La incógnita Newton (11 page)

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Authors: Catherine Shaw

BOOK: La incógnita Newton
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—¡Por supuesto! —dijo—. ¡Ya lo tengo! ¿Cómo no lo ha­bré visto antes?

—¿El qué? ¿De qué habla? —pregunté, ansiosa.

—¡La prueba! ¡Sí! ¡Todo funciona!— De pronto, se dirigió a toda prisa hacia la puerta.

—Espere —me apresuré a decir—. Su abrigo, su sombrero.

—¡Oh, lo siento! Qué desconsideración por mi parte ser tan despistado. Había olvidado por completo dónde estaba. Me... me he perdido en ideas matemáticas. Es extraño. De repente, he dado con una solución que llevaba semanas escapándoseme. —Se volvió hacia mí, me estrechó la mano, y me agradeció ca­riñosamente la taza de té.

—Me alegro de que haya tenido un momento para secarse antes de volver a sus matemáticas y a sus paseos nocturnos por la habitación —le dije con una sonrisa.

—¿Paseos? ¿Me oye? ¡Cuánto lo siento! Nunca había pen­sado en ello. Pero no se preocupe, esta noche no pasearé. Sólo lo hago cuando mis reflexiones son estériles. Esta noche no lo han sido, gracias a usted y gracias a Shakespeare.

Y se marchó, con una cabeza en la que, supongo, se arremo­linaban teoremas y proposiciones, premisas y resultados.

Al día siguiente, la señora Burge-Jones salió hacia Francia, acompañada del señor Morrison y de Emily, y no volverán hasta hoy. Durante estos tres últimos días he pensado mucho en ellos. Te escribiré de nuevo tan pronto suceda algo intere­sante.

Siempre tuya,

Vanesa

12

Cambridge, lunes, 16 de abril de 1888

Mi querida hermanita:

Acabo de llegar a casa después de tomar el té con Emily; pese a codo lo que ocurrió la semana pasada, la señora Burge-Jones le ha permitido que continúe con la nueva costumbre de ofre­cer un té los lunes, puesto que le apetecía muchísimo. La mu­chacha se consumía en la necesidad de dar rienda suelta a sus infortunios; no creo que nadie quiera escucharlos en su casa y durante las clases no puede hablarme en privado.

—Señorita Duncan, señorita Duncan, ¿qué le parece? No puede ni imaginar lo que ha sucedido —comenzó a explicar cuando nos hubimos acomodado ante la tetera—. La escuela de Edmund lo ha enviado a casa. Llegó ayer y me parece que está muy enfermo... Pero creo que no se trata sólo de una enfer­medad, pues la carta decía que han considerado que la escuela no es apropiada para él y que no vuelva. Madre está furiosa pe­ro, en realidad, no sabe con quién o con qué ponerse furiosa, ya que nadie nos ha dicho por qué lo han expulsado. La carta no lo aclara y Edmund tampoco quiere contar nada, por más que madre lo presione. ¡Oh, señorita Duncan! No puedo dejar de alegrarme de que Edmund esté en casa de nuevo. Espero que se quede para siempre. Creo que tarde o temprano, me explicará lo que ha ocurrido.

—Tienes que tratarlo con mucho cariño —le dije, pensan­do en el niño débil y rubito en el que había posado los ojos bre­vemente durante la cena que dio la señora Burge-Jones—. Cuando se haya recuperado, para ti será una gran alegría te­nerlo cerca.

—Pero es que lo más terrible ocurrió en Francia —prosi­guió, incapaz de contener sus emociones—. Vimos al niño, señorita Duncan, al hijo de mi padre, el que vivía en Francia con él. Se parece mucho a Edmund cuando era más pequeño. Los dos me recuerdan a mi padre, que también era flaco y ru­bio. Yo, en cambio, no me parezco en nada a él, he salido a mi madre. El niño todavía no ha cumplido seis años. Se llama Robert y habla un inglés encantador, porque papá siempre le hablaba en inglés. Y yo, pese a que nunca lo había visto y a que, en realidad, apenas sabía de su existencia, enseguida sen­tí que era mi hermano, igual que Edmund, y eso que ni si­quiera sabía su nombre. ¡Me gustaría tanto tener otro her­mano pequeño! Yo estaba emocionadísima porque pensaba que lo traeríamos a casa. Madre pasó horas y horas reunida con los abogados y otras personas.
Mademoiselle
Martin fue mi institutriz hasta los siete años, ¿sabe? No tenía familia, se había criado en un orfanato y educado en un convento y lue­go vino sola a Inglaterra en busca de trabajo y siempre decía que éramos la única familia que tenía. Y se enamoró de papá, ¿sabe? Los mayores creen que yo no lo sé, pero lo sé y me pa­rece muy mal, pero tal vez no fue culpa suya. ¡Yo misma ha­bría podido enamorarme de papá! Sin embargo, no sé por qué tuvo que marcharse con ella y estar lejos de nosotros todos estos años. Nunca me escribió durante su ausencia, aunque madre dice que ha dejado una carta que se me permitirá leer cuando cumpla los dieciocho años. Pero aún falta mucho para eso y me gustaría tanto saber qué dice... También ha dejado una carta para madre. Y esto es todo lo que ha dejado porque
mademoiselle
Martin y él apenas tenían con qué vivir. Nues­tra casa pertenece a madre, ya sabe. Papá no ha dejado testa­mento legando sus posesiones, como hace la gente, porque no tenía nada, pero dejó estas cartas por si alguna vez le sucedía algo. Madre me ha contado que en la que le escribió a ella ex­presa lo mucho que lamentaba haberla hecho tan desgraciada con su marcha y lo mucho que todavía nos quería a Edmund y a mí.

Yo empecé a sentir cierta incomodidad debido al carácter íntimo de aquellas confidencias, pero Emily necesitaba desesperadamente hablar y la avalancha de información prosiguió sin interrupciones.

—Pero lo más importante es que escribió que no había na­die que pudiera cuidar del pequeño y le pedía a madre que se asegurase de que no le ocurría nada malo, pues ella era la úni­ca persona que conocía a la que podía confiarle el niño. ¡Oh, se­ñorita Duncan! ¡Pensé que adoptaríamos de inmediato al pe­queño Robert, pero madre no quiso! Fuimos a verlo, y vive en unas habitaciones horribles, todas sucias y que apestan a cebo­lla, en una calleja hedionda del centro de Calais, con la colada colgada por todas partes y las paredes con la pintura descascarillada, y una mujer espantosa dijo que ella sólo cuidaba al ni­ño para ganar algo de dinero, pero que estaría encantada de po­der librarse de él. Nunca había visto a un niño de aspecto tan lamentable. ¡Y sólo hacía dos días que se había quedado huér­fano! Intenté jugar con él pero quiso saber dónde estaban su papá y su mamá y se me abrazó llorando. Yo supliqué a madre una y otra vez que nos lo lleváramos. Incluso traté de ordenár­selo; a veces me hace caso y dice que soy una muchacha pru­dente. Sin embargo, no me escuchó y me dijo que no soporta­ba ver a aquel niño, y que debía volver a casa y pensar con calma qué hacer con él. Dio dinero a la mujer, le dijo que pasa­ría alguien a recoger al pequeño y que, hasta entonces, seguiría enviando fondos. Fue como venderlo... ¡Oh, no puedo pensar en eso! He querido hablar con ella del asunto, pero me ha pro­hibido que lo mencione. Oh, señorita Duncan, ¿qué puedo ha­cer? ¿Qué voy a hacer?

Un impulso me llevó a decirle la verdad. Lo que podía hacer al respecto era muy poco y, si insistía demasiado en la cuestión, tal vez perjudicaría sus intereses. Le aconsejé que dejase tran­quila a su madre por un tiempo y que sacara a colación el asun­to más adelante, de una manera dulce y desapasionada, y que escuchase con mucha atención los puntos de vista de su madre. No pude decirle mucho más.

—Y concéntrate en las clases, querida, y en cuidar de tu her..., de Edmund —añadí—. Hoy te daré otro de los nudos del señor Lewis Carroll para que lo resuelvas, para que cultives el razonamiento lógico.

Vi que mis palabras no la habían ayudado tanto como ella esperaba que lo hicieran.

—Señorita Duncan, por favor, prométame que me ayudará, si de veras lo necesito —susurró—. Yo haré lo mismo por us­ted. Que sea un pacto entre las dos.

Me agarró la mano como un caballero, la sacudió con fuer­za y yo la besé en la mejilla. Siempre la ayudaré todo lo que mi capacidad me permita, por supuesto, pero ésta es muy limita­da. No imagino qué otra cosa puede esperar, pero su determi­nación y su sentido innato de la justicia me han conmovido profundamente.

Ahora te dejo para prepararme mi modesta colación noc­turna,

Vanesa

13

Cambridge, lunes, 23 de abril de 1888

Mi queridísima hermana:

Hoy ha sido un día encantador, soleado y alegre. La legen­daria primavera inglesa ha hecho por fin aparición con toda su fuerza. Los jardines son una eclosión de flores y los viejos mu­ros están cubiertos de glicinias. Hoy he vivido una experiencia nueva. He asistido por primera vez a una conferencia pública.

Fue idea del señor Weatherburn. Me dijo que el destacado profesor de matemáticas Arthur Cayley —el mismo que cono­cí en la cena de la señora Burge-Jones a principios de marzo—, iba a dar una conferencia sobre la enseñanza de las matemáti­cas en un gran auditorio y que iba a asistir muchísima gente, todos los aficionados a las matemáticas o los que se dedican a enseñarlas. Añadió que, a continuación, habría un refrigerio y que, si el tiempo era bueno, se serviría en los jardines del Trinity College, de donde Cayley es profesor. Me sentí honra­da en grado sumo; sería la primera vez que me hallaría entre aquellas paredes que siempre había considerado sagradas. Y el Trinity College, visto desde dentro, no resulta decepcionante. Master's Lodge, en el Great Court, es la mansión más noble en la que una pueda aspirar a residir, y por lo que se refiere a la fa­mosa Capilla, un mero ser humano se siente casi indigno de tanto esplendor. Dicen que el edificio tintinea y reverbera con los cantos del coro. Murmuré, anhelante, que algún día me gustaría escucharlo y me sorprendió cuando me dijeron, en el más pragmático de los tonos, que estaba abierta al público los lunes por la tarde.

Asistir sola a la conferencia me producía cierta timidez, por lo que pedí a Emily y Rose, las mayores de mis alumnas, que me acompañaran y la señorita Forsyth tuvo la amabilidad de sustituirme por la tarde con las pequeñas. Emily y Rose esta­ban encantadas, no por la conferencia sobre matemáticas, pre­cisamente, sino por el cambio que suponía en su rutina diaria y por tener la oportunidad de pasar la parte más deliciosa de la tarde tomando un refrigerio en unos espléndidos jardines, en lugar de haciendo sumas en la escuela. Entre el público había muchísimas damas elegantes; el auditorio parecía lleno de sombreros estivales, comparado con los cuales el mío se veía triste y humilde. Tal vez son profesoras o institutrices, o quizás están casadas con matemáticos y desean hacerse una idea de la misteriosa actividad en la que tan intensamente se ocupan sus esposos.

Durante la conferencia, mis dos alumnas se portaron muy bien. Se sentaron detrás de mí y me obligué a no preguntarme si estaban prestando atención al ilustre profesor y a hacer caso omiso de las risitas ahogadas que me llegaban al oído de vez en cuando. Escuché con mucho interés lo que el profesor Cayley decía. Se hallaba sentado de cara al público, leyendo un texto del que rara vez levantaba la mirada; su voz sonaba monótona, su expresión era avinagrada y su discurso, rápido, por lo que habría resultado fácil perder el hilo de no ser por la enérgica manera en la que expresaba sus convicciones. Yo no sabía que la cuestión de Euclides pudiera suscitar tantas pasiones en los corazones de sus seguidores y de sus enemigos.

El profesor Cayley sostuvo que la única puerta para acceder a las matemáticas era Euclides, que el pensamiento matemáti­co alcanzaba la máxima perfección posible en sus obras y que nunca era demasiado pronto para empezar a estudiarlas. Reco­mendó encarecidamente su enseñanza a los niños y dijo que no debía abandonarse nunca su estudio hasta alcanzar un dominio absoluto de los volúmenes existentes.

Nos dijo que acababa de fundarse una asociación anti-euclidiana, y mencionó las muchas objeciones que había presenta­do en contra del estudio de Euclides, refutando con rigor cada una de ellas. ¿Que los textos tenían una apariencia arcaica? Podían y debían ser revisados y publicados en una edición moderna. ¿Que los alumnos no podían dominar sus pesados con­ceptos si no era recitándolos de memoria como los loros? Estu­pendo. Mediante la memorización, los jóvenes adiestraban la mente a fin de familiarizarla con las estrategias de la demos­tración geométrica. ¿Que preparaban mal a los alumnos para el estudio de la geometría moderna? ¡Falso! A ningún estudian­te que no dominase por completo los elementos euclidianos habría que permitírsele nunca acceder al templo de la matemá­tica moderna. Y así siguió disertando con todo lujo de detalles.

Después de la conferencia, salimos al exterior, donde se ha­bían dispuesto unas largas mesas. Por las conversaciones que oí a mi alrededor, comprendí que el profesor Cayley estaba muy solo en sus opiniones. Por todas partes oí menosprecio hacia Euclides y alabanzas a los textos modernos. Terminé sintiendo compasión por el pobre Euclides y decidí comprar a toda costa uno de sus tomos para intentar estudiarlo.

Al principio no encontré caras conocidas en el jardín pero, al cabo de un tiempo, vi que alguien me llamaba con una seña y reconocí a la señora Beddoes, que también había asistido co­mo invitada a la cena de la señora Burge-Jones. Me acerqué a ella y me llevó a un rincón umbrío bajo un árbol de ramas ba­jas y extensas, donde se había reunido su círculo de amistades, entre ellas los asistentes a la cena de la señora Burge-Jones y otros a los que yo no conocía. La señora Beddoes me presentó a algunas de esas amistades.

—Ya conoce al señor Young, al señor Wentworth, a la se­ñorita Chisholm y a mi esposo, por supuesto —dijo—. Ahora, permítame que le presente al señor y a la señora MacFarlane, al señor Withers y al profesor Crawford. Ésta es la señorita Duncan, la maestra de la sobrina del señor Morrison.

El señor MacFarlane y el señor Withers, este último de cu­riosa figura, pequeña pero agresiva, estaban inclinados sobre la mesa escribiendo algo y apenas me saludaron con la cabeza.

El señor Crawford era un caballero alto, robusto y grueso que tenía una voz fuerte y sonora.

—Así que se dedica a la enseñanza —me dijo—. ¿Y siente algún interés especial por la enseñanza de las matemáticas?

—Enseño matemáticas, o aritmética, al menos, a las niñas de mi clase —respondí—, pero he asistido a la conferencia del profesor Cayley para mi propio conocimiento e instrucción. No tengo la intención de enseñar Euclides a mis alumnas.

—¡Espero de veras que no lo haga! —exclamó—. Ni a sus alumnas ni a ningún estudiante. ¡Puaj! Las ideas de Cayley son ridiculas y atrasadas. Tendría que dejar en manos de otros todo lo relacionado con la enseñanza.

—No le falta razón —intervino la señorita Chisholm—. El profesor Cayley tiene una forma de enseñar muy asfixiante... Se sienta como un buda en un pedestal y es como si a los alum­nos les faltase el aire y estuviesen dispuestos a hacer lo que fuese por una bocanada fresca.

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