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Authors: Julio Verne

La isla misteriosa (46 page)

BOOK: La isla misteriosa
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La playa era fácil de seguir y sólo en algunos sitios estaba cortada por gruesas rocas, a las cuales se podía dar la vuelta fácilmente. Los exploradores descendieron hacia el sur haciendo huir numerosas bandadas de aves acuáticas y grupos de focas que se arrojaban al mar al verlos de lejos.

—Estos animales —observó el corresponsal— no es la primera vez que ven hombres. Los temen, luego los conocen.

Una hora después de su partida los tres habían llegado a la punta sur del islote, terminada por un cabo agudo, y subían hacia el norte siguiendo la costa occidental, igualmente formada de arena y rocas, con espesos bosques en segundo término.

En ninguna parte había señal de habitación, ni huella de pies humanos en toda aquella parte del islote, que al cabo de cuatro horas de marcha quedó enteramente recorrida.

Era muy extraño lo que sucedía, y debía creerse que la isla Tabor no estaba o no había estado nunca habitada. Quizá el documento tenía muchos meses o acaso muchos años de fecha; era posible que el náufrago hubiera sido salvado o que hubiera muerto.

Pencroff, Gedeón Spilett y Harbert, formando hipótesis más o menos plausibles, comieron rápidamente a bordo del
Buenaventura
para poder continuar su excursión hasta la noche.

En efecto, a las cinco de la tarde penetraron en el bosque.

Muchos animales escaparon al verlos, y principalmente, casi podía decirse únicamente, cabras y cerdos, que, según se veía, pertenecían a las especies europeas. Sin duda algunos balleneros los habían desembarcado en la isla, donde se habían multiplicado rápidamente.

Harbert prometió apoderarse de una o dos parejas vivas para llevarlas a la isla Lincoln. No dudaba que en una época habían llegado hombres a visitar aquel islote. Esto pareció más evidente todavía cuando a través del bosque vieron algunos senderos trazados, troncos de árboles cortados por el hacha, y en todas partes señal de trabajo humano; pero aquellos árboles estaban podridos y habían sido derribados muchos años antes; los cortes hechos por el hacha estaban cubiertos de musgo, y las hierbas crecían altas y espesas en los senderos, que era difícil reconocer.

—Pero —observó Gedeón Spilett— esto prueba no sólo que han desembarcado en este islote, sino que le han habitado durante cierto tiempo. Ahora bien, ¿quiénes eran esos hombres?, ¿cuántos? y ¿cuántos quedan?

—El documento —dijo Harbert— no habla más que de un solo náufrago.

—Pues bien, si está todavía en la isla —añadió Pencroff—, es indispensable que lo encontremos.

Continuó la exploración. El marino y sus compañeros siguieron el camino que cortaba en línea diagonal el islote y llegaron a costear el arroyo que se dirigía hasta el mar.

Si los animales de origen europeo y si algunos trabajos debidos a la mano del hombre demostraban incontestablemente que había estado algún tiempo habitada la isla, no lo probaban menos algunas muestras del reino vegetal. En ciertos sitios, en los claros del bosque, era visible que se había plantado la tierra con legumbres en una época probablemente bastante remota.

Fue grande la alegría de Harbert al reconocer varias plantas de patatas, de achicorias, de acederas, de zanahorias, de coles y nabos, plantas de las cuales bastaba recoger la simiente para enriquecer el suelo de la isla Lincoln.

—Bueno, bueno —dijo Pencroff—. Esto vendrá perfectamente a Nab y también a nosotros. Si no encontramos al náufrago, al menos nuestro viaje no habrá sido inútil y Dios nos habrá recompensado.

—Sin duda —repuso Gedeón Spilett—, pero, a juzgar por el estado en que se encuentran estas plantaciones, parece que hace mucho tiempo que estuvo habitado este islote.

—En efecto —repuso Harbert—. Un habitante no habría descuidado tan importante cultivo.

—Sí —dijo Pencroff—, ese náufrago marchó de aquí... Es de suponer...

—¿Habrá que admitir que el documento es antiguo? —Evidentemente.

—¿Y que aquella botella llegó a la isla Lincoln después de haber flotado durante algún tiempo en el mar?

—¿Por qué no? —dijo Pencroff—. La noche se nos echa encima —añadió— y creo que debemos suspender nuestras pesquisas.

—Volvamos a bordo y mañana comenzaremos de nuevo —dijo el corresponsal.

Era lo más prudente, y el consejo iba a ser seguido, cuando Harbert, mostrando a sus compañeros una casa escondida entre los árboles, exclamó:

—¡Una vivienda!

Inmediatamente los tres se dirigieron a la vivienda indicada y a la luz del crepúsculo pudieron ver que estaba construida de tablas cubiertas con una espesa tela embreada.

Pencroff empujó la puerta, que estaba medio abierta, y entró con paso rápido...

La vivienda estaba vacía.

14. Exploran Tabor y encuentran "un hombre salvaje"

Pencroff, Harbert y Gedeón Spilett se quedaron silenciosos en aquella oscuridad.

Pencroff echó yescas y encendió un montón de hojas secas. Aquella claridad alumbró durante un instante una pequeña vivienda, que parecía absolutamente abandonada. En el fondo había una chimenea tosca con cenizas frías y un brazado de leña seca. Pencroff arrojó en ella las hierbas inflamadas, la leña ardió y se produjo un vivo resplandor.

El marino y sus dos compañeros vieron entonces una cama en desorden, cuyas ropas húmedas y amarillentas probaban que no servían hacía largo tiempo; en un rincón de la chimenea había dos calderos cubiertos de orín, y una marmita boca abajo. Junto a la puerta había un armario con algunos vestidos de marino, deteriorados por la humedad; en una mesa, un cubierto de estaño y una Biblia, también enmohecida, y en un rincón algunos instrumentos: una pala, un azadón, un pico, dos escopetas de caza, una rota; en una tabla, formando estante, un barril de pólvora intacto, otro de plomo y varias cajas de pistones; todo cubierto de una espesa capa de polvo, que quizá se había acumulado durante largos años.

—¡No hay nadie! —dijo el corresponsal.

—¡Nadie! —exclamó Pencroff.

—Hace tiempo que esta casa no está habitada —observó Harbert.

—Sí, mucho tiempo —añadió el periodista.

—Señor Spilett —dijo Pencroff—, en vez de volver a bordo, creo que será mejor pasar la noche en esta habitación.

—Tiene razón, Pencroff —dijo Gedeón Spilett—; y si vuelve su propietario, no creo que pueda quejarse de que le hayamos ocupado el sitio.

—No volverá —dijo el marino volviendo la cabeza.

—¿Cree usted que ha abandonado la isla? —preguntó el periodista.

—Si hubiera abandonado la isla, se habría llevado las armas y los instrumentos. Sabe la estimación de estos objetos, que son los últimos restos del naufragio. No, no —repitió el marino con acento de convicción—, no ha dejado la isla. Si se hubiera salvado en una canoa hecha por él, todavía con menos razón podía haber abandonado estos objetos de primera necesidad. No, sostengo que está en la isla.

—¿Vivo? —preguntó Harbert.

—Vivo o muerto; pero, si está muerto, supongo que no se habrá enterrado a sí mismo —dijo Pencroff—, y encontraremos al menos sus restos.

Se acordó pasar la noche en la vivienda abandonada, la cual podría caldearse suficientemente por medio de la provisión de leña que se hallaba en un rincón. Cerrada la puerta, Pencroff, Harbert y Gedeón Spilett, sentados en un banco, hablaban poco, pero pensaban mucho.

Hallábanse en esa disposición de espíritu en que hay motivo para suponerlo todo, como para esperarlo todo, y escuchaban todos los rumores que podían llegar del exterior. Si la puerta se hubiese abierto de repente y se hubiera presentado un hombre a su vista, no les habría sorprendido el espectáculo a pesar de los indicios de abandono que veían en la vivienda, y estaban preparados para estrechar las manos de aquel hombre, las de aquel náufrago, las de aquel amigo desconocido a quien esperaban.

Pero no se oyó ningún ruido, la puerta no se abrió y así transcurrieron las horas.

¡Qué larga pareció la noche al marino y a sus dos compañeros! Sólo Harbert había dormido dos horas, porque a su edad el sueño es una necesidad. Los tres estaban impacientes por continuar su exploración de la víspera y registrar el islote hasta en sus rincones más secretos. Las consecuencias deducidas por Pencroff eran absolutamente justas y, puesto que la casa estaba abandonada y los útiles y las armas y municiones se encontraban en ella todavía, era casi cierto que su huésped había sucumbido. Convenía buscar sus restos y darles sepultura cristiana.

Amaneció. Pencroff y sus dos compañeros procedieron inmediatamente al examen de la vivienda.

Estaba edificada en una posición escogida con mucho acierto, a espaldas de una pequeña colina, abrigada por cinco o seis magníficos árboles; el hacha de los constructores había arreglado una ancha glorieta, que permitía a las miradas extenderse hasta el mar. Un pequeño prado rodeado de una empalizada medio arruinada conducía a la playa, a la izquierda de la cual se hallaba la desembocadura del arroyo.

La construcción era de tablas y podía verse fácilmente que procedían del casco o del puente de un buque. Era probable que hubiera sido arrojado a la costa un buque desamparado, y que por lo menos un hombre de la tripulación se había salvado, construyéndose aquella morada con los restos del buque y con los útiles que había tenido a su disposición.

Se vio más evidente todavía cuando Gedeón Spilett, después de haber dado vuelta a toda la habitación, notó en una tabla, probablemente una de las que formaban el piso del buque náufrago, estas letras medio borradas:

BR...TAN...A

—¡Britannia!
—exclamó Pencroff, que acudió a la voz del corresponsal—. Es un nombre común a muchos buques y no podría decir si éste era inglés o norteamericano.

—Poco importa, Pencroff.

—Poco importa —añadió el marino—, y el que ha sobrevivido a la tripulación, si vive todavía, será salvado por nosotros cualquiera que sea el país a que pertenezca. Pero antes de continuar nuestra exploración volvamos al
Buenaventura.

Se había apoderado de Pencroff cierta inquietud respecto de su embarcación. ¡Si el islote estuviera habitado y algún habitante se hubiera apoderado de ella! Pero después se encogió de hombros comprendiendo que era una suposición inverosímil. De todos modos, no desagradaba al marino almorzar a bordo. El camino, trazado ya, no era largo, apenas una milla. Se pusieron en marcha, registrando con la mirada los bosques y las espesuras, a través de los cuales veían centenares de cabras y cerdos.

Veinte minutos después de haber salido de la casa, Pencroff y sus compañeros volvían a ver la costa oriental de la isla y el
Buenaventura,
cuya ancla mordía profundamente la arena.

Pencroff no pudo contener un suspiro de satisfacción. Al fin y al cabo aquel buque era su hijo, y los padres tienen derecho a inquietarse con frecuencia más de lo justo. Subieron a bordo y almorzaron de forma que no tuvieran necesidad de comer hasta bien tarde; y, terminado el almuerzo, continuaron la expedición suspendida con cuidado minucioso.

Era probable que el único habitante del islote hubiese sucumbido.

Pencroff y sus compañeros buscaban más bien un muerto que un vivo, pero sus investigaciones fueron vanas. Durante la mitad del día registraron inútilmente los bosques que cubrían el islote. Había que suponer que, si el náufrago había muerto, no quedaba ningún vestigio de su cadáver y que, sin duda, alguna fiera había devorado hasta el último hueso.

—Mañana, al amanecer, nos haremos a la vela —dijo Pencroff a sus dos compañeros, que hacia las dos de la tarde se habían tendido a la sombra de un grupo de pinos para descansar unos instantes.

—Creo —añadió Harbert— que sin ningún escrúpulo podemos llevarnos los utensilios que han pertenecido al náufrago.

—Yo también lo creo —dijo Gedeón Spilett—, y esas armas y utensilios completarán el material del Palacio de granito. Si no me engaño, la reserva de pólvora y de plomo es importante.

—Sí —repuso Pencroff—, pero no nos olvidemos de cazar dos parejas de esos cerdos, que no hay en la isla Lincoln.

—Ni tampoco debemos olvidar una colección de simientes —añadió Harbert—, que nos darán todas las legumbres del antiguo y nuevo continente.

—Entonces —dijo el periodista—, quizá sería conveniente que permaneciésemos un día más en la isla Tabor para recoger todo lo que pudiera sernos útil.

—No, señor Spilett —dijo Pencroff—; me atrevo a suplicar a usted que marchemos mañana mismo, al romper el alba. El viento me parece que muestra tendencia a saltar al oeste, y así, después de haber tenido buen viento para venir, lo tendremos también para regresar.

—Pues no perdamos tiempo —dijo Harbert, levantándose.

—No perdamos tiempo —repitió Pencroff—. Tú, Harbert, recogerás las simientes, que conoces mejor que nosotros, mientras el señor Spilett y yo cazaremos los cerdos, a pesar de no estar aquí
Top.
Espero que lograremos capturar alguno.

Harbert salió por el sendero que debía conducirle hacia la parte cultivada del islote, mientras el marino y el corresponsal entraban directamente en el bosque.

Vieron huir delante de ellos muchos ejemplares de la raza porcina, animales singularmente ágiles, que parecían dispuestos a no dejarse cazar; sin embargo, después de media hora de persecución, los cazadores habían logrado apoderarse de una pareja, que se habían metido en un matorral espeso, cuando a pocos centenares de pasos hacia el norte resonaron gritos mezclados de horribles rugidos, que nada tenían de humanos. Pencroff y Gedeón Spilett se levantaron y los cerdos aprovecharon aquel movimiento para huir, cuando ya el marino preparaba las cuerdas para atarlos.

—¡Es la voz de Harbert! —dijo el periodista.

—¡Corramos! —exclamó Pencroff.

Inmediatamente el marino y Gedeón Spilett corrieron con toda la celeridad que les permitían sus piernas hacia el sitio de donde salían los gritos.

Hicieron bien en apresurarse, porque al volver el recodo del sendero, cerca de un claro, vieron al joven derribado por un ser salvaje, sin duda un gigantesco mono, que trataba sin duda de jugarle una pasada.

Arrojarse sobre el monstruo, tirarlo al suelo, arrancar a Harbert de sus manos y mantener derribada en el suelo la fiera, fue asunto de un instante para Pencroff y Gedeon Spilett. El marino tenía una fuerza hercúlea, el periodista era también muy robusto, y a pesar de la resistencia del monstruo quedó atado de manera que le fue imposible hacer ningún movimiento.

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