La isla de las tormentas

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Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

BOOK: La isla de las tormentas
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Operación Fortaleza era una operación de contraespionaje llevada a cabo por los aliados en la Segunda Guerra Mundial. El objetivo de la operación era desviar a las tropas alemanas de Normandía. Si el Alto Mando Alemán se convencía de que la invasión tendría lugar en Calais, los recursos utilizados en defender ese punto no podrían alcanzar el punto de batalla.

Para ello, los aliados crearon un ejército ficticio posicionado al sureste del Reino Unido. Desde el aire parecía un ejército real, pero desde tierra era un fiasco. En esta novela, Follet explora la posibilidad de que un espía alemán lograra fotografías desde tierra de este ejército irreal. Si esas fotos llegasen a poder de Hitler, el rumbo de la Guerra podría cambiar.

También desarrolla la novela varias relaciones y explora parajes inhóspitos en los que vive una británica, Lucy, con su marido impedido y su hijo. A esa tierra llega el espía alemán tras intentar sin éxito embarcar en un submarino.

Henry, el espía alemán mata al marido de Lucy y se esfuerza contra ella en preservar su secreto. Al final es ella la que acaba con él tras haber vivido una relación de amor-odio…

Ken Follett

La isla de las tormentas

ePUB v1.0

NitoStrad
08.02.12

Título original: Storm Island

Título: La isla de las tormentas

Autor: Ken Follett

Traducción: Mirta Arlt

Deseo agradecer a Malcolm Hulke su inapreciable ayuda,
aportada de manera generosa.

PREFACIO

A principios de 1944 el Servicio de Inteligencia alemán estaba acumulando pruebas sobre la existencia de un ingente ejército en el sudeste de Inglaterra. Las tácticas de reconocimiento aportaban fotografías de trincheras, campos de aterrizaje y cuadrillas de aviones en el Wash. Se veía al general George S. Patton con su inconfundible jodhpurs rojo caminando al lado de su bulldog blanco. De pronto se producía un frenético intercambio de cables que iban y venían con órdenes y señales entre los regimientos de la zona. Algunos datos habían sido confirmados por espías alemanes en Inglaterra.

Naturalmente no había tal ejército. Los barcos eran de goma y madera, las trincheras no más reales que las de un estudio de filmación. Patton no tenía ni un solo hombre bajo sus órdenes. Los cables intercambiados no llevaban mensaje alguno y los espías alemanes trabajaban para Inglaterra.

El objeto era engañar al enemigo para que se preparara a se invadido en el Paso de Calais, de modo que el ataque a Normandía tuviera el día D la ventaja de la sorpresa.

Era un enorme, casi imposible engaño. Literalmente miles de personas estaban implicadas en la perpetración del episodio. Habría sido un milagro que alguno de los espías de Hitler se enterara jamás.

¿Había espías en realidad? Por aquel entonces se pensaba que los llamados quintacolumnistas se encontraban por todas partes. Después de la guerra se difundió el mito de que los MI5 los había capturado a todos en la navidad de 1939. En realidad, parece que había pocos y que los MI5 los apresaron casi a todos.

Pero es suficiente que haya uno…

Se sabe que los alemanes vieron las señales que debían ver en East Anglia. También se sabe que sospechaban la existencia de una trampa, y en consecuencia se esforzaban por descubrir la verdad.

Hasta aquí los hechos verídicos. Lo demás es ficción.

Pese a todo, sospechamos que debió suceder algo parecido.

Camberley, Surrey

Junio de 1977

Los alemanes habían sido casi completamente engañados.
Sólo Hitler intuía la verdad y no se decidía a darle crédito…

A. J. P. Taylor

Historia inglesa 1914–1945

PRIMERA PARTE
1

Era el invierno más crudo en cuarenta y cinco años. Las poblaciones de la campiña inglesa estaban aisladas por la nieve y el Támesis se había congelado. Un día de enero, el tren que va de Glasgow a Londres llegó a Euston con veinticuatro horas de retraso. La nieve y los apagones se combinaban para que resultase peligroso conducir por las carreteras; se multiplicaban los accidentes y eran comunes los comentarios jocosos sobre que era más arriesgado circular con un «Austin siete» por Piccadilly durante la noche que atravesar la «Línea Sigfrido» con un tanque.

Después, cuando llegó la primavera, todo se volvió glorioso. La barrera de globos flotaba majestuosamente en el cielo luminoso, y los soldados con permiso flirteaban en las calles de Londres con muchachas ataviadas con vestidos sin mangas.

La ciudad no tenía demasiado aspecto de ser la capital de una nación en guerra. Había, por cierto, algunos signos, y Henry Faber, que iba en su bicicleta desde Waterloo Station hacia Highgate, los advirtió: bolsas de arena apiladas en las aceras de los edificios públicos importantes; refugios en los parques de las afueras; carteles publicitarios sobre evacuación y medidas de seguridad durante las incursiones aéreas. Faber observó esos detalles. En realidad, era más observador que la mayoría de los empleados de ferrocarril. Vio multitud de niños en los parques, y concluyó que la evacuación había sido un fracaso. Le llamó la atención la cantidad de automóviles que circulaban pese al racionamiento de gasolina, y leyó los anuncios de los últimos modelos promocionados por los fabricantes de automóviles. Entendió el significado del trabajo nocturno de grandes cantidades de obreros en lugares donde pocos meses antes escasamente había trabajo para el turno de día. Sobre todo, advirtió el movimiento de tropas en torno a las líneas ferroviarias; todo lo que fueran expedientes pasaba por su oficina, y a partir de lo que éstos contenían se podía averiguar mucho. Hoy, por ejemplo, había sellado un montón de formularios que le llevaron a la conclusión de que se estaba reuniendo una nueva fuerza expedicionaria, y de que esa fuerza recibiría un refuerzo de unos cien mil hombres cuyo destino era Finlandia.

Había síntomas, era verdad; pero también se mezclaban con un poco de diversión. La Radio satirizaba a la burocracia del tiempo de guerra y sus disposiciones, en los refugios antiaéreos se cantaban canciones a coro, y las mujeres elegantes llevaban sus máscaras antigás en bolsos pequeños y coquetos. Se hablaba del «tedio de la guerra», la cual, según se decía, era eterna y trivial como una película muda. Todas las alarmas de ataque aéreo habían sido falsas.

Faber tenía una opinión distinta, pero Faber era una persona distinta.

Condujo su bicicleta hasta Archway Road y se inclinó un poco hacia delante para enfilar la cuesta arriba; sus largas piernas pedaleaban tan incansablemente como los pistones de una máquina de ferrocarril. Se conservaba muy bien para su edad, treinta y nueve, aunque se quitaba años porque mentía sobre casi todas las cosas simplemente como medida de precaución.

Comenzó a sudar a medida que ascendía en dirección de Highgate. El edificio donde vivía era uno de los más altos de Londres, y ésa era precisamente la razón que le había empujado a elegir ese lugar. Era una casa victoriana de ladrillo, situada en el extremo de una hilera de seis edificios. Las casas eran altas, estrechas y oscuras, como las mentes de aquellos para quienes habían sido edificadas. Cada una tenía tres pisos, más un sótano con entrada para servicio. La clase media inglesa del siglo xix insistía en que se debía tener entrada de servicio, a pesar de que nadie tuviera servicio doméstico. Faber tenía una opinión muy cínica respecto a los ingleses.

La número seis había pertenecido al señor Harold Garden, de la «Garden's Tea and Coffee», una pequeña compañía que quebró durante los años de la Depresión. Habiendo vivido conforme a la norma de que la insolvencia es un pecado mortal, el señor Garden no tuvo más alternativa que morirse ante la quiebra. La casa fue toda la herencia que le dejó a su viuda, que se vio obligada a aceptar huéspedes. Le gustaba ser la dueña, aunque la etiqueta de su círculo social exigiera que debía mostrarse un tanto avergonzada por ello. Faber tenía una habitación en el último piso con una ventana en forma de tragaluz oblicuo. Permanecía allí de lunes a viernes, y le había dicho a la señora Garden que iba a pasar los fines de semana con su madre en Erith. En realidad disponía en Blackheath de otra dueña de pensión que le llamaba señor Barker, creía que era viajante de una papelera y que se pasaba la semana de lugar en lugar distribuyendo la mercadería.

Pedaleó por el sendero del jardín bajo el ceño adusto y reprobador de las altas ventanas de las habitaciones de delante. Dejó la bicicleta en el cobertizo y la aseguró con el candado junto a la cortadora de césped. Estaba prohibido dejar vehículos sin seguro. Las patatas que habían sembrado en cajones alrededor del cobertizo ya estaban brotando. La señora Garden había remplazado las flores por verduras como contribución a la economía de guerra.

Faber entró en la casa, colgó el sombrero en el perchero del recibidor, se lavó las manos y se dirigió a tomar el té.

Tres de los otros huéspedes estaban ya tomándolo: un muchacho granujiento procedente de Yorkshire que estaba tratando de entrar en el Ejército, un vendedor con una calvicie incipiente rodeada de pelo color arena, y un oficial de Marina retirado a quien Faber consideraba un degenerado. Saludó con una inclinación de cabeza y se sentó.

En ese momento el vendedor contaba un chiste: «Entonces el capitán le dice: "¡Volvió temprano!", y el piloto se da vuelta y le contesta: "Sí, he tirado los panfletos en paquetes. ¿No está bien?" "¡Santo Dios, pudo haber herido a alguien!"»

El oficial de Marina contribuyó con una corta risa, Faber sonrió. La señora Garden entraba en ese momento con la tetera.

—Buenas tardes, señor Faber. Hemos empezado sin usted…, espero que no se ofenda.

Faber esparció margarina sobre una rodaja de pan integral mientras pensaba que su máxima ambición era comerse una buena salchicha, pero dijo:

—Sus patatas ya están listas para la siembra.

Se apresuró a terminar su té. Los demás discutían sobre si Chamberlain debería ser destituido y remplazado por Churchill. La señora Garden intervenía sin parar con sus opiniones y luego miraba a Faber en busca de una reacción. Era una mujer jovial, ligeramente rolliza. Pese a tener la edad de Faber, vestía como una mujer de treinta, y él se daba cuenta de que intentaba conseguir otro marido. Se mantuvo ajeno al intercambio de opiniones.

La señora Garden puso en funcionamiento la radio, que durante un momento emitió un zumbido; luego el locutor anunció: «Ésta es la "BBC" en su emisión para el hogar. ¡Con ustedes, Una Vez Más Ese Hombre!»

Faber había escuchado el programa. Casi siempre se refería a un espía alemán llamado Funf. Se despidió y subió a su cuarto.

Una vez finalizada la audición de Una Vez Más Ese Hombre, la señora Garden volvió a quedarse sola; el oficial de Marina se fue al pub con el vendedor, y el muchacho procedente de Yorkshire, que era religioso practicante, había asistido a una reunión de la iglesia. Se quedó sentada en la sala con un pequeño vaso de ginebra, mirando a las cortinas de camuflaje de guerra y pensando en el señor Faber. Habría deseado que no pasara tanto tiempo encerrado en su habitación. Ella necesitaba compañía, y él era el tipo de compañía que ella necesitaba.

Esta clase de pensamientos la hacían sentir culpable, y para paliar la culpa se puso a pensar en el señor Garden. Sus recuerdos eran familiares, pero entrecortados como una película vieja con trozos de celuloide borrados y banda sonora defectuosa; por tanto, aunque recordaba la presencia de él y su compañía allí mismo, en la habitación, le resultaba difícil reproducir su rostro o las ropas que estaría usando, o los comentarios que provocarían en él las noticias diarias. Era un hombre menudo, activo, con éxito en los negocios cuando la suerte le acompañaba y con fracasos cuando no era así; poco demostrativo en público e insaciablemente afectuoso en la cama. Le había amado mucho. Si aquella guerra seguía su curso, pronto habría en el país muchas mujeres en la misma situación que ella. Se sirvió otra copa de ginebra.

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