Las críticas cargadas de quejas suelen ser muy destructivas, especialmente en el caso de que no sólo se transmitan mediante las palabras sino que se expresen de forma airada y recurriendo también al tono de voz y al gesto. La forma más evidente consiste en la ridiculización o el insulto directo («idiota», «puta» o «cabrón»), pero la verdad es que el lenguaje corporal puede alcanzar el mismo grado de ensañamiento que el ataque verbal (un gesto despectivo, fruncir el labio —la señal universal del disgusto— o poner los ojos en blanco en un gesto de resignación).
La impronta facial de la queja consiste en la contracción de los músculos que retraen los extremos de la boca hacia los lados (normalmente hacia la izquierda) y en la elevación de los ojos. La presencia tácita de esa expresión emocional en el rostro de uno de los esposos aumenta el ritmo cardíaco del otro en dos o tres latidos por minuto. Esta comunicación soterrada termina provocando un efecto fisiológico ya que, según descubrió Gottman, si un marido muestra con frecuencia su desprecio de este modo, la esposa acusará una clara propensión hacia una gama concreta de problemas de salud que van desde el simple resfriado hasta la gripe, las infecciones de vejiga y los desórdenes gastrointestinales. Y Gottman considera que, cuando el rostro de la esposa expresa contrariedad —el pariente próximo del reproche— cuatro o más veces durante una conversación de quince minutos, es un síntoma de que la pareja se separará en un periodo máximo de cuatro años.
Pero aunque las protestas o las expresiones ocasionales de disgusto no suelen conducir a la disgregación del matrimonio, constituyen un factor de riesgo equivalente al hecho de fumar o de padecer una elevada tasa de colesterol para terminar desarrollando una enfermedad cardíaca; de modo que, cuanto más intensa y prolongada sea la descarga de este tipo de emociones, mayor será el peligro. En el camino que conduce hasta el divorcio, cada una de estas situaciones sienta las bases para la siguiente, en una escala de sufrimiento creciente. De este modo, las quejas, las desavenencias y las criticas frecuentes constituyen peligrosos indicadores que evidencian que la mujer o el marido han establecido un veredicto concluyente de culpabilidad sobre el otro. Esta condena inapelable constituye una pauta negativa y hostil de pensamiento que desemboca fácilmente en agresiones que hacen que el receptor se ponga a la defensiva y se apreste de inmediato al contraataque.
Los dos polos de la pauta de respuesta de lucha-o-huida constituyen las dos modalidades extremas de reacción del cónyuge que se siente atacado. Lo más común es devolver el ataque con una explosión de ira pero esta vía suele concluir en una estéril disputa a voz en grito. Por su parte, la huida, la otra respuesta alternativa, puede llegar a ser más perniciosa todavía, especialmente en el caso de que conlleve la retirada a un silencio sepulcral.
La táctica del cerrojo constituye la última defensa. La persona que se cierra sobre sí misma se limita a quedarse en blanco, a inhibirse de la conversación respondiendo lacónicamente o manteniendo un silencio y una expresión pétrea, una táctica que envía un poderoso y contundente mensaje que combina el distanciamiento, la superioridad y el rechazo. Esta pauta es fácilmente observable en los matrimonios con problemas y en el 85% de los casos es el marido quien se encierra en sí mismo como respuesta a una esposa que lo acosa con constantes quejas y críticas. Pero una vez que termina estableciéndose como respuesta habitual tiene un efecto devastador sobre la salud de la relación porque aborta toda posibilidad de resolver las desavenencias.
PENSAMIENTOS TÓXICOS
Los niños están alborotando más de la cuenta y Martin —su padre— está cada vez más irritado. Entonces se dirige a su esposa Melanie con un agresivo:
—Querida ¿no crees que los chicos deberían estarse quietos?
(Pero lo que en realidad está pensando es: «Melanie es demasiado permisiva con los niños».)
Ante el irritante comentario de su marido, Melanie se enoja. Entonces, su rostro se tensa, frunce el ceño y replica:
—Sólo están jugando un rato. No tardarán mucho en acostarse.
(Pero su auténtico pensamiento es: «ya está Martin quejándose otra vez».)
Ahora es Martin quien se halla ostensiblemente enfadado e, inclinándose amenazadoramente hacia delante con los puños apretados, exclama:
—¿No podrías acostarlos ahora mismo, querida?
(Su verdadero pensamiento, no obstante, es: «me lleva la contraria en todo lo que digo. Tendré que hacerlo yo mismo».)
Melanie. asustada por la súbita muestra de cólera de Martin responde, en un tono más sosegado:
—No. Ya iré yo y los acostaré.
(Pero lo que realmente piensa es: «esta perdiendo el control y podría llegar a pegarles. Será mejor que le siga la corriente».)
Este tipo de conversaciones paralelas —la verbal y la mental— ha sido puesto de manifiesto por Aaron Beck. el creador de la terapia cognitiva, como ejemplo de los pensamientos que pueden emponzoñar una relación matrimonial. «El auténtico intercambio emocional que tuvo lugar entre Melanie y Martin estaba prefigurado por sus pensamientos y éstos. a su vez, estaban predeterminados por un estrato mental más profundo al que Beck denomina “pensamientos automáticos"», es decir, creencias fugaces sobre las personas con quienes nos relacionamos y sobre nosotros mismos que reflejan nuestras actitudes emocionales más profundas. El pensamiento profundo de Melanie era algo así como «Martin me intimida continuamente con sus enfados», mientras que el de Martin. por su parte, era «no tiene ningún derecho a tratarme así». De este modo Melanie se siente como una víctima inocente en su matrimonio mientras que Martin cree que tiene todo el derecho a indignarse por lo que considera un trato injusto por parte de su esposa.
El pensamiento de que uno es una víctima inocente o de que tiene derecho a indignarse es típico de aquellos matrimonios en crisis que, de un modo u otro, se agreden de continuo. Una vez que este tipo de pensamientos —como, por ejemplo, la justa indignación— se automatizan, desempeñan un papel autoconfirmante y. de este modo, el miembro de la pareja que se siente víctima acecha constantemente todo lo que hace el otro para poder confirmar su propia opinión de que está siendo atacado o menospreciado, ignorando, al mismo tiempo, todo acto mínimamente positivo que pueda cuestionar o contradecir esta visión.
Este tipo de pensamientos es muy poderoso y pone en marcha el sistema de alarma neurológico. El pensamiento de que uno es una víctima desencadena un secuestro emocional que activa la larga serie de ofensas que uno ha recibido del otro, olvidando simultáneamente todo lo positivo que haya aportado que no cuadre con la visión de que uno es una víctima inocente. De este modo, el otro miembro de la pareja se ve encerrado en una especie de callejón sin salida ya que todo lo que haga —aunque trate de ser deliberadamente amable— será reinterpretado a través de este prisma de negatividad y rechazado como una tímida tentativa de negar su culpa.
En situaciones similares, las parejas que se hallan libres de este tipo de procesos mentales suelen adoptar una interpretación más positiva, en consecuencia son menos proclives a experimentar un secuestro emocional y, en caso de hacerlo, se recuperan con mayor prontitud. El patrón general de pensamientos que alimentan o, por el contrario, aligeran la crisis se atiene al modelo de optimismo o pesimismo propuesto en el capitulo 6 por el psicólogo Martin Seligman. La visión pesimista sería aquélla que considera que nuestra pareja tiene un defecto inherente e inmutable que sólo genera sufrimiento: «es un egoísta que sólo piensa en sí mismo. Así lo parieron y jamás cambiará. Lo único que quiere de mí es que esté completamente a su servicio sin tener en cuenta cuáles son mis sentimientos». La visión optimista contrapuesta podría expresarse más o menos del siguiente modo: «ahora parece muy exigente pero, en el pasado, ha demostrado ser muy comprensivo. Tal vez esté atravesando una mala racha. Es muy posible que tenga algún problema en el trabajo». Esta última perspectiva no descalifica al otro miembro de la pareja ni considera desesperanzadamente que la relación matrimonial esté dañada de manera irreversible, sino que piensa, en cambio, que sólo se trata de un problema circunstancial y pasajero. La primera actitud aboca a la desazón mientras que la segunda proporciona, en cambio, una sensación de mayor sosiego.
Las parejas que adoptan una postura pesimista son sumamente proclives a los raptos emocionales y se enfadan, ofenden y molestan por todo lo que hace su compañero, creciendo su irritación a medida que avanza la discusión. Este estado de inquietud interna, unido a su actitud pesimista, les hace más proclives a recurrir a la crítica y las quejas desconsideradas en las desavenencias con su pareja, lo cual incrementa, a su vez, la probabilidad de terminar adoptando una actitud defensiva o de clara cerrazón.
Es muy posible que los pensamientos tóxicos más virulentos sean aquéllos que albergan los hombres que llegan a maltratar físicamente a sus esposas. Un estudio sobre la violencia marital llevado a cabo por psicólogos de la Universidad de Indiana demostró que las pautas de pensamiento de estos hombres son las mismas que las de los niños bravucones del patio de recreo. Suele tratarse de hombres que interpretan las acciones neutras de sus esposas como ataques y utilizan este prejuicio para justificar su agresividad hacia ellas (quienes se muestran sexualmente agresivos en sus citas con las mujeres sufren un proceso muy parecido, prejuzgándolas con suspicacia y desdeñando sus posibles objeciones)i Como hemos visto en el capítulo 7, este tipo de hombres se siente especialmente amenazado por el desdén, el rechazo o la vergüenza pública a que les pueden someterles sus esposas. Una escena típica que suele activar la «justificación» de la violencia del marido es la siguiente: «estás en una fiesta y de repente te das cuenta de que hace media hora que tu mujer está hablando y riendo con ese hombre tan atractivo que parece estar coqueteando con ella». La respuesta habitual de este tipo de hombres ante el rechazo o abandono de sus esposas oscila entre la indignación y la humillación. Es muy posible que, en tal caso, pensamientos automáticos del tipo «ella va a dejarme» actúen a modo de desencadenante de un secuestro emocional en el que el marido violento reaccione impulsivamente o, como dicen los investigadores, manifieste una «respuesta conductual inapropiada”
EL DESBORDAMIENTO: EL NAUFRAGIO DEL MATRIMONIO
Estas actitudes suelen originar un estado de crisis constante que sirve de detonante a frecuentes secuestros emocionales que dificultan la cicatrización de las heridas provocadas por la ira.
Gottman utiliza el término desbordamiento para referirse a esta sobrecarga de desazón emocional que resulta imposible de controlar y que arrastra consigo a quienes se ven superados por la negatividad de su pareja y por su propia respuesta ante ella. El desbordamiento impide oir sin distorsiones el mensaje recibido, responder con la cabeza despejada, organizar los pensamientos y termina desatando las más primitivas de las respuestas. Lo único que desean quienes se ven arrastrados por las emociones es que la tempestad amaine, escapar de la situación o. a veces, incluso vengarse. De este modo, el desbordamiento constituye un tipo de secuestro emocional que se autoperpetua.
Hay personas que presentan un elevado umbral de desbordamiento, personas que soportan fácilmente el enfado y los reproches mientras que otras, en cambio, saltan disparadas en el mismo instante en que su cónyuge las critica. El correlato fisiológico del desbordamiento se mide por el aumento del ritmo del latido cardíaco. En condiciones de reposo, la frecuencia cardíaca de la mujer es de unas ochenta y dos pulsaciones por minuto, mientras que la de los hombres es del orden de setenta y dos (aunque hay que precisar que el promedio concreto depende de la altura y el peso de la persona). El desbordamiento comienza con un aumento del ritmo cardíaco de unos diez latidos por minuto sobre la frecuencia normal en condiciones de reposo y, cuando esta frecuencia alcanza las cien pulsaciones por minuto (cosa que puede ocurrir fácilmente en situaciones de enfado o de llanto), se dispara la secreción de adrenalina y de otras hormonas que contribuyen a mantener elevado el estado de estrés durante un buen rato.
De este modo, la frecuencia cardíaca constituye un claro indicador del momento en que se produce un secuestro emocional, en cuyo caso el aumento puede llegar ser de diez, veinte o hasta treinta pulsaciones en el corto intervalo que separa un latido del siguiente. En esa situación, los músculos se tensan y la respiración se hace dificultosa, se produce una especie de aluvión de sentimientos tóxicos, una incómoda y aparentemente inevitable inundación de miedo e irritación que requiere de «todo el tiempo del mundo», subjetivamente hablando, para poder ser superada.
En el momento culminante del secuestro, las emociones alcanzan una intensidad extraordinaria, la perspectiva del sujeto se estrecha y su pensamiento se vuelve tan confuso que no existe la menor posibilidad de poder asumir el punto de vista del otro y tratar de solucionar las cosas de un modo más razonable.
Está claro que, en alguna que otra ocasión, todas las parejas atraviesan por momentos de intensidad similar. El problema comienza cuando uno u otro cónyuge se siente continuamente desbordado. En este caso, el miembro de la pareja que se siente agobiado por el otro se mantiene constantemente en guardia para responder a cualquier signo de agresión o de injusticia emocional, y se vuelve tan susceptible a los ataques, las ofensas y los desaires, que salta ante la menor provocación. En estas circunstancias, el simple comentario «cariño ¿por qué no hablamos?» puede activar un pensamiento reactivo del tipo «ya está buscando pelea otra vez» que desencadene un desbordamiento emocional. Por otra parte, también hay que decir que cada nuevo desbordamiento dificulta la recuperación de la excitación fisiológica resultante, lo cual provoca, a su vez, que un comentario inofensivo se interprete desde una óptica sesgada que aboca al desbordamiento reiterado.
Éste es posiblemente el punto más crítico de una relación de pareja, un punto a partir del cual ya no parece haber posible vuelta atrás. El cónyuge que se siente desbordado interpreta todo lo que el otro hace desde una óptica absolutamente negativa. Así, las cuestiones más nimias se transforman en auténticas batallas campales porque los sentimientos se hallan continuamente heridos. Con el tiempo, el cónyuge que se siente desbordado comienza a considerar que todos y cada uno de los problemas que aquejan a la relación son imposibles de resolver, ya que su mismo estado emocional obstaculiza cualquier intento de solucionar las cosas. A medida que la situación empeora, comienza a parecer inútil todo intento de hablar de lo que está ocurriendo, y cada miembro de la pareja trata de resolver por su cuenta los problemas que le aquejan. Es entonces cuando comienzan a llevar vidas paralelas, viviendo en un aislamiento completo que no hace sino fomentar su sensación de soledad dentro del matrimonio. El último paso, como afirma Gottman, suele ser el divorcio.