La isla de los perros (49 page)

Read La isla de los perros Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La isla de los perros
13.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

Esperaba una respuesta de sus compañeros de celda. Finalmente, el reverendo cayó en la cuenta.

—Quién es? —preguntó.

—¡Cállate! —soltó Trader con disgusto.

—Quién es, cállate? —insistió el reverendo, aliviado de que se presentara alguna distracción.

—¡Metamos al jodido pirata en el retrete y tiremos de la cadena! ¡Así callará!

—¡Sí! ¿Cómo sé que no fuiste tú el que atropelló a mi cachorro? —preguntó Slim Jim en tono acusador, vuelto hacia la cama de Trader.

—¿Cómo? Pues, para empezar porque es muy improbable que yo aparezca nunca por tu asqueroso barrio. Seguro que vives en un bloque de viviendas sociales y te pasas el tiempo en la calle comiendo queso gratis y calzado con unas zapatillas robadas.

—¡Vuelve a decirme algo así y te abro la cabeza antes de metértela en el meadero y tirar de la cadena para que tus sesos desaparezcan por la cloaca!

—¡Por favor! —protestó el reverendo—. ¡Es hora de pedir perdón en nuestras oraciones y de buscar la paz y de amar a tu semejante como a ti mismo!

—¡Yo nunca me he amado a mí mismo! —reconoció Snitch, cada vez de peor humor.

—Yo tampoco —añadió Slim Jim, apenado—. Cuando mi cachorro murió aplastado en la carretera ante mis propios ojos, dejé de amarme. Decidí no volver a amar nada nunca más, porque cuando quieres algo mirad lo que pasa.

—Ni que lo digas —asintió Stick.

Capítulo 28

Possum estaba solo en el remolque porque Smoke y los demás habían salido de ronda. Había dado como excusa que debía añadir unos toques finales a la bandera, para no acompañarlos y quedarse con Popeye.

De repente el ordenador le anunció que tenía un correo electrónico y a Possum se le disparó la adrenalina. La mayor parte de los mensajes electrónicos que le llegaban procedían de otros piratas, y éstos a aquellas horas por lo general estaban bebidos, drogados y lejos de sus ordenadores. Possum se incorporó hasta quedar sentado en su jergón de madera y empleó el ratón para ver qué había en el buzón. Excitado y nervioso, vio que el remitente era el Agente Verdad:

Querido Anónimo:

A juzgar por la importante información que me ha enviado, debe de ser usted una buena persona. He estado esperando más noticias de usted y, al no recibirlas, he tomado la iniciativa de establecer contacto. Le complacerá saber que el Capitán Bonny (alias Major Trader) ha sido detenido y se encuentra actualmente en el calabozo. Me he ocupado de ello en persona y ahora debo pedirle que mantenga su parte del trato.

Cuál es esa gran trama que implica a Popeye? ¿Y cómo sé que me está diciendo la verdad? Me gustaría creer eso que dice de que no quiere que nadie más sufra daño. .Cómo podríamos encontrarnos para resolver eso? ¿Y cómo podríamos rescatar a Popeye?

AGENTE VERDAD.

Possum permaneció sentado un momento, excitado pero temeroso por su vida. Si delataba a Smoke y a los perros de la carretera y el asunto salía mal, tanto él como la perrita podían darse por muertos.

Possum acarició al animal, que había saltado a su regazo y parecía leer también el correo electrónico del Agente Verdad. Possum sabía que eso era imposible; ningún perro sabía leer. Y la mayoría de los conocidos de Possum, incluidos los demás miembros de la banda, tampoco sabían. Incluso Smoke y su novia, aquella chica chiflada y desagradable, leían con dificultad y solían obtener la información que buscaban del propio Possum o en los noticiarios de televisión.

—¿Qué hago, Popeye? —cuchicheó a la perrita.

La perrita agarró el lápiz con los dientes y pulsó el teclado. Possum observó con incredulidad cómo aparecían en la pantalla tres palabras en negrita: «HAZLO Y BASTA»

—¿Por qué no me dijiste que sabías leer y escribir? susurró a la perrita mientras la abrazaba.

¿Popeye le lamió el cuello. «Oh, por favor, sálvame», le rogó a Possum en silencio.

—¿Qué quieres que haga? —repitió Possum mientras las tres palabras parecían destellar en la pantalla como luces de emergencia que acudieran al rescate a toda prisa.

Popeye saltó de su regazo a la cama y empezó a tironear de la bandera pirata con las patas.

—¿Tu crees que dará resultado, en serio? —le preguntó Possum—. Quiero decir, eso ha sido idea mía, ¿no? ¿Cómo sabes, pues, que he hecho la bandera para eso? Pero ¿y si no sale bien, Popeye? ¿Y si Smoke acaba por matarnos a tiros a los dos?

Popeye se enroscó sobre la bandera y se durmió, como si quisiera dar a entender que eso no le preocupaba en absoluto. La perrita sabía algo que Possum ignoraba. El Agente Verdad era, en realidad, Andy Brazil, y éste era un hombre intrépido que siempre prevalecería sobre el mal. Igual que su dueña. De lo que no estaba muy segura la perrita era de la suerte que correría Possum. No quería que lo encerraran o que lo castigaran de ninguna manera. Popeye se despertó, saltó de la cama y golpeó la puerta de la habitación con las patas para indicarle a Possum que la abriera, cosa que él hizo.

La perrita se dirigió al salón y buscó entre una baraja de naipes arrugados hasta que encontró el as de espadas; lo cogió con los dientes y se lo llevó a Possum, que seguía sentado en su litera frente al ordenador.

—No estoy seguro de entenderte —le susurró el pirata—. ¡Oh, espera un momento! ¿Acaso estás diciéndome que debo guardar una carta en la manga?

Popeye lo miró con una expresión que sugería que Possum casi había dado en el clavo, pero que no se trataba de aquello exactamente.

—¿O quieres decir que tengo que jugar la partida? Popeye no reaccionó.

—¿Que debo probar un farol?

Popeye se impacientó. ¿Por qué a los humanos les costaba tanto entender a los animales, cuando éstos eran tan explícitos? No mentían y ni siquiera disimulaban la verdad. Salvo que estuvieran enfermos o que hubieran sido maltratados, los animales no tenían más objetivo que sobrevivir y ser respetados y queridos. Popeye arrancó el naipe de los dedos de Possum y lo arrojó repetidas veces al teclado, como si estuviera repartiendo cartas.

—¿Una partida? —Possum se rascó la cabeza y Popeye se lamió la pata entre gañidos de confirmación—. ¿Quieres que me la juegue con el Agente Verdad?

Popeye volvió a encaramarse de un salto al regazo de Possum y le lamió la cara con entusiasmo. Possum emitió un bufido tenso y sonoro y se puso a escribir en el momento más oportuno, porque Andy estaba a punto de abandonar la esperanza de obtener respuesta.

Querido Agente Verdad:

Le juro que puede confiar en mí, pero me preocupa el que me vaya a meter en problemas si le ayudo. Verá, yo estoy atrapado, digamos, por Smoke y los perros de la carretera, y tengo miedo de que si los delato, incluso si todo sale bien, yo también termine en la cárcel.

Verá, fui yo quien le pegó un tiro en el pie a Moses Custer y lo dejó sin bota. Lo hice porque no tuve más remedio; de lo contrario, Smoke me habría dado una buena paliza o quizá me habría pegado un tiro a mí. Y Smoke siempre anda diciendo que le hará daño a Popeye si no hago lo que dice.

No sé qué hacer.

Andy leyó el mensaje y se enteró por primera vez de que Smoke, el muy hijo de puta, estaba detrás del secuestro de Popeye. Comprendió que no debía tomarse a la ligera al pirata. También se dio cuenta, con alivio, de que estaba en una posición perfecta para hacer un trato con aquel anónimo pirata de autopista, quien quiera que fuese. De modo que envió de inmediato su respuesta.

Querido Anónimo:

La bala que dice que le disparó a Moses no dio en el blanco. Lo llevaron al hospital porque los asaltantes lo apuñalaron y lo molieron a palos. ¿También intervino usted en la paliza? ¿Lo apuñaló?

AGENTE VERDAD.

Querido Agente Verdad:

¡No! Lo único que hice después de intentar pegarle ese tiro fue ayudar a echar las calabazas al río. Lo de las puñaladas fue cosa de Unique. ¡No sabe cuánto me alegro de que la bala fallara! Tal vez ahora podré perdonarme y Hoss no volverá a ponerse furioso conmigo.

Andy no entendió la referencia a Hoss, y era la primera vez que oía hablar de un tal Unique. Pero decidió arriesgarse.

Querido Anónimo:

Estoy seguro de que ya sabrá que Hoss querría ver presos a los perros de la carretera para que nadie más, incluida Popeye, sufra daños. Dudo mucho de que Hoss esté furioso con usted, porque él ya debe de saber que la bala no le dio a Moses. Hoss lo sabe todo. Quizás esté disgustado con usted por no haber entregado todavía a Smoke v sus otros perros de la carretera. Ha llegado el momento de rectificar, y un buen punto de partida sería decirme dónde puedo encontrar a Smoke y los suyos sin que ellos lo sepan. Si me ayuda, se le concederá inmunidad a cambio de su colaboración con la policía. Y supongo que a estas alturas usted ya sabe que yo siempre digo la verdad.

AGENTE VERDAD.

La respuesta Llegó al buzón electrónico momentos después.

Querido Agente Verdad:

Vaya a la carrera y busque un equipo de asistencia con una bandera pirata. Somos nosotros. Yo tendré a Popeye y haré lo posible para no entrometerme, pero debería saber que Cat ha tomado lecciones de pilotaje de helicópteros con la policía del Estado y que proyecta llevarnos a todos por aire a la isla Tangier después de que Smoke se cargue a un montón de gente.

—¡Dios santo! —murmuró Andy al leer el mensaje. Sólo se le ocurría un miembro de la Policía Estatal capaz de impartir lecciones de vuelo en aquel momento, dada la crítica escasez de pilotos que sufría la institución—. ¡Macovich! ¡Estúpido cabrón! ¿Qué demonios estás haciendo? —exclamó en voz alta.

Macovich no era un santo, pero tampoco tenía muchas luces. Andy intentó imaginar la motivación de Macovich. Rebuscó en el maletín y sacó los papeles del caso del hombre de la bolsa en el que había trabajado el año anterior. Marcó el número de teléfono de la casa de Hooter Shook.

Tras un concierto de ruidos, crujidos y voces de «¡ya va!», Hooter respondió, soñolienta:

—¿Diga?

La mujer creía que su interlocutor era Macovich, que la había estado llamando con frecuencia y se había presentado en la cabina de peaje aunque no tenía necesidad de hacerlo. Aquel hombre, pensó Hooter con irritación, era un adicto al sexo. Jamás había visto nada igual. La mayoría de los hombres con los que tenía una primera cita le con-cedían al menos un par de horas antes de plantearse si tenía el más remoto interés en cogerse de las manos de nadie o en meter sus respectivas lenguas hasta el fondo de la garganta del otro, pero Macovich no había parado de sobarla por debajo de la mesa cuando estuvieron tomando copas en el reservado de Freckles. A Hooter le había caído muy bien cuando charlaban junto a los conos de tráfico.

—¡Te dije que dejaras de llamarme! —soltó Hooter por el teléfono antes de que Andy tuviera tiempo de decir una palabra.

—Yo no la he llamado recientemente —replicó Andy—. Déjeme adivinar… Usted cree que está hablando con el agente Macovich.

—Pues… la voz no me suena, es cierto —respondió Hooter y se tranquilizó.

—Soy el Agente Verdad —se atrevió a revelar Andy.

—¡Vamos! Usted se burla de mí —replicó Hooter, suspicaz. No había reconocido la voz de Andy porque para ella casi todos los blancos tenían la misma voz—. ¿Cómo me iba a llamar ese Agente Verdad?

—Pues soy yo —insistió Andy con confianza—. Y la he llamado porque necesito su ayuda. Ha llegado a mi conocimiento que la otra noche estuvo en Freckles con Macovich.

—Sí. Y fue una velada infernal, se lo aseguro.

—¿El pagó la cuenta?

—No vi ninguna cuenta —respondió Hooter—. Salí un momento al callejón a respirar un poco y entonces ese chalado se puso a pegarse tiros en la entrepierna, o por lo menos a intentarlo…

—Sí, todo eso ya lo sé —la interrumpió Andy con buenos modales—, pero le pregunto si vio a Macovich tirar de cartera.

—Pues sí. Pagó todas las rondas, porque era el único afroamericano del local y supongo que los blancos no confían en nosotros para abrirnos una cuenta.

—Dudo mucho de que ése fuera el caso —la tranquilizó Andy—. La gente del Freckles no es así y es fácil pensar lo peor cuando uno ha sido tratado de forma injusta. Quizá Macovich no tiene cuenta allí porque le gusta lucir su dinero, sobre todo si quiere impresionar a alguien.

Se produjo una pausa en la comunicación mientras Hooter sopesaba lo que acababa de oír.

—Bien —concedió al fin—, supongo que tiene usted razón. Desde luego, exhibía su dinero, lo cual no me gusta nada porque el dinero está lleno de gérmenes; él sabía que me disgustaba y no dejaba de tocarme las piernas mientras bebíamos en el reservado. Pero, ahora que lo pienso, no recuerdo que pidiera que se lo apuntaran en la cuenta, de modo que quizá tenga usted razón y yo he sacado conclusiones precipitadas. ¿Sabe?, hay gente que llega al peaje y es incapaz de decir «buenos días» o «gracias», aunque yo se lo haya dicho primero. Y siempre he pensado que se debe a mi condición de no blanca.

—Mucha gente se porta de forma grosera y ofensiva, es cierto —asintió Andy.

—Sí, eso es —dijo Hooter, que se había relajado bastante y ya parecía estar muy despierta—. Pero es cierto que tenía dinero y que lo exhibía, —añadió, volviendo a Macovich—. Tiene usted que entender que allí dentro había mucho humo, pero lo enseñaba abiertamente y vi un puñado de billetes de veinte; incluso juraría que llevaba alguno de cien, un billete que no veo nunca en el carril de cambio exacto del peaje y que yo no he tenido en mis manos jamás en la vida.

Así pues, Macovich estaba dando lecciones de pilotaje de helicóptero a Cat, y probablemente éste se las pagaban a cien dólares cada una. Macovich debía de hacerlo de noche o en horas libres, cuando sabía que no habría nadie más en el hangar de la Policía Estatal. Andy entró en la cocina a mirar la hora. Pasaba un poco de la una de la madrugada. Se vistió de paisano, cogió el arma y la radio portátil y subió al coche.

Cuando llegó al aeropuerto todo estaba como él sospechaba. El Bell 430 no se encontraba en el hangar y el suelo de asfalto se hallaba cubierto de lo que a Andy le parecieron colillas recientes de cigarrillos Salem Light, incluso cerca de los depósitos de combustible. Andy sintonizó su radio en la frecuencia de la aviación de la Policía Estatal.

—430 Sierra-Papa —dijo Andy por el micrófono.

Macovich se sobresaltó y se puso tenso cuando le llegó la voz de Andy por los auriculares mientras Cat, vestido con los colores de la NASCAR, intentaba guiar el helicóptero con suavidad y firmeza en una trayectoria alrededor del cercano aeropuerto de Chesterfield.

Other books

The Bone Hunters by Robert J. Mrazek
Secret Mercy by Rebecca Lyndon
No Escape by Gagnon, Michelle
El tercer hombre by Graham Greene
Final Hour (Novella) by Dean Koontz
CUTTING ROOM -THE- by HOFFMAN JILLIANE