Según Paul Ekman, esta velocidad, en la que las emociones pueden apoderarse de nosotros antes de que seamos plenamente conscientes de lo que está ocurriendo, cumple con un papel esencialmente adaptativo: movilizarnos a responder ante cuestiones urgentes sin perder el tiempo en ponderar si debemos reaccionar o cómo tenemos que hacerlo. Usando el sistema que ha desarrollado para detectar emociones a través de cambios sutiles en la expresión facial, Ekman puede rastrear microemociones que cruzan el rostro en menos de un segundo. Ekman y sus colaboradores han descubierto que la expresión emocional comienza a poner de manifiesto cambios en la musculatura facial pocos milisegundos después del acontecimiento que desencadenó la reacción, y que los cambios fisiológicos típicos de una determinada emoción —como los cambios en el flujo sanguíneo y el aumento del ritmo cardíaco— comienzan también al cabo de unas pocas fracciones de segundo. Esta rapidez es particularmente cierta en el caso de las emociones intensas como, por ejemplo, el miedo a un ataque súbito.
Según Ekman, técnicamente hablando, el tiempo que dura una emoción intensa es muy breve y cae más dentro del orden de los segundos que de los minutos, los días o las horas. En su opinión, sería inadaptado que una emoción secuestrase al cerebro y al cuerpo por un largo tiempo sin importar las circunstancias cambiantes. Si las emociones provocadas por un determinado acontecimiento siguieran dominándonos después de que la situación hubiera pasado, sin importar lo que estuviera ocurriendo a nuestro alrededor, nuestros sentimientos constituirían una pobre guía para la acción. Para que las emociones perduren, el desencadenante debe ser sostenido, evocando así la emoción continuamente, como ocurre, por ejemplo, cuando la pérdida de un ser querido nos mantiene apesadumbrados. Cuando el sentimiento persiste durante horas, suele hacerlo en forma muda, como estado de ánimo. Los estados de ánimo ponen un determinado tono afectivo pero no conforman tan intensamente nuestra forma de percibir y de actuar como ocurre en el caso de la emoción plena.
Primero los sentimientos, luego los pensamientos
Debido al hecho de que la mente racional invierte algo más de tiempo que la mente emocional en registrar y responder a una determinada situación, el «primer impulso» ante cualquier situación emocional procede del corazón, no de la cabeza. Pero existe también un segundo tipo de reacción emocional, más lenta que la anterior, que se origina en nuestros pensamientos. Esta segunda modalidad de activación de las emociones es más deliberada y solemos ser muy conscientes de los pensamientos que conducen a ella. En este tipo de reacción emocional hay una valoración más amplia y nuestros pensamientos —nuestra cognición— determinan el tipo de emociones que se activarán. Una vez que llevamos a cabo una valoración —«este taxista me está engañando», o «este bebé es adorable»— tiene lugar la respuesta emocional apropiada. Este es el camino que siguen las emociones más complejas, como, por ejemplo, el desconcierto o el miedo ante un examen, un camino más lento que el anterior y que tarda segundos, o incluso minutos, en desarrollarse.
En cambio, en la modalidad de respuesta rápida los sentimientos parecen preceder o ser simultáneos a los pensamientos.
Esta reacción emocional rápida asume el poder en aquellas situaciones urgentes que tienen que ver con la supervivencia porque ésta es precisamente su función, movilizarnos para hacer frente inmediatamente a una urgencia. Nuestros sentimientos más intensos son reacciones involuntarias y nosotros no podemos decidir cuándo tendrán lugar. «El amor —escribió Stendhal— es como una fiebre que viene y se va independientemente de nuestra voluntad.» Este tipo de respuesta, que no sólo tiene que ver con el amor sino también con nuestros enojos y nuestros miedos, no depende de nuestra elección sino que es algo que nos sucede. Es por ese motivo por lo que puede ofrecemos una coartada puesto que, como afirma Ekman. «El hecho de que no podamos elegir las emociones que tenemos» permite que las personas justifiquen sus acciones diciendo que se encontraban a merced de la emoción. Del mismo modo que existen caminos rápidos y lentos a la emoción —uno a través de la percepción inmediata y otro a través de la intermediación del pensamiento reflexivo—, también existen emociones que vienen porque uno las evoca. Un ejemplo de esto lo constituye el sentimiento intencionalmente manipulado, el repertorio del actor, como las lágrimas que llegan cuando deliberadamente evocamos recuerdos tristes. Pero los actores son simplemente más diestros que el resto de nosotros en el uso intencional del segundo camino a la emoción (el sentimiento que procede vía pensamiento). Y. si bien no podemos saber qué emoción concreta activará un determinado pensamiento, sí que podemos —y con frecuencia así lo hacemos— decidir sobre qué pensar. Del mismo modo que una fantasía sexual puede llevamos a sensaciones sexuales, así también los recuerdos felices nos alegran y los melancólicos nos entristecen.
Pero la mente racional no suele decidir qué emociones «debemos» tener, sino que, por el contrario nuestros sentimientos nos asaltan como un fait accompli (Hecho consumado. En francés en el original). Lo único que la mente racional puede controlares el curso que siguen estas reacciones. Con muy pocas excepciones, nosotros no podemos decidir cuándo estar furioso, ni tristes, etcétera.
Una realidad simbólica infantil
La lógica de la mente emocional es asociativa, es decir, que considera a los elementos que simbolizan —o activan el recuerdo— de una determinada realidad como si se tratara de esa misma realidad. Ese es el motivo por el cual los símiles, las metáforas y las imágenes hablan directamente a la mente emocional, como ocurre en el caso de las artes (las novelas, las películas, la poesía, la canción, el teatro, la ópera. etcétera). Los grandes maestros espirituales, como Buda y Jesús, por ejemplo, han movilizado los corazones de sus discípulos hablando en parábolas, fábulas y leyendas: el lenguaje de la emoción. Ciertamente, los símbolos y los rituales religiosos tienen poco sentido desde el punto de vista racional, porque se expresan en el lenguaje del corazón.
El concepto freudiano de «proceso primario» explica muy bien la lógica del corazón —de la mente emocional—, la lógica de la religión, de la poesía, de la psicosis, de los niños, de los sueños y de los mitos (como dijo Joseph Campbell, «los sueños son mitos privados y los mitos son sueños compartidos»). El proceso primario es la clave que nos permite comprender obras como el Ulises de James Joyce, en las que las asociaciones libres determinan el flujo narrativo, un objeto simboliza otro, un sentimiento desplaza a otro y se pone en su lugar y las totalidades se condensan en partes. En ese proceso, el tiempo no existe ni tampoco existe la ley de causa y efecto; de hecho, en el proceso primario el «no» no existe sino que todo es posible. El método psicoanalítico es, en parte, el arte de descifrar y desvelar el significado de estas sustituciones.
Si la mente emocional sigue esta lógica y este tipo de reglas en las que un elemento significa otro, las cosas no están necesariamente definidas por su identidad objetiva, lo que realmente importa es cómo se perciben, las cosas son lo que parecen y lo que algo nos recuerda puede ser mucho más importante que lo que «es». En realidad, en la mente emocional las identidades pueden considerarse como hologramas, en el sentido de que una parte evoca a la totalidad. Como señala Seymour Epstein, mientras que la mente racional establece conexiones lógicas entre causas y efectos, la mente emocional es indiscriminatoria, y relaciona cosas que simplemente comparten rasgos similares. En muchos sentidos, la mente emocional es infantil, y cuanto más infantil, más intensa es la emoción. Un ejemplo de este tipo es el pensamiento categórico, en el que todo es blanco o negro, sin asomo alguno de grises, como ocurre, por ejemplo, en el caso de alguien que haya cometido una equivocación y a continuación piense «yo siempre digo lo que no tengo que decir». Otro signo de esta modalidad infantil es el pensamiento personalizado, que percibe los hechos con un sesgo centrado en uno mismo, como el conductor que, después del accidente, explicaba que «el poste telefónico vino directo hacia mí».
Esta modalidad infantil es autoconfirmante, un tipo de pensamiento que elimina o ignora el recuerdo de hechos que podrían socavar sus creencias y se centra en aquello que las confirma. Las creencias de la mente racional son tentativas y las nuevas evidencias pueden refutar una creencia y reemplazarla por otra nueva porque el razonamiento opera apoyándose en evidencias objetivas. La mente emocional, en cambio, toma a sus creencias por la realidad absoluta y deja de lado toda evidencia en sentido contrarío. Éste es el motivo por el cual resulta tan difícil razonar con alguien que se encuentre conmocionado emocionalmente, porque no importa la contundencia lógica de los argumentos sí no se acomodan a la convicción emocional del momento. Los sentimientos son autojustificantes y se apoyan en un conjunto de percepciones y de «pruebas» válidas exclusivamente para sí.
El pasado se impone sobre el presente
Cuando alguno de los rasgos de un suceso se asemeja a un recuerdo del pasado cargado emocionalmente, la mente emocional responde activando los sentimientos que acompañaron al suceso en cuestión. En tal caso, la mente emocional reacciona al momento presente como si se hallara en el pasado. El problema es que, cuando la valoración es rápida y automática, nosotros no comprendemos que lo que sirvió en algún momento pasado tal vez no sirva ya para el presente. Por ejemplo, alguien a quien las palizas infantiles enseñaron a reaccionar con miedo a un ceño fruncido tenderá, en una u otra medida, a tener esta misma reacción cuando, siendo adulto, los ceños fruncidos ya no supongan ninguna amenaza.
Si el sentimiento es intenso, las reacciones que se desencadenan son evidentes, pero si, por el contrario, el sentimiento es vago o difuso, es muy posible que no nos demos cuenta de la reacción emocional que tiñe sutilmente nuestra respuesta. Así pues, aunque pueda parecer que nuestra reacción se deba exclusivamente a las circunstancias del momento, nuestros pensamientos y nuestras reacciones a este momento teñirán completamente nuestra respuesta. Nuestra mente emocional se sirve de la mente racional para sus propósitos, y así explicamos nuestros sentimientos y nuestras reacciones —nuestras racionalizaciones— justificándolas en términos del momento presente sin comprender la influencia de la memoria emocional. En este sentido, podemos no tener la menor idea de lo que realmente está ocurriendo y, no obstante, tener la convicción de saberlo perfectamente. En estos momentos, la mente emocional ha secuestrado a la mente racional y la ha puesto a su servicio.
Realidad especifica de estado
El funcionamiento de la mente emocional es, en gran medida, específico de estado, es decir, que se halla dictado por el sentimiento concreto prevalente en un determinado momento. La forma en que pensamos y actuamos cuando estamos enamorados es completamente distinta de la forma en que nos comportamos cuando estamos furiosos o abatidos. En la mecánica de la emoción, cada sentimiento tiene su repertorio característico de pensamientos, reacciones e incluso recuerdos, repertorios específicos de estado que sobresalen más en los momentos de intensa emoción.
Un signo de que tal repertorio está activo es la memoria selectiva. Una parte de la respuesta de la mente ante una situación emocional consiste en reorganizar los recuerdos y las alternativas de acción de forma que las más relevantes se hallen en la parte más importante de la jerarquía y, en consecuencia, se actualice más rápidamente. Y, como ya hemos visto, cada emoción principal tiene su rúbrica biológica característica, una pauta de cambios radicales que implican al cuerpo cuando esta emoción llega a ser preponderante y un único conjunto de señales que el cuerpo emite automáticamente cuando se halla bajo su control.
Las amígdalas son estructuras cerebrales estrechamente ligadas al miedo. Cuando una extraña enfermedad destruyó las amígdalas (pero no otras estructuras cerebrales) de una paciente a quien los neurólogos llaman «S.M.», el miedo desapareció de su repertorio mental. A partir de entonces, S.M. se convirtió en una persona incapaz de expresar el miedo y de identificar la mirada de miedo en el rostro de los demás. Como dijo un neurólogo: «si alguien le apuntara a su cabeza con una pistola, S.M. podría saber intelectualmente que tendría miedo, pero lo que no podría es llegar a sentirlo del mismo modo que usted o que yo».
Aunque los neurocientíficos hayan cartografiado detalladamente los circuitos neuronales del miedo, la verdad es que, en el estado actual, la investigación al respecto de cualquiera de las emociones está en sus inicios. En cualquier caso, la especial prominencia del miedo —tal vez la emoción más sobresaliente para la evolución— lo convierte en un ejemplo idóneo para comprender la dinámica neural de la emoción. Obviamente, también es cierto que, en los tiempos modernos, el miedo generalizado se ha convertido en la ruina de la vida cotidiana, arrojándonos al nerviosismo, a la angustia y a una amplia variedad de preocupaciones o-en los casos patológicos— a los ataques de pánico, a las fobias o a los trastornos obsesivo-compulsivos.
Supongamos que una noche está leyendo tranquilamente un libro en su hogar cuando de repente oye un ruido en otra habitación.
Lo que ocurre a partir de ese momento en su cerebro nos permite vislumbrar los circuitos neurales del miedo y el papel que desempeñan las amígdalas como sistema de alarma. El primer circuito cerebral implicado se limita a traducir las ondas físicas de ese sonido al lenguaje del cerebro para ponerle en estado de alerta. Este circuito va desde el oído hasta el tallo encefálico y el tálamo. A partir de ahí se ramifica en dos partes: una de ellas se dirige a las amígdalas y al cercano hipocampo, y la otra, más larga, conduce hasta el córtex auditivo —situado en el lóbulo temporal—, donde se clasifican y comprenden los sonidos.
El hipocampo —una región clave para el almacenaje de la memoria— compara rápidamente este «ruido» con otros sonidos similares que usted pueda haber escuchado, tratando de descubrir si se trata de un sonido familiar (¿es un «ruido» reconocible?).
Mientras tanto, el córtex auditivo está realizando un análisis mas preciso del sonido intentando comprender su origen ¿acaso es el gato?, ¿la ventana sacudida por el viento'?, ¿un ladrón'? Luego, el córtex auditivo propone una hipótesis —tal vez el gato ha tirado la lámpara de la mesita, aunque también pudiera tratarse de un ladrón— y envía este mensaje a las amígdalas y al hipocampo quienes rápidamente lo comparan con recuerdos semejantes—. Si la conclusión es tranquilizadora (no es más que el ruido de la ventana movida por el viento), el estado de alerta general se paraliza. Pero si, por el contrario, la conclusión es dudosa, se pone en marcha otro bucle resonante entre las amígdalas, el hipocampo y los lóbulos prefrontales, elevando más la incertidumbre y fijando su atención para tratar de identificar la fuente del ruido. Y en el caso de que este análisis más preciso tampoco llegue a proporcionarle ninguna respuesta satisfactoria, las amígdalas lanzan una señal de alarma que activa el hipocampo, el tallo cerebral y el sistema nervioso autónomo.