La incógnita Newton (34 page)

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Authors: Catherine Shaw

BOOK: La incógnita Newton
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Intenté resistirme, pero el profesor lo tenía todo dispuesto. Llegó su carruaje y montamos en él; entonces, indicó a uno de los lacayos que se apeara, comprara la caja fuerte y fuese a en­contrarnos a la estación del ferrocarril; a continuación, segui­mos camino hasta ésta y el profesor nos acompañó hasta la ta­quilla y allí —oh, Dora— nos compró y pagó de su bolsillo billetes en primera clase hasta el mismo Londres, además de anotar en un pedazo de papel el nombre de la pequeña «pen­sión» de Malmoe donde nos encontramos en este momento. El criado llegó con una pequeña caja de caudales plana, indicada para guardar documentos; casi religiosamente, el profesor in­trodujo en ella la carta real junto con el abrecartas de Emily, ce­rró y me entregó la llave, recomendándome que la ocultase lo mejor que humanamente pudiese.

—¡Si tuviera las enaguas de Rose! —exclamó Emily mien­tras yo intentaba encontrar un escondite para la caja fuerte, además de para la llave.

—¿Puedo serle de utilidad en algo más antes de su partida? —preguntó el amable profesor.

—¡Oh...! Deberíamos mandar un telegrama a mi madre —apuntó Emily—. Deberíamos haber enviado uno cada día, pobre madre, realmente...

—Yo lo mandaré, tan pronto parta el tren —le aseguró él con una sonrisa—. ¿Por qué no escribimos el texto entre los dos, ahora ? —añadió y, sacando un pedazo de papel del bolsillo (parece que los matemáticos siempre llevan encima una provi­sión de estos papelillos infinitamente útiles), garabateó unas palabras—. ¿Qué te parece esto?: «2 de junio de 1888: Emily y Robert han conocido al rey de Suecia esta mañana; hoy parten de Estocolmo hacia Malmoe, camino de Londres».

—Nooo —respondió Emily—. Eso no se lo creerá. ¡Pensa­rá que nos hemos vuelto locos por el camino!

—Está bien así —intervine yo—. ¡Es la pura verdad! Y ahora, vamos. Debemos regresar a Cambridge con la máxima rapidez posible; creo que podríamos estar de vuelta dentro de tres días.

—¡Dentro de tres días! ¡Eso es casi imposible! ¡Van a de­jarse la salud, si viajan tan deprisa!

—Es preciso. ¡Cada día que pasa es importantísimo! El ju­rado puede estar deliberando en este mismo instante. Espere­mos que el señor Haversham tenga suficientes testigos, sean quienes sean. ¡No podemos demorarnos ni un minuto!

—Tiene usted razón —asintió el profesor—. Su valor es admirable, señorita. Le deseo que tenga éxito y la mejor de las suertes. Márchense enseguida; yo pondré el telegrama de in­mediato.

—¡Por favor, envíe otro al juez: Juez Penrose, Tribunales de Justicia, Cambridge! ¡Dígale que voy a presentarme con nue­vas pruebas! —le grité mientras subíamos al vagón.

Qué gente admirable son los suecos. En su tranquilo y her­moso país, una creería que apenas pueden darse los errores de la justicia y que todos y cada uno de sus habitantes tienen el tiempo y los medios para solventar cualquier dificultad. Pero tal cosa es imposible; sólo debe parecérmelo porque me codeo con una clase social que trata con reyes y viaja en lujosos va­gones de primera clase que más parecen pequeños salones que trenes.

Querida, me siento llena de una renovada esperanza que crece dentro de mí como si fuera levadura, hasta el punto de que casi olvido, por momentos, que Arthur sigue estando en grave peligro y que tal vez llego demasiado tarde. Rezo cons­tantemente para que no sea así y noto que tus plegarias se unen a las mías.

Buenas noches, 

Vanessa

37

Ostende, martes, 5 de junio de 1888

¡Oh, Dora, socorro!:

Te escribo desde Bruselas, donde llegamos anoche. ¡Ojalá pudiéramos viajar más deprisa! Por mí, habríamos seguido toda la noche, pero los trenes no viajan en horas nocturnas. Además, ayer calculaba que no estaba todo perdido, que avan­zábamos con la máxima rapidez posible y que en este preciso instante —es aún por la mañana temprano— estaríamos ya embarcados con rumbo a Dover, y de ahí a Londres..., ¡y en Cambridge antes del anochecer! Pero todos mis planes se han ido al traste y nos encontramos inmovilizados aquí, en el puer­to de Ostende, ya que por la noche se ha desatado una gran tor­menta en el canal y los transbordadores no pueden zarpar. ¿Cómo he de interpretar esto? ¿Será un castigo divino por al­go que he cometido? No, no debo ceder a la desesperación. Los barcos están prestos y sólo debemos esperar a que la tormenta amaine.

La lluvia ha caído de forma torrencial toda la noche, acom­pañada de potentes truenos y de relámpagos sobrecogedores, por lo que Robert no podía dormir y se ha acurrucado en mis brazos, tembloroso. He estrechado su frágil cuerpecillo contra el mío y nos hemos consolado mutuamente. La mañana ha tar­dado una eternidad en llegar, aunque al final hemos consegui­do echar una cabezada. Ojalá que, al despertar, hubiera encon­trado un cielo radiante y despejado de nubes, pero no ha sido así, pues continúa lloviendo con extrema violencia y, aunque los truenos han cesado, el oleaje sigue batiendo la costa e ima­gino que la travesía resultaría desesperadamente peligrosa y aterradora. No se puede hacer otra cosa que esperar y rezar. He llevado a los niños a una cafetería donde ahora intentamos so­portar estas horas de tedio con cafés y chocolates, nata y crois­sants. Los chiquillos están tan impacientes como yo; Robert está muy cansado y Emily, muy nerviosa ante la perspectiva de tener que encontrarse con su madre y, sobre todo, temerosa de su reacción por la llegada del pequeño.

—Le diré que si intenta enviarlo lejos, incluso a un interna­do, volveré a escaparme —decía hace un momento, con rotun­didad.

—No, Emily, no hagas tal cosa —me he apresurado a repli­car—. Debes emplear tu relación íntima y tierna con tu madre para convencerla, sin amenazas.

—Quizá tenga razón, señorita —ha dicho ella tras reflexio­nar—. Madre suele prestarme atención cuando le digo algo. Pero no siempre. Hace casi dos meses, se negó a traer a Robert. Oh, ¿qué voy a hacer si vuelve a rechazarlo ahora? No logro entender por qué habría de hacer tal cosa. ¿Cómo puede alguien querer deshacerse de un huerfanito encantador?

He intentado imaginar qué sentimientos podía albergar la señora Burge-Jones hacia aquel chiquillo, que era fruto de las relaciones desastrosas y prohibidas de su marido con una aman­te a la que quería con más ternura que a la propia esposa, y he improvisado una explicación de tales asuntos que conmoviera a la pequeña sin nublar su luminosa visión del mundo. Emily me ha escuchado atentamente, pero sigue insistiendo en que el niño no tiene culpa y que no debe ser castigado.

—Los sentimientos son muy poderosos, y no siempre jus­tos —le he dicho, pero al ver que sus ojos empezaban a llenar­se de lágrimas, me he apresurado a añadir—: Sin embargo, no pretendo convencerte de que tu madre hará lo que más temes. Por favor, ten paciencia hasta que la veas y conserva la calma, sin apasionarte, incluso cuando trates el asunto con ella.

—Entonces, usted tampoco debe impacientarse —ha res­pondido a esto, con una sonrisa—. Y tal vez no tengamos que esperar aquí mucho rato más, pues creo que la lluvia está amai­nando un poco.

Sí, amaina un poco, aunque todavía llueve a mares, de modo que voy a terminar esta breve misiva y volveremos al puer­to para ver cuándo podrán zarpar los barcos. La jornada en el Palacio de Justicia empieza a las nueve y finaliza a las cinco; ¡si no salimos hasta el mediodía, llegaré demasiado tarde!

Que Dios me ayude,

Vanesa

38

Cambridge, miércoles, 6 de junio de 1888

Mi querida, queridísima Dora:

Por primera vez en varias semanas, te escribo con el cora­zón tranquilo, aunque todavía me siento un poco aturdida y asombrada por todo lo que ha sucedido.

Ayer, la tormenta se calmó finalmente y los transbordado­res pudieron zarpar hacia el mediodía. ¡Qué largo resultó el trayecto hasta Cambridge, qué espantoso, qué dolorosamente interminable! A la torturante lentitud de la travesía en barco siguió la espera de un tren a Londres y, de allí, a Cambridge. Habría enviado un telegrama avisando de que estaba llegando, pero no se me ocurrió a quién mandárselo, pues dudaba de que hubiese alguien en casa.

¿Y quién creerías que nos esperaba en el muelle, como un faro encendido, cuando descendimos del transbordador? ¡La señora Burge-Jones, precisamente! Al vernos, la mujer corrió hacia nosotros con la emoción desatada y nos acogió a los tres en sus brazos; gruesos lagrimones bañaban su rostro mientras besaba a su hija y le contaba entre hipidos lo preocupadísima que la había tenido. Llevaba esperando los barcos del continen­te desde primera hora de la mañana, había pasado largas horas de zozobra mientras se prolongaba la tormenta y más tarde, cuando varios transbordadores llegaron a puerto al mismo tiem­po y temió no encontrarnos entre la multitud. ¡La querida se­ñora Burge-Jones! Aprecié que durante nuestra ausencia había librado su propia lucha interior y que había tomado la decisión de portarse con el pequeño Robert ni más ni menos que como si su llegada fuese un hecho previsto y acordado; lo abrazó y lo besó y lo montó ágilmente en el vagón del tren con la práctica que le daban los años de oficiar de madre. Era sorprendente: lo trataba exactamente como si fuera un hijo más; no uno recién adoptado, sino el niño al que veía cada día y cuya presencia era una realidad presente, sencilla, natural, necesaria y tierna. No se molestó en saber algo de él haciéndole preguntas, sino que fue al grano de inmediato, admiró su locomotora, sacó una ces­ta de cosas deliciosas para comer y —¡oh, alegría en medio de mis temores!— los billetes de primera clase para todos en el tren de Cambridge.

Así pues, aunque el viaje se presentaba largo y cansado, por lo menos transcurrió con comodidad entre la alegría del reen­cuentro. Aunque no estaba segura de que la señora Burge-Jones hubiera seguido el juicio de Arthur, me apresuré a pregun­tarle si estaba al corriente de alguna novedad y si el señor Morrison había recibido mi telegrama y había podido hacer al­go al respecto.

—Pues usted sabe que he estado en Bélgica y en Estocolmo para reunir pruebas en su defensa y debo comparecer inmedia­tamente en el tribunal para presentárselas al juez —le expliqué. Me miró y consultó su reloj.

—Con la preocupación por los niños, me había olvidado por completo, mi querida jovencita —dijo luego, con abatimien­to—. Observe qué hora es; temo que corre usted el riesgo de encontrar concluido el juicio y al acusado, condenado.

—¿Qué? —exclamé. Mis peores temores se hacían realidad.

—Charles me ha contado que los últimos testigos declara­ron ayer y que, cuando el juez recibió su telegrama, lo leyó y anunció a la sala que los alegatos finales de los abogados empe­zarían hoy por la mañana y que, si no se presentan nuevas pruebas a las cinco en punto de la tarde, ordenará que el jura­do se retire a deliberar. No sé cuánto durarán esos parlamen­tos, pero si terminan y el jurado delibera, todo el mundo cree que tomará un acuerdo en pocos minutos. El señor Haversham se ha esforzado, pero su línea de defensa se derrumbó por com­pleto con la declaración de las dos mujeres de Londres y desde entonces no se ha rehecho, aunque ha presentado gran canti­dad de testigos de toda clase de prolijos detalles que no han demostrado nada. Me parece que, simplemente, ha tratado de ga­nar tiempo con la esperanza de que usted regresara. ¡En cual­quier caso, puede usted confiar en que alargará su declaración final todo lo humanamente posible!

Desfallecí de consternación y, reclinándome en el respaldo con desaliento, cerré los ojos y procuré recuperar el ánimo. Emily, mientras tanto, ardía en deseos de hablar con su madre, pero dudaba en hacerlo, tanto por la falta de intimidad como por miedo, tal vez, a lo que habría de escuchar. Cuando callé, empezó a charlar de esto y de lo otro, como si buscara una vía de entrada. Finalmente, preguntó:

—¿Cómo está Edmund, madre? ¿Se encuentra mejor?

—Sí, ha mejorado, querida —respondió la madre dulce­mente—. Pero cuando te fuiste, estuvo terriblemente enfermo. Tenía fiebre y deliraba. Incluso el doctor temía por él. Nada de cuanto le administraba lo calmaba y, al final, vino a decirme que la enfermedad de Edmund era nerviosa y que se la había producido el miedo. Me preguntó qué era lo que temía hasta el punto de que, para evitarlo, llegaba a caer enfermo durante se­manas enteras.

—¡Oh, madre, ya sabes de qué se trata...! —apuntó Emily.

—Sí, ahora ya lo sé. Antes también lo sabía, porque me lo dijiste muchas veces, pero nunca me explicaste todo lo que Ed­mund te contaba. Aunque tal vez, si lo hubieras hecho, no ha­bría sido capaz de creerte. Ahora he estado días enteros en su habitación, hija, y sé que llora en sueños y que habla de la es­cuela cuando delira.

—Entonces, ¿no volverás a mandarlo allí? ¿Se lo has dicho?

—Naturalmente; cuando el doctor me hizo esa pregunta, enseguida comprendí a qué se refería y le expuse que Edmund tenía miedo de que volviera a enviarlo allí. Me aconsejó que si quería que se recuperara, empezara desde aquel mismo instan­te a asegurarle, las veces que hiciera falta, que no volverá a pi­sar otro internado. «Y procure que sea así», añadió, «porque otro episodio como éste, que puede deberse a la ausencia de la hermana en cuya protección confiaba, le resultaría fatal».

—¿Y se lo dijiste, y ha mejorado?

—Sí, se encuentra mejor, aunque aún está pálido y débil... y esperando impaciente tu regreso, Emily, y la llegada de Robert. Y, hablando de ellos, he pensado... Señorita Duncan, he tenido una idea acerca de los dos chicos que... que apenas me atrevo a proponerle.

—¿De qué puede tratarse? —inquirí, sorprendida de que me dirigiese la palabra en mitad de aquella conversación fami­liar privada.

—Es usted una joven audaz y arrojada, señorita Duncan, y gracias a gente como usted cambian los tiempos y se modifican las ideas preconcebidas —comentó con aire reflexivo—. No sé si se habrá preguntado alguna vez por qué los niños y las niñas han de ser educados por separado y de diferente manera.

—No, nunca me había hecho tal pregunta, exactamente —reconocí—. Me limitaba a considerar que era una idea ridícu­la y bastante lamentable.

—¿De veras? —dijo ella con vehemencia—. ¿Y que opinaría usted de completar su clase con la incorporación de dos chicos?

Me eché a reír.

—Por mí, estaría encantada —respondí—. Estoy perfecta­mente preparada para ocuparme de ellos. Lo único que espero es que no vaya a perder a todas mis demás alumnas, por ese motivo.

—Hablaré personalmente con las demás madres —se com­prometió ella—. Si veo que se oponen a la idea, estudiaremos qué camino tomar, pero estoy convencida de que buena parte de ellas estará dispuesta a seguir mi ejemplo e inscribirán en la escuela a los hermanitos de sus hijas; por lo menos, a los me­nores de cierta edad.

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