Según cuenta la conocida leyenda, los dioses, celosos de su belleza, regalaron a Pandora, una princesa de la antigua Grecia, una misteriosa caja, advirtiéndole que jamás debía abrirla. Pero un día la curiosidad y la tentación pudieron más que ella y finalmente abrió la tapa para ver su contenido, liberando así en el mundo las grandes aflicciones, para cerrar la caja justo a tiempo de evitar que se escapara de ella la esperanza, el único remedio que hace soportable las miserias de la vida.
Según los modernos investigadores, la esperanza no sólo ofrece consuelo a la aflicción sino que desempeña un papel muy importante en dominios tan diversos como el rendimiento escolar y el hecho de soportar un trabajo pesado. Técnicamente hablando, la esperanza es algo más que la visión ingenua de que todo irá bien; en opinión de Snyder se trata de «la creencia de que uno tiene la voluntad y dispone de la forma de llevar a cabo sus objetivos, cualesquiera que éstos sean».
Ciertamente, no todo el mundo tiene el mismo grado de expectativas. Hay quienes creen que son capaces de salir de cualquier situación o de encontrar la forma de resolver los problemas, mientras que otros simplemente no se ven con la energía, la capacidad o los medios de alcanzar sus objetivos. Según Snyder, las personas con un alto nivel de expectativas comparten ciertos rasgos, entre los que destacan la capacidad de motivarse a sí mismos, de sentirse lo suficientemente diestros como para encontrar la forma de alcanzar sus objetivos. de asegurarse de que las cosas irán mejor cuando están atravesando una situación difícil, de ser lo bastante flexibles como para encontrar formas diferentes de alcanzar sus objetivos —o de cambiarlos en el caso de que le resulten imposibles de alcanzar— y de saber descomponer una tarea compleja en otras más sencillas y manejables.
Desde el punto de vista de la inteligencia emocional, la esperanza significa que uno no se rinde a la ansiedad, el derrotismo o la depresión cuando tropieza con dificultades y contratiempos. De hecho, las personas esperanzadas se deprimen menos en su navegación a través de la vida en búsqueda de sus objetivos y también se muestran menos ansiosas en general y experimentan menos tensiones emocionales.
EL OPTIMISMO: EL GRAN MOTIVADOR
Los americanos interesados en la natación abrigaban muchas esperanzas en Matt Biondi, un miembro del equipo olímpico de los Estados Unidos en 1988. Algunos periodistas deportivos llegaron a afirmar que era muy probable que Biondi igualara la hazaña realizada por Mark Spitz en 1972 de ganar siete medallas de oro. Pero Biondi terminó en un desalentador tercer puesto en la primera de las pruebas, los 200 metros libres, y en la siguiente carrera, los 100 metros mariposa, fue superado por otro nadador que hizo un esfuerzo extraordinario en el sprint final.
Los comentaristas deportivos llegaron a decir que aquellos fracasos desanimarían a Biondi, pero no habían contado con su reacción, una reacción que le llevó a ganar la medalla de oro en las cinco últimas pruebas. A quien no le sorprendió la respuesta de Biondi fue a Martin Seligman, un psicólogo de la Universidad de Pennsylvania que había estado valorando el grado de optimismo de Biondi aquel mismo año. En un determinado experimento realizado con Seligman, el entrenador le dijo a Biondi que, en una de sus pruebas favoritas, había realizado un tiempo muy malo cuando lo cierto es que no fue así. Pero a pesar del aparente mal resultado, cuando se le invitó a descansar e intentarlo de nuevo, su marca —realmente muy buena— mejoró más todavía. No obstante, cuando otros miembros del equipo —cuyas puntuaciones en optimismo eran ciertamente bajas—, a quienes también se les dio un tiempo falso, lo intentaron por segunda vez, lo hicieron francamente peor.
El optimismo —al igual que la esperanza— significa tener una fuerte expectativa de que, en general, las cosas irán bien a pesar de los contratiempos y de las frustraciones. Desde el punto de vista de la inteligencia emocional, el optimismo es una actitud que impide caer en la apatía, la desesperación o la depresión frente a las adversidades. Y al igual que ocurre con su prima hermana, la esperanza, el optimismo —siempre y cuando se trate de un optimismo realista (porque el optimismo ingenuo puede llegar a ser desastroso)— tiene sus beneficios.
Seligman define al optimismo en función de la forma en que la gente se explica a si misma sus éxitos y sus fracasos. Los optimistas consideran que los fracasos se deben a algo que puede cambiarse y, así, en la siguiente ocasión en la que afronten una situación parecida pueden llegar a triunfar. Los pesimistas, por el contrario, se echan las culpas de sus fracasos, atribuyéndolos a alguna característica estable que se ven incapaces de modificar. Y estas distintas explicaciones tienen consecuencias muy profundas en la forma de hacer frente a la vida. Ante un despido, por ejemplo, los optimistas tienden a responder de una manera activa y esperanzada, elaborando un plan de acción o buscando ayuda y consejo porque consideran que los contratiempos no son irremediables y pueden ser transformados. Los pesimistas, en cambio, consideran que los contratiempos constituyen algo irremediable y reaccionan ante la adversidad asumiendo que no hay nada que ellos puedan hacer para que las cosas salgan mejor la próxima vez y, en consecuencia, no hacen nada por cambiar el problema. Para ellos, los problemas se deben a algún déficit personal con el que siempre tendrán que contar.
Al igual que ocurre con la esperanza, el optimismo también es un buen predictor del éxito académico. Las puntuaciones obtenidas en un test de optimismo por quinientos estudiantes de los primeros cursos de 1984 de la Universidad de Pennsylvania, fueron un mejor predictor de su rendimiento académico en aquellos años que las puntuaciones obtenidas en el examen SAT. Según Seligman, el autor de esta investigación, «los exámenes de ingreso en la universidad constituyen una medida del talento, mientras que el estilo explicativo le dice quién abandonará. Es la combinación entre el talento razonable y la capacidad de perseverar ante el fracaso lo que conduce al éxito. En los tests que valoran las habilidades de uno u otro tipo suele dejarse de lado la motivación. Todo lo que usted debe saber es si seguirá adelante cuando las cosas resulten frustrantes. Yo creo que, dado un determinado nivel de inteligencia, el logro real no depende tanto del talento como de la capacidad de seguir adelante a pesar de los fracasos» Una de las pruebas más claras del poder motivador del optimismo nos la proporciona un estudio realizado por el mismo Seligman sobre los vendedores de seguros de la compañía MetLife.
Ser capaz de encajar una negativa es algo fundamental en todo tipo de ventas, especialmente en el caso de un producto tal como los seguros, en el que la proporción entre «noes» y «síes» puede llegar a ser desalentadoramente elevada. Esta es la razón que explica el que tres cuartas partes de los vendedores de seguros abandonen su trabajo durante los tres años primeros. La investigación realizada por Seligman demostró que durante los primeros dos años los optimistas vendían un 3,7% más que los pesimistas, y que el porcentaje de abandono entre los pesimistas era el doble que entre los optimistas.
Y, lo que es más, Seligman persuadió a MetLife de contratar a un grupo especial de demandantes de empleo que no habían superado las pruebas estándar (basadas en determinar su proximidad a un perfil confeccionado con las habilidades que parecían presentar los vendedores de éxito) que, sin embargo, habían puntuado muy alto en un test de optimismo. Este grupo especial vendió un 21 % más que los pesimistas el primer año y un 57% más durante el segundo.
Pero el optimismo no sólo es un factor importante en cuanto al éxito en las ventas sino que fundamentalmente se trata de una y actitud emocionalmente inteligente. Para un vendedor, cada «no» constituye una pequeña derrota, y la reacción emocional a ese fracaso es decisiva a la hora de controlar suficientemente la motivación para proseguir su actividad. Y a medida que los «noes» aumentan, la moral se debilita, haciendo cada vez más difícil marcar el número de la siguiente llamada telefónica. Estos rechazos son especialmente difíciles de asumir para un pesimista, quien los interpreta como significando «soy un fracaso en esto; jamás llegaré a ser un buen vendedor», una interpretación que, con toda seguridad, despierta la apatía y el derrotismo, cuando no la franca depresión. Ante esta situación, en cambio, los optimistas se dicen: «estoy utilizando un abordaje inadecuado» o «esa última persona estaba de mal humor» y, de este modo, al considerar que el fracaso no depende de una deficiencia en si mismos sino de algo que radica en la situación, pueden cambiar su enfoque la próxima llamada. Es así como el equipaje mental de los pesimistas les conduce a la desesperación mientras que el de los optimistas reactiva su esperanza.
Uno de los orígenes de una visión positiva o negativa puede ser el temperamento innato, ya que hay personas que tienden naturalmente hacia una o hacia la otra. Pero, como también veremos en el capítulo 14, el temperamento puede verse modulado por la experiencia. El optimismo y la esperanza —al igual que la impotencia y la desesperación— pueden aprenderse. Detrás de los dos existe lo que los psicólogos denominan autoeficacia, la creencia de que uno tiene el control de los acontecimientos de su vida y puede hacer frente a los problemas en la medida en que se presenten. Desarrollar algún tipo de habilidad fortalece la sensación de eficacia y predispone a asumir riesgos y problemas más difíciles. Y el hecho de superar estas dificultades aumenta a su vez la sensación de autoeficacia, una aptitud que lleva a hacer un mejor uso de cualquier habilidad y que también contribuye a desarrollarlas.
Albert Bandura, un psicólogo de la Universidad de Stanford que se ha ocupado de investigar el tema de la autoeficacia, resume perfectamente este punto del siguiente modo: «las creencias de las personas sobre sus propias habilidades tienen un profundo efecto sobre éstas. La habilidad no es un atributo fijo sino que, en este sentido, existe una extraordinaria variabilidad. Las personas que se sienten eficaces se recuperaran prontamente de los fracasos y no se preocupan tanto por el hecho de que las cosas puedan salir mal sino que se aproximan a ellas buscando el modo de manejarlas»
EL «FLUJO»: LA NEUROBIOLOGÍA DE LA EXCELENCIA
Un compositor describió así los momentos en los que mejor trabajaba:
«Usted se encuentra en un estado extático en el que se siente como si casi no existiera. Así es como lo he experimentado yo en numerosas ocasiones. En esos casos, mis manos parecen vacías de mi y yo no tengo nada que ver con lo que ocurre sino que simplemente contemplo maravillado y respetuoso todo lo que sucede. Y eso es algo que fluye por sí mismo.»
Esta descripción se asemeja sorprendentemente a la de cientos de hombres y mujeres —alpinistas, campeones de ajedrez, cirujanos, jugadores de baloncesto, ingenieros, ejecutivos e incluso sacerdotes— cuando hablan de una época en la que se superaron a si mismos en alguna de sus actividades favoritas. Mihaly Csikszentmihalyi, el psicólogo de la Universidad de Chicago que se ha dedicado a investigar y recopilar durante dos décadas relatos de momentos de rendimiento cumbre, ha denominado a ese estado con el nombre de «flujo». Los atletas, por su parte, se refieren a ese estado de gracia con el nombre de «la zona», un estado de absorción beatífica centrado en el presente, en el que espectadores y competidores desaparecen y la excelencia se produce sin el menor esfuerzo. Diane Roffe-Steinrotter, ganadora de una medalla de oro en la olimpiada de invierno de 1994 dijo, después de haber terminado su turno de participación en la carrera de esquí, que sólo recordaba haber estado inmersa en la relajación: «era como si formara parte de una catarata»
La capacidad de entrar en el estado de «flujo» es el mejor ejemplo de la inteligencia emocional, un estado que tal vez represente el grado superior de control de las emociones al servicio del rendimiento y el aprendizaje. En ese estado las emociones no se ven reprimidas ni canalizadas sino que, por el contrario, se ven activadas, positivadas y alineadas con la tarea que estemos llevando a cabo. Para verse atrapados por el tedio de la depresión o por la agitación de la ansiedad es necesario separarse del «flujo».
De uno u otro modo, casi todo el mundo ha entrado en alguna que otra ocasión en el estado de «flujo» (o en un apacible «microflujo»), especialmente en aquellos casos en los que nuestro rendimiento es óptimo o cuando trascendemos nuestros límites anteriores. Tal vez la experiencia que mejor refleje este estado sea el acto de amor extático, la fusión de dos personas en una unidad fluidamente armoniosa.
El rasgo distintivo de esta experiencia extraordinaria es una sensación de alegría espontánea, incluso de rapto. Es un estado en el que uno se siente tan bien que resulta intrínsecamente recompensante, un estado en el que la gente se absorbe por completo y presta una atención indivisa a lo que está haciendo y su conciencia se funde con su acción. La reflexión excesiva en lo que se está haciendo interrumpe el estado de «flujo» y hasta el mismo pensamiento de que «lo estoy haciendo muy bien» puede llegar a ponerle fin. En este estado, la atención se focaliza tanto que la persona sólo es consciente de la estrecha franja de percepción relacionada con la tarea que está llevando a cabo, perdiendo también toda noción del tiempo y del espacio. Un cirujano, por ejemplo, recordó una difícil operación durante la que entró en ese estado y al terminarla advirtió la presencia de cascotes en el suelo del quirófano, sorprendiéndose al oír que, mientras estaba concentrado en la operación, parte del techo se había desplomado sin que él se diera cuenta de nada.
El «flujo» es un estado de olvido de uno mismo, el opuesto de la reflexión y la preocupación, un estado en el que la persona, en lugar de perderse en el desasosiego, se encuentra tan absorta en la tarea que está llevando a cabo, que desaparece toda conciencia de sí mismo y abandona hasta las más pequeñas preocupaciones de la vida cotidiana (salud, dinero e incluso hasta el hecho de hacerlo bien). Dicho de otro modo, los momentos de «flujo» son momentos en los que el ego se halla completamente ausente. Paradójicamente, sin embargo, las personas que se hallan en este estado exhiben un control extraordinario sobre lo que están haciendo y sus respuestas se ajustan perfectamente a las exigencias cambiantes de la tarea. Y aunque el rendimiento de quienes se hallan en este estado es extraordinario, en tales momentos la persona está completamente despreocupada de lo que hace y su única motivación descansa en el mero gusto de hacerlo.