La invención de Hugo Cabret (18 page)

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Authors: Brian Selznick

Tags: #Infantil y Juvenil

BOOK: La invención de Hugo Cabret
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A
LA MAÑANA SIGUIENTE
, Hugo abrió la juguetería y dispuso los juguetes exactamente como hacía el viejo juguetero todas las mañanas. Aunque los dedos le dolían mucho, hizo un esfuerzo por sonreír a los clientes que iban llegando a intervalos irregulares y fue guardando todo el dinero que le daban. Aun así, pasaban largos ratos sin que llegara ningún comprador.

A Hugo le ponía nervioso no poder dibujar o jugar con alguna pieza mecánica. Intentó escribir con la mano izquierda, pero al cabo de un rato lo dejó por imposible. Luego estuvo un rato observando los juguetes de cuerda. Intentó imaginar en qué pensaría el viejo juguetero mientras los construía. Seguro que también a él le ponía nervioso estar allí encerrado todo el día. Tal vez solo estuviera verdaderamente contento mientras fabricaba juguetes nuevos; quizás el hacerlo le recordara a la época en la que había construido el autómata.

Cuando Isabelle salió del colegio, fue a la juguetería y se sentó junto a Hugo en un taburete.

Al cabo de un rato, cuando dejaron de llegar clientes y los niños se quedaron sin nada más que decir, Isabelle arregló el vendaje de Hugo, sacó uno de sus libros de la cartera y se puso a leer.

Hugo reconoció el libro: era el volumen de mitos griegos que Isabelle había cogido prestado de la librería el primer día que Hugo fue allí.

—Estás tardando mucho en acabar ese libro —dijo.

—Es que lo estoy releyendo; debo de haberlo leído unas veinte veces. Se lo devuelvo al señor Labisse, cojo otros libros y luego lo retomo. Me gusta mucho.

—¿Por qué no me lees un poco en alto?

Hugo escuchó atentamente los mitos que le leía su amiga. Algunos le resultaban conocidos de sus tiempos de colegial. Isabelle leyó historias de seres fantásticos como la Quimera o el Fénix, y luego le contó la historia de Prometeo. A Hugo le intrigó mucho aquel personaje. Prometeo había creado a los seres humanos con un montón de barro, y luego había robado fuego a los dioses y se lo había regalado a sus criaturas para que pudieran sobrevivir.

De modo que Prometeo era un ladrón.

De pronto, Hugo creyó ver el cuadro que había en la biblioteca de la Academia. La figura central extendía un brazo hacia arriba para agarrar una bola de llamas; era como si quisiera robar el fuego de los cielos. De la otra mano le salía un chorro de luz, como si estuviera proyectando una película. Hugo pensó que tal vez aquel cuadro fuera una recreación del mito de Prometeo, solo que, en la pintura, Prometeo robaba el fuego a los dioses para crear las películas.

Isabelle siguió leyendo y Hugo descubrió que, para castigar la osadía de Prometeo, los dioses lo habían encadenado a una roca para toda la eternidad. Un águila iba todos los días a la roca para comerse el hígado de Prometeo, pero la viscera volvía a crecerle cada noche. Prometeo solo había robado para ayudar a las personas a las que había creado, y sin embargo los dioses lo castigaban por ello. Hugo había robado para sobrevivir y para ayudar al autómata. Se preguntó cuál sería su castigo. ¿Tendría que pasarse el resto de su vida tras aquel mostrador, como el viejo juguetero? ¿No podría aspirar a nada más? Intentó desterrar aquella idea de su mente: la vida tenía que consistir en algo más que aquello.

Dirigió inconscientemente la mirada hacia el reloj que había al otro lado del vestíbulo. Las grandes agujas de bronce avanzaban por la esfera, tan lentas como el sol en su recorrido por el cielo. Se preguntó cuándo dejaría de funcionar aquel reloj.

Hugo observó el vendaje que protegía sus dedos lastimados y deseó con todas sus fuerzas que se curaran pronto. Luego abrió el cajón, sacó el paquetito que contenía el ratón azul y deshizo con cuidado el envoltorio.

—¿Qué es eso? —preguntó Isabelle.

—Es el juguete que quería robar cuando me pilló tu padrino. Lo rompí sin querer, y él me obligó a repararlo. No sé por qué lo habrá guardado.

—Supongo que le caes bien. En casa hay un cajón en el que guarda todos los dibujos que le hice cuando era pequeña.

Hugo sonrió. Isabelle agarró el ratón, le dio cuerda y lo dejó en el mostrador. Los dos niños observaron cómo correteaba.

—¿Te has dado cuenta de que todas las máquinas tienen su razón de ser? —le dijo Hugo a Isabelle, recordando lo que había dicho su padre la primera vez que le había hablado del autómata—. Sus creadores las construyen para que la gente se ría, como este ratoncillo; para saber qué hora es, como los relojes; para que todo el mundo se asombre viéndolas, como el autómata… Tal vez sea esa la razón de que las máquinas rotas resulten tan tristes: ya no pueden cumplir con el propósito para el que fueron creadas.

Isabelle cogió el ratón, volvió a darle cuerda y lo dejó de nuevo en el mostrador.

—Puede que ocurra lo mismo con la gente —prosiguió Hugo—. Si dejas de tener un propósito en la vida es como… como si te rompieras.

—¿Crees que a papá Georges le pasa algo así?

—Sí. Pero tal vez podamos… arreglarlo.

—¿Cómo?

—No lo sé aún, pero quizás René Tabard pueda ayudarnos cuando vaya a tu casa la semana que viene. Seguro que él sabrá qué hacer…

Los dos niños se quedaron callados unos momentos.

—¿Y cuál es tu propósito en la vida? —preguntó Isabelle de pronto—. ¿Arreglar cosas?

Hugo reflexionó.

—No lo sé —respondió al fin—. Sí, tal vez.

—Y el mío, ¿cuál será?

—Ni idea, Isabelle.

En aquel momento, los dos miraron el reloj y vieron lo tarde que era. Recogieron todos los juguetes, incluido el ratoncillo azul, y cerraron la tienda. Luego, Hugo le dio a Isabelle el dinero que había recaudado a lo largo del día y la niña se lo guardó en el bolsillo.

—Ven conmigo un momento antes de marcharte a casa —dijo Hugo.

Los dos se colaron por el respiradero más cercano y recorrieron los pasadizos ocultos. La mano lastimada de Hugo y el pie roto de Isabelle hacían muy difícil subir la escalera de caracol y la escalerilla que conducía a los relojes de cristal; sin embargo, ayudándose el uno al otro, lograron encaramarse hasta lo más alto de la estación. Los relojes hubieran debido estar iluminados desde dentro, pero hacía tiempo que la instalación eléctrica se había estropeado y nadie se había preocupado de arreglarla.

—Es precioso —murmuró Isabelle—. Parece como si la ciudad entera estuviera hecha de estrellas.

—A veces vengo aquí de noche aunque no tenga que revisar los relojes, solo para mirar la ciudad. Me gusta imaginar que el mundo es un enorme mecanismo. A las máquinas nunca les sobra nada, ¿sabes? Siempre tienen las piezas justas para funcionar. Y entonces pienso que, si el mundo es un gran mecanismo, tiene que haber alguna razón para que yo esté en él. Y otra para que estés tú, claro.

Los dos niños contemplaron las estrellas y la luna, que brillaba suspendida en lo alto. La ciudad titilaba allá abajo, y el único sonido que se oía era el pulso rítmico de la maquinaria de los relojes. Hugo recordó una película que había visto con su padre algunos años atrás. Ocurría en París: una noche, el tiempo se detenía y todo el mundo se quedaba petrificado. Por alguna misteriosa razón, solo el vigilante nocturno de la torre Eiffel y los pasajeros de un avión que aterrizaba en la ciudad podían moverse y recorrer las silenciosas calles. Hugo pensó que le gustaría experimentar aquella sensación. Sin embargo, sabía que el tiempo seguiría su curso aunque se rompieran todos los relojes de la estación, por muchas ganas que tuviera de detenerlo.

Y, en aquel momento, tenía verdaderamente muchas ganas.

7

La visita

L
OS DOS NIÑOS TARDARON POCO
en reunir el dinero que costaba la medicina del viejo juguetero, e Isabelle la compró en una farmacia cercana. Pero había sido una semana difícil. En sus paseos por la estación, Hugo había ido viendo cómo los relojes se paraban uno tras otro. Ahora, cada uno mostraba una hora inmutable y diferente a la de los demás. Y lo peor de todo era que, junto al cheque mensual de su tío, Hugo había encontrado una nota del inspector en la que le pedía al tío Claude que fuera a verlo a su despacho. Hugo no sabía qué hacer. Lo único que se le ocurría era rezar para que el inspector no lo pillara antes de que hubiera podido encontrar la respuesta a todas las dudas que tenía aún sobre el hombre mecánico.

Al fin llegó la víspera del día en que Etienne y el señor Tabard irían a visitar al viejo juguetero. Hugo tardó mucho en conciliar el sueño, y cuando lo consiguió, soñó con un terrible accidente que había ocurrido treinta y seis años atrás en la estación y del que la gente aún hablaba. Hugo llevaba muchos años oyendo historias sobre aquel suceso, causado por un tren que había entrado en la estación a demasiada velocidad. Los frenos le fallaron y la locomotora embistió el guardarraíl. El tren descarriló, salió despedido por el gran vestíbulo de la estación, traspasó dos paredes y acabó saliendo por una ventana envuelto en una nube de esquirlas de cristal.

En su sueño, Hugo iba caminando solo junto a la fachada de la estación cuando oía un gran estruendo que lo hacía mirar hacia arriba. Entonces veía un tren que caía del cielo, justo encima de él.

En aquel momento se despertó bañado en sudor.

Tenía hambre y le daba miedo quedarse dormido de nuevo, así que salió de la cama y se vistió. Luego salió a la estación, fue hasta la cantina y robó una de las botellas que acababa de dejar allí el lechero. Algo más allá, junto a la puerta trasera, vio una bandeja de cruasanes frescos que nadie vigilaba. Feliz ante la perspectiva de comer algo, Hugo cogió un par y volvió a su habitación lo más rápido que pudo para desayunar y hacer tiempo hasta que llegara la hora de la visita.

Estaba lloviendo, y Hugo llegó justo cuando aparecían Etienne y el señor Tabard cobijados bajo sendos paraguas negros. El señor Tabard llevaba un gran paquete envuelto en papel bajo el brazo. Isabelle los saludó desde la ventana y luego bajó al portal para recibirlos, aunque seguía caminando con muletas. Los dos visitantes cerraron sus paraguas y los sacudieron en la calle antes de traspasar el umbral. Etienne le dio un abrazo a Isabelle, y ella le pidió que se quitara los zapatos.

—Papá Georges odia que la gente vaya calzada en casa —dijo.

—Por favor, Isabelle, dime de nuevo cómo se llama tu padrino… —intervino el señor Tabard.

—Georges Méliès —respondió Isabelle.

—De modo que es cierto —repuso el profesor, observando a Isabelle por un instante con expresión de incredulidad—. Le agradezco… le agradezco mucho que nos reciba en su casa, señorita. Espero que hayamos llegado en buen momento.

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