso, Mulio y Pilartes. Mató a éstos, y los demás se dieron a la fuga.

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Entonces los aqueos habrían tomado Troya, la de altas puertas, por las manos de Patroclo, que manejaba con gran furia la lanza, si Febo Apolo no se hubiese colocado en la bien construida torre para dañar a aquél y ayudar a los troyanos. Tres veces encaminóse Patroclo a un ángulo de la elevada muralla; tres veces rechazóle Apolo, agitando con sus manos inmortales el refulgence escudo. Y cuando, semejante a un dios, atacaba por cuarta vez, increpóle la deidad terriblemente con estas aladas palabras:

707
—¡Retírate, Patroclo del linaje de Zeus! El hado no ha dispuesto que la ciudad de los altivos troyanos sea destruida por tu lanza, ni por Aquiles, que tanto te aventaja.

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Así dijo, y Patroclo retrocedió un gran trecho, para no atraerse la cólera de Apolo, el que hiere de lejos.

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Héctor se hallaba con el carro y los solípedos corceles en las puertas Esceas, y estaba indeciso entre guiarlos de nuevo hacia la turba y volver a combatir, o mandar a voces que las tropas se refugiasen en el muro. Mientras reflexionaba sobre esto, presentósele Febo Apolo, que tomó la figura del valiente joven Asio, el cual era tío materno de Héctor, domador de caballos, hermano carnal de Hécuba a hijo de Dimante, y habitaba en la Frigia, junto a la corriente del Sangario. Así transfigurado, exclamó Apolo, hijo de Zeus:

721
—¡Héctor! ¿Por qué te abstienes de combatir? No debes hacerlo. Ojalá te superara tanto en bravura, cuanto te soy inferior: entonces te sería funesto el retirarte de la batalla. Mas, ea, guía los corceles de duros cascos hacia Patroclo, por si puedes matarlo y Apolo te da gloria.

726
En diciendo esto, el dios volvió a la batalla. El esclarecido Héctor mandó a Cebríones que picara a los corceles y los dirigiese a la pelea; y Apolo, entrándose por la turba, suscitó entre los argivos funesto tumulto y dio gloria a Héctor y a los troyanos. Héctor dejó entonces a los demás dánaos, sin que fuera a matarlos, y enderezó a Patroclo los caballos de duros cascos. Patroclo, a su vez, saltó del carro a tierra con la lanza en la izquierda; cogió con la diestra una piedra Blanca y erizada de puntas que llenaba la mano; y, estribando en el suelo, la arrojó, hiriendo enseguida a un combatiente, pues el tiro no salió vano: dio la aguda piedra en la frente de Cebríones, auriga de Héctor, que era hijo bastardo del ilustre Príamo, y entonces gobernaba las riendas de los caballos. La piedra se llevó ambas cejas; el hueso tampoco resistió; los ojos cayeron en el polvo a los pies de Cebríones; y éste, cual si fuera un buzo, cayó del asiento bien construido, porque la vida huyó de sus miembros. Y burlándose de él, oh caballero Patroclo, exclamaste:

743
—¡Oh dioses! ¡Muy ágil es el hombre! ¡Cuán fácilmente salta a lo buzo! Si se hallara en el ponto, en peces abundance, ese hombre saltaría de la nave, aunque el mar estuviera tempestuoso, y podría saciar a muchas personas con las ostras que pescara. ¡Con tanta facilidad ha dado la voltereta del carro a la llanura! Es indudable que también los troyanos tienen buzos.

751
En diciendo esto, corrió hacia el héroe con la impetuosidad de un león que devasta los establos hasta que es herido en el pecho y su mismo valor lo mata; de la misma manera, oh Patroclo, te arrojaste enardecido sobre Cebríones. Héctor, por su parte, saltó del carro al suelo sin dejar las armas. Y entrambos luchaban en torno de Cebríones como dos hambrientos leones que en la cumbre de un monte pelean furiosos por el cadáver de una cierva, así los dos aguerridos campeones, Patroclo Menecíada y el esclarecido Héctor, deseaban herirse el uno al otro con el cruel bronce. Héctor había cogido al muerto por la cabeza y no lo soltaba; Patroclo lo asía de un pie, y los demás troyanos y dánaos sostenían encarnizado combate.

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Como el Euro y el Noto contienden en la espesura de un monte, agitando la poblada selva, y las largas ramas de los fresnos, encinas y cortezudos cornejos chocan entre sí con inmenso estrépito, y se oyen los crujidos de las que se rompen, de semejante modo troyanos y aqueos se acometían y mataban, sin acordarse de la perniciosa fuga. Alrededor de Cebríones se clavaron en tierra muchas agudas lanzas y aladas flechas que saltaban de los arcos; buen número de grandes piedras herían los escudos de los que combatían en torno suyo; y el héroe yacía en el suelo, sobre un gran espacio, envuelto en un torbellino de polvo y olvidado del arte de guiar los carros.

777
Hasta que el sol hubo recorrido la mitad del cielo, los tiros alcanzaban por igual a unos y a otros, y los hombres caían. Cuando aquél se encaminó al ocaso, los aqueos eran vencedores, contra lo dispuesto por el destino; y, habiendo arrastrado el cadáver del héroe Cebríones fuera del alcance de los dardos y del tumulto de los troyanos, le quitaron la armadura de los hombros.

783
Patroclo acometió furioso a los troyanos: tres veces los acometió, cual si fuera el rápido Ares, dando horribles voces; tres veces mató nueve hombres. Y cuando, semejante a un dios, arremetiste, oh Patroclo, por cuarta vez, viose claramente que ya llegabas al término de tu vida, pues el terrible Febo salió a tu encuentro en el duro combate. Mas Patroclo no vio al dios; el cual, cubierto por densa nube, atravesó la turba, se le puso detrás, y, alargando la mano, le dio un golpe en la espalda y en los anchos hombros. Al punto los ojos del héroe padecieron vértigos. Febo Apolo le quitó de la cabeza el casco con agujeros a guisa de ojos, que rodó con estrépito hasta los pies de los caballos; y el penacho se manchó de sangre y polvo. Jamás aquel casco, adomado con crines de caballo, se había manchado cayendo en el polvo, pues protegía la cabeza y hermosa frente del divino Aquiles. Entonces Zeus permitió también que lo llevara Héctor, porque ya la muerte se iba acercando a este caudillo. A Patroclo se le rompió en la mano la pica larga, pesada, grande, fornida, armada de bronce; el ancho escudo y su correa cayeron al suelo, y el soberano Apolo, hijo de Zeus, desató la coraza que aquél llevaba. El estupor se apoderó del espíritu del héroe, y sus hermosos miembros perdieron la fuerza. Patroclo se detuvo atónito, y entonces desde cerca clavóle aguda lanza en la espalda, entre los hombros, el dárdano Euforbo Pantoida; el cual aventajaba a todos los de su edad en el manejo de la pica, en el arte de guiar un carro y en la veloz carrera, y la primera vez que se presentó con su carro para aprender a combatir derribó a veinte guerreros de sus carros respectivos. Éste fue, oh caballero Patroclo, el primero que contra ti despidió su lanza, pero aún no lo hizo sucumbir. Euforbo arrancó la lanza de fresno; y, retrocediendo, se mezcló con la turba, sin esperar a Patroclo, aunque le viera desarmado; mientras éste, vencido por el golpe del dios y la lanzada, retrocedía al grupo de sus compañeros para evitar la muerte.

818
Cuando Héctor advirtió que el magnánimo Patroclo se alejaba y que lo habían herido con el agudo bronce, fue en su seguimiento, por entre las filas, y le envainó la lanza en la parte inferior del vientre, que el hierro pasó de parte a parte; y el héroe cayó con estrépito, causando gran aflicción al ejército aqueo. Como el león acosa en la lucha al indómito jabalí cuando ambos pelean arrogantes en la cima de un monte por un escaso manantial donde quieren beber, y el león vence con su fuerza al jabalí, que respira anhelante, así Héctor Priámida privó de la vida, hiriéndolo de cerca con la lanza, al esforzado hijo de Menecio, que a tantos había dado muerte. Y blasonando del triunfo, profirió estas aladas palabras:

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