La dinámica existente entre la amígdala y el mejor informado córtex prefrontal nos proporciona un modelo neuroanatómico del modo en que la psicoterapia puede ayudamos a superar este tipo de profundas y nocivas pautas emocionales. Como propone Joseph LeDoux, el investigador del sistema nervioso que descubrió el papel que desempeña la amígdala como desencadenante de los arrebatos emocionales: «una vez que el sistema emocional aprende algo, parece que jamás podrá olvidarlo, pero la psicoterapia nos ayuda a revertir esa situación porque, gracias a ella, el neocórtex puede aprender a inhibir el funcionamiento de la amígdala. De este modo, el sujeto puede superar la tendencia a reaccionar de manera automática, aunque las emociones básicas provocadas por la situación sigan persistiendo de manera subyacente».
Así pues, aun después de un proceso de reaprendizaje emocional —o incluso después de una psicoterapia eficaz— siempre queda el vestigio de la reacción, del temor o de la susceptibilidad original. El córtex prefrontal puede moderar o refrenar el impulso a desbordarse de la amígdala, pero no puede eliminar completamente su respuesta automática. No obstante, aunque no podamos decidir cuando seremos víctimas de un arrebato emocional, sí que podemos ejercer cierto control sobre cuanto tiempo durará. La pronta recuperación del equilibrio tras un estallido de este tipo bien podría ser un índice de madurez emocional.
Los principales cambios que tienen lugar durante el proceso de la terapia afectan a las respuestas que el sujeto da a sus reacciones emocionales. Pero no es posible eliminar completamente la tendencia a que se produzca la reacción. La prueba de ello nos la proporciona una serie de investigaciones psicoterapéuticas llevadas a cabo por Lester Luborsky y sus colegas de la Universidad de Pennsylvania, que comenzaron llevándoles a identificar los principales problemas de relación que conducen al sujeto a buscar ayuda psicoterapéutica: el deseo de ser aceptados, la necesidad de intimidad, el miedo al fracaso o la franca dependencia. A continuación, los investigadores analizaron minuciosamente las respuestas típicas (siempre autoderrotistas) que los pacientes daban a los temores y deseos que suscitaban sus relaciones, como ser demasiado exigentes (lo que repercutía negativamente suscitando el rechazo o la indiferencia de los demás); o el repliegue a una actitud autodefensiva ante un supuesto desaire (lo que dejaba a la otra persona molesta por el aparente rechazo).
En este tipo de encuentros, condenados de antemano al fracaso, los pacientes se sienten comprensiblemente desbordados por todo tipo de sentimientos frustrantes (como la desesperación, la tristeza, el resentimiento, el rechazo, la tensión. el miedo, la culpa, etcétera), e independientemente de cuál fuera la pauta concreta manifestada por un determinado paciente, ésta parecía reproducirse en todas sus relaciones importantes (ya fuera con la esposa, la amante, los hijos, los padres, los jefes o los subordinados).
Sin embargo, en el curso de una terapia a largo plazo, estos pacientes deben afrontar dos tipos de cambios. Por una parte, sus reacciones emocionales ante los acontecimientos que las suscitan se hacen menos acuciantes, y hasta podríamos decir que se vuelven más sosegadas, y, por la otra, su conducta comienza a ser más eficaz a la hora de obtener lo que realmente desean. Lo que no cambia, en modo alguno, es el miedo o el deseo subyacente y la punzada inicial de la emoción. Los investigadores descubrieron también que, en el caso de los pacientes que sólo habían asistido a unas pocas sesiones de psicoterapia, las entrevistas mostraban la mitad de las reacciones emocionales negativas que presentaban al comienzo de la terapia y. en cambio, eran doblemente proclives, a obtener la respuesta positiva que tanto anhelaban de la otra persona. Pero recordemos también que lo que no cambiaba era la especial susceptibilidad subyacente a sus necesidades.
En términos cerebrales, podemos concluir que el sistema límbico emite señales de alarma ante el menor indicio del acontecimiento temido, pero el córtex prefrontal y las áreas anejas son capaces de aprender un modelo de respuesta nuevo y más saludable. En resumen, pues, el reaprendizaje emocional — una tarea que, ciertamente, no concluye nunca— puede remodelar hasta los hábitos emocionales más profundamente arraigados de nuestra infancia.
Hasta ahora hemos estado hablando de la modificación de las pautas de respuesta emocional aprendidas a lo largo de la vida pero ¿qué ocurre con aquellas otras respuestas que dependen de nuestra dotación genética? ¿Cómo transformar las reacciones habituales de aquellas personas que, pongamos por caso, son sumamente inestables o desesperantemente tímidas? Nos estamos refiriendo, claro está, a aquellos estratos de la emoción que podríamos calificar bajo el epígrafe del temperamento, el trasfondo de sentimientos que configura nuestra predisposición básica, el estado de ánimo que caracteriza nuestra vida emocional.
Hasta cierto punto, cada uno de nosotros posee un temperamento innato, se mueve dentro de un espectro concreto de emociones, una característica que forma parte del bagaje con que nos ha dotado la lotería genética y cuyo peso se hace sentir a lo largo de toda la vida. Todo padre sabe que, desde el momento de su nacimiento, un niño es tranquilo y plácido o, en cambio, irritable y difícil. La pregunta que ahora debemos hacernos es sí la experiencia vital puede llegar a transformar este equipaje emocional determinado biológicamente. ¿El sustrato biológico constituye un determinante irrevocable de nuestro destino emocional o, por el contrario, los niños tímidos pueden terminar convirtiéndose en adultos confiados?
La respuesta más clara a esta cuestión nos la proporciona la investigación llevada a cabo por Jerome Kagan, un eminente psicólogo evolutivo de la Universidad de Harvard. Según Kagan existen al menos cuatro temperamentos básicos —tímido, abierto, optimista y melancólico—, correspondientes a cuatro pautas diferentes de actividad cerebral. De hecho, cada ser humano responde con una prontitud, duración e intensidad emocional distinta, y en este sentido es muy probable que existan innumerables diferencias en la dotación temperamental innata, basadas en diferentes tipos constitucionales de actividad neuronal.
La obra de Kagan centra en una de estas pautas el continuo temperamental que va de la apertura a la timidez. Son varias las madres que, a lo largo de los años, han estado llevando a sus niños al Laboratorio para el Desarrollo Infantil, situado en el cuarto piso del William James Hall, de Harvard, para que tomaran parte en la investigación realizada por Kagan sobre el desarrollo infantil. Ahí fue donde Kagan y sus colaboradores observaron experimentalmente por vez primera los signos de timidez que presentaba un grupo de niños de veintiún meses de edad. En aquella investigación Kagan descubrió que algunos niños eran espontáneos, movedizos y jugaban con los demás sin la menor vacilación, mientras que otros, por el contrario, eran inseguros, retraídos, remoloneaban, se aferraban a las faldas de sus madres y se limitaban a observar en silencio el juego de los demás. Unos cuatro años más tarde, cuando los niños estaban ya en la guardería, el equipo de Kagan repitió la observación y descubrió que, en todo aquel tiempo, ninguno de los niños expansivos se había convertido en tímido, pero que dos tercios de éstos, en cambio, seguían siéndolo.
Kagan descubrió que los niños más sensibles y asustadizos —del 15 al 20% de los que, según sus propias palabras, son «conductualmente inhibidos» innatos— se transformaron en adultos tímidos y temerosos. Estos niños son reacios a todo lo que les resulte poco familiar —tanto probar una nueva comida como aproximarse a animales o lugares desconocidos— y tienden a la autocrítica y al sentimiento de culpa. Son niños que se quedan ansiosamente paralizados en las situaciones sociales (ya sea en la clase, en el patio de recreo, en presencia de personas desconocidas o dondequiera, en suma, que se sientan observados), y, cuando alcanzan la madurez, tienden a permanecer aislados y tienen un miedo enfermizo a dar una charla o a acometer cualquier actividad en la que se sientan expuestos a la mirada ajena.
Tom, uno de los niños que participaron en el estudio de Kagan, constituye un verdadero paradigma del tímido. En cada una de las mediciones que se realizaron a lo largo de la infancia —a los dos, a los cinco y a los siete años de edad—, Tom destacó como uno de los niños más tímidos. En la entrevista que tuvo lugar a los trece años de edad, Tom permanecía tenso y rígido, se mordía los labios, retorcía las manos y se mantenía impasible —sólo llegó a esbozar una sonrisa cuando la entrevista versó sobre su amiguita—, sus respuestas eran lacónicas y sus maneras, sumisas. Según dijo, durante todo aquel tiempo había sido muy tímido y sudaba cada vez que tenía que aproximarse a alguno de sus compañeros. También se había sentido perturbado por multitud de miedos (miedo a que su casa se quemase, miedo a lanzarse a la piscina, miedo a estar solo en la oscuridad, etcétera) y se vio asaltado por muchas pesadillas en las que era atacado por monstruos. Es cierto que en los últimos dos años tenía menos vergüenza que antes, pero todavía sufría alguna ansiedad cuando estaba con otros niños, y sus preocupaciones se centraban ahora en el rendimiento escolar, aunque era uno de los alumnos más aventajados. Tom era hijo de un científico y planeaba estudiar ciencias porque la aparente soledad de su desempeño se ajustaba perfectamente a su predisposición introvertida.
Ralph, por el contrario, era uno de los niños más abiertos y expansivos, del estudio. Era un niño muy locuaz que siempre estaba relajado; a los trece años permanecía cómodamente sentado, sin mostrar el menor signo de nerviosismo y hablaba con el entrevistador en un tono confiado y cordial, como si fuera uno más de sus compañeros (a pesar de que la diferencia de edad entre ellos fuera de unos veinticinco años). Durante la infancia, sólo había sentido dos miedos pasajeros, uno de ellos a los perros (después de que un gran perro saltara sobre él a la edad de tres años) y el otro a volar (cuando, a los siete años de edad, oyó hablar de un accidente de aviación). Sociable y popular, Ralph nunca se había considerado un niño vergonzoso.
Los niños tímidos parecen venir a la vida con un sistema nervioso que les hace sumamente reactivos a las más leves tensiones y, desde el mismo momento del nacimiento, sus corazones laten más rápidamente que los de los demás en respuesta a situaciones extrañas o insólitas. La frecuencia cardíaca de los niños que, a los veintiún meses, se mostraban más reacios a jugar, era más acelerada que la de los demás. Y es precisamente esa ansiedad y esa hiperexcitabilidad lo que parece subyacer a su timidez, puesto que se enfrentan a cualquier persona o situación desconocida como si se tratara de una amenaza potencial. Y tal vez sea también por ello por lo que las mujeres de mediana edad que recuerdan haber sido especialmente vergonzosas en su infancia tienden a vivir con más miedos, preocupaciones y culpabilidad y a padecer más problemas relacionados con el estrés (dolores de cabeza, colón irritable y otros problemas digestivos) que aquéllas otras que durante la infancia eran más abiertas y expresivas:
LA NEUROQUÍMICA DE LA TIMIDEZ
En opinión de Kagan, la diferencia existente entre el cauteloso Tom y el expansivo Ralph se origina en la excitabilidad de un circuito nervioso centrado en la amígdala. Según Kagan, la gente proclive, como Tom, a la timidez, tiene una predisposición neuroquimica innata a la hiperexcitabilidad de ese circuito y éste es el motivo por el cual evitan las situaciones desconocidas, huyen de la incertidumbre y sufren de ansiedad. Por el contrario, quienes, como Ralph, tienen un sistema nervioso calibrado a un umbral superior de activación de la amígdala, son menos temerosos, más expansivos y más dispuestos a explorar lugares desconocidos y conocer a nuevas personas.
Uno de los indicadores más tempranos de este patrón nervioso heredado es lo difícil e irritable que es el niño o lo tenso que se pone cada vez que debe enfrentarse a algo o alguien desconocido. El hecho es que uno de cada cinco niños recién nacidos cae en la categoría de los tímidos y que dos de cada cinco lo hacen en la categoría de los abiertos.
Gran parte de los datos presentados por Kagan proceden de observaciones realizadas con gatos, que son animales extraordinariamente tímidos. Uno de cada siete gatos caseros presenta una pauta de timidez parecida a la de los niños vergonzosos; son gatos que, en lugar de exhibir la legendaria curiosidad felina, huyen de las novedades, son reacios a explorar nuevos territorios y son tan retraídos que sólo atacan a los roedores pequeños (mientras que sus congéneres más animosos no dudan en perseguir a roedores mayores). Las investigaciones realizadas directamente en el cerebro de los gatos tímidos muestran una amígdala más excitable de lo normal, especialmente cuando, por ejemplo, oyen el maullido amenazador de otro gato.
En el caso de los gatos, la timidez aparece alrededor del primer mes de vida, que es el momento en el que la amígdala se encuentra suficientemente madura para asumir el control de los circuitos nerviosos cerebrales encargados de las respuestas de aproximación o huida. Un mes en el cerebro de un gatito es equiparable a ocho meses en el cerebro humano, el periodo en el que, según Kagan, aparece el miedo a lo «desconocido» en los bebés (es precisamente durante este período, si la madre abandona la habitación y deja al niño en presencia de un extraño, el niño rompe a llorar). Tal vez —postula Kagan— los niños tímidos hereden un porcentaje crónicamente elevado de noradrenalina o de algún otro neurotransmisor cerebral que estimule la amígdala y así rebaje el umbral de excitabilidad que facilite la activación de la amígdala.
Uno de los síntomas de esta exacerbación de la sensibilidad es que ante situaciones de estrés (como, por ejemplo, olores desagradables) los chicos y chicas que vivieron una infancia tímida muestran una frecuencia cardíaca mucho más elevada que la de sus compañeros, un síntoma que sugiere que la noradrenalina está activando su amígdala y todo su sistema nervioso simpático. Kagan descubrió que los niños tímidos presentan una reactividad mayor en todas las manifestaciones del sistema nervioso simpático, desde la presión sanguínea hasta la dilatación de las pupilas y los niveles de marcadores de noradrenalina en su orina.
El silencio es también otro termómetro de la timidez. Dondequiera que el equipo de Kagan observara niños tímidos y niños abiertos en un entorno natural —ya fuera en el jardín de infancia, con niños desconocidos o charlando con el entrevistador—, los niños tímidos hablaban menos. Un niño tímido de esta edad no suele responder cuando le hablan, y pasa mucho más tiempo mirando cómo juegan los demás. En opinión de Kagan, el silencio vergonzoso frente a una situación insólita o frente a lo que percibe como una amenaza constituye un signo de la actividad de los circuitos nerviosos que conectan la zona frontal, la amígdala y las estructuras límbicas próximas que controlan la capacidad de vocalizar (los mismos circuitos que nos hacen «colapsamos» en situaciones de estrés).