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Authors: Julio Verne

La isla misteriosa (80 page)

BOOK: La isla misteriosa
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Por esta vez el agua debía ser vencida por el fuego. Sin embargo, fue una fortuna para los colonos que la expansión lávica se hubiera dirigido hacia el lago Grant, porque tenían algunos días de respiro. La meseta de la Gran Vista, el Palacio de granito y el arsenal se habían preservado al menos por algún tiempo. Ahora bien, estos pocos días había que emplearlos en forrar y calafatear el buque con cuidado. Después se le botaría al mar y los colonos se refugiarían en él, sin perjuicio de ponerle el aparejo, cuando estuviera en su elemento.

Con el temor de la explosión que amenazaba a la isla no había seguridad ninguna para los que permaneciesen en tierra. El retiro del Palacio de granito, tan inexpugnable hasta entonces, podía ser destruido de un momento a otro.

Durante los seis días que siguieron, del 25 al 30 de enero, trabajaron en el buque haciendo la tarea que hubieran podido hacer veinte hombres. Apenas tomaban un momento de reposo; el fulgor de las llamas que brotaban del cráter les permitía continuar su trabajo de día y de noche. La erupción volcánica continuaba, pero quizá con menos abundancia, circunstancia feliz, porque el lago Grant estaba ya casi completamente lleno y, si las nuevas corrientes de lava hubiesen aumentado el caudal de las antiguas, se habrían esparcido inevitablemente por la meseta de la Gran Vista y de allí por la playa.

Pero si por este lado la isla estaba protegida en parte, no sucedía lo mismo por el lado occidental. La segunda corriente de lava, que había seguido el valle del río de la Cascada, valle ancho cuyos terrenos se deprimían de cada lado del arroyo, no debía encontrar ningún obstáculo.

El líquido incandescente se había derramado por la selva del Far-West.

En aquella época del año, en que las especies estaban desecadas por un calor tórrido, el bosque se incendió inmediatamente propagándose el incendio a la vez por la base de los troncos y por las altas ranas, cuyo enlace favorecía los progresos de la conflagración. Parecía también que la corriente de llancas se desencadenaba con más celeridad en la cima de los árboles, que la corriente de lava en la base.

Sucedió que los animales, locos de terror, feroces o mansos, jaguares, cabiayes, kaulos, jabalíes, caza de pelo y de pluma se refugiaron hacia la parte del río de la Merced, en el pantano de los Tadornes y al otro lado del camino del puerto del Globo. Pero los colonos estaban demasiado ocupados en su tarea para prestar atención ni a los más temibles de aquellos animales. Por otra parte, habían abandonado el Palacio de granito y no habían querido buscar refugio ni siquiera en las Chimeneas, acampando bajo una tienda, cerca de la desembocadura del río de la Merced.

Cada día Ciro Smith y Gedeón Spilett subían a la meseta de la Gran Vista. Algunas veces Harbert los acompañaba, pero nunca Pencroff, que no quería ver bajo su nuevo aspecto la isla profundamente devastada.

Era un espectáculo desolador. Toda la parte frondosa de la isla estaba desnuda: un solo grupo de árboles verdes se levantaba al extremo de la península Serpentina. Acá y allá se veían algunos troncos ennegrecidos y sin ramas, y el sitio de los bosques destruidos era más árido que el pantano de los Tadornes. La invasión de las lavas había sido completa; donde se desarrollaba en otro tiempo aquel admirable verdor, el suelo no era más que una aglomeración confusa de tobas volcánicas.

Los valles del río de la Cascada y de la Merced no enviaban una sola gota de agua al mar, y los colonos no hubieran tenido medio ninguno de apagar su sed, si el lago Grant hubiera quedado enteramente desecado.

Afortunadamente la punta sur no había sido invadida y formaba una especie de estanque, que contenía todo lo que quedaba de agua potable en la isla.

Hacia el noroeste se dibujaban en ásperas aristas los contrafuertes del volcán, que tenían la figura de una garra gigantesca pegada al suelo.

¡Qué espectáculo tan triste, qué aspecto tan horrible y qué sentimiento para aquellos colonos que de un dominio fértil, cubierto de bosques, regado de ríos y arroyos, enriquecido de cosechas, se hallaban en un instante trasladados a una roca árida, sobre la cual, sin los depósitos y las reservas que tenían, no hubieran hallado ni siquiera con qué vivir!

—¡Esto parte el corazón! —dijo un día el periodista.

—Sí, Spilett —contestó el ingeniero—. ¡Ojalá el cielo nos dé tiempo para acabar nuestro barco, que es nuestro último refugio!

—¿No le parece, señor Ciro, que el volcán parece calmarse? Todavía vomita lavas, pero en menos abundancia, si no me engaño.

—Poco importa —repuso Ciro Smith—. El fuego continúa ardiendo en las entrañas del monte y el arar puede precipitarse en ellas de un momento a otro. Nos hallamos en la situación de unos pasajeros, cuyo buque se encuentra devorado por un incendio que no pueden apagar y saben que pronto o tarde llegará a la santabárbara. Venga, Spilett, venga y no perdamos tiempo.

Durante ocho días más, es decir, hasta el 7 de febrero, las lavas continuaron derramándose del volcán, pero la erupción se mantuvo en los límites indicados. Ciro Smith temía, sobre todo, que las materias líquidas vinieran a extenderse sobre la playa, en cuyo caso el taller de construcción quedaría destruido. Entretanto sintieron en la isla vibraciones que alarmaron a los colonos en alto grado. Era el 20 de febrero. Se necesitaba un mes para poner al buque en estado de hacerse a la mar.

¿Resistiría la isla hasta entonces? La intención de Pencroff y de Ciro Smith era botar el buque al agua tan pronto como su casco estuviera en estado de sostenerse. El puente, el alcázar de proa, el arreglo interior y el aparejo se harían después; lo importante era que los colonos tuvieran un refugio asegurado fuera de la isla. Quizá convendría también conducir el buque al puerto del Globo, es decir, lo más lejos posible del centro eruptivo, porque en la desembocadura del río de la Merced, entre el islote y la muralla de granito, corría peligro de ser aplastado en caso de dislocación. Todos los esfuerzos de los trabajadores tendían a terminar el casco.

Así llegaron hasta el 3 de marzo y pudieron contar con que la operación de botarlo al agua podría hacerse dentro de diez días. Volvió la esperanza al corazón de los colonos, que tanto habían sufrido durante aquel cuarto año de su residencia en la isla Lincoln. Pencroff pareció salir un poco de la sombría taciturnidad en que lo habían sumergido la ruina y devastación de su propiedad. No pensaba más que en aquel buque, en el que se concentraban todas sus esperanzas.

—Lo acabaremos —decía al ingeniero—, lo acabaremos, señor Ciro, y ya es hora, porque la estación avanza y pronto estaremos en pleno equinoccio. Pues bien, si es preciso, haremos escala en la isla Tabor después de la isla Lincoln. ¡Qué desgracia! ¿Quién habría creído ver semejante cosa?

—Apresurémonos —respondía invariablemente el ingeniero.

Y todos trabajaban sin perder un instante.

—Mi amo —preguntó Nab pocos días después—, si el capitán Nemo estuviera vivo, ¿cree que habría sucedido todo esto?

—Sí, Nab —repuso Ciro Smith.

—Pues bien, yo no lo creo —murmuró Pencroff al oído de Nab.

—Ni yo —contestó Nab seriamente.

Durante la primera semana de marzo el monte Franklin volvió a presentarse amenazador. Millares de hilos de cristal formados de las lavas fluidas cayeron como una lluvia sobre el suelo. El cráter se llenó de nuevo de lava, que se derramó por todas las pendientes del volcán. El torrente corrió por la superficie de las tobas endurecidas y terminó de destruir los pocos esqueletos de árboles que habían resistido a la primera erupción. La corriente, siguiendo esta vez la orilla sudoeste del lago Grant, se dirigió más allá del arroyo Glicerina e invadió la meseta de la Gran Vista. Este último golpe, dado a la obra de los colonos, fue terrible.

Del molino, de los edificios, del corral no quedó nada. Las aves, asustadas, desaparecían en todas direcciones.
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y
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daban señales de terror y su instinto les advertía que estaba próxima la catástrofe. Gran número de animales de la isla habían perecido en la erupción y los que habían sobrevivido no encontraron más refugio que el pantano de los Tadornes, salvo alguno que fue hallado en la meseta de la Gran Vista.

Pero este último asilo les fue cerrado al fin, y el río de lava, rebasando la cresta de la muralla granítica, comenzó a precipitar sobre la playa sus cataratas de fuego. El sublime horror de este espectáculo es superior a toda descripción. Durante la noche parecía que un Niágara de líquido metal se precipitaba sobre la playa con sus vapores incandescentes arriba y sus mares hirvientes abajo.

Los colonos estaban reducidos a su último atrincheramiento y, aunque las costuras superiores del buque no estaban todavía calafateadas, resolvieron botarlo al agua.

Pencroff y Ayrton procedieron a los preparativos de la operación, que debía verificarse al día siguiente, 9 de marzo, por la mañana. Pero durante la noche del 8 al 9 una enorme columna de vapores, escapándose del cráter, subió en medio de detonaciones espantosas a más de tres mil pies de altura. La pared de la caverna de Dakkar había cedido, sin duda, bajo la presión de los gases, y el mar, precipitándose por la chimenea central en el abismo que vomitaba llamas, se vaporizó repentinamente. Pero el cráter no pudo dar salida suficiente a aquellos vapores y una explosión, que se habría oído a cien millas de distancia, conmovió las capas del aire. Trozos de montaña cayeron en el Pacífico y en pocos minutos el océano cubría el sitio donde había estado la isla Lincoln.

20. Una roca en el Pacífico y una isla en tierra firme

Una roca aislada de treinta pies de longitud por quince de anchura, que apenas sobresalía diez pies sobre las aguas, era el único punto sólido que no habían invadido las olas del Pacífico.

Aquello era lo que quedaba del Palacio de granito. La muralla había sido dislocada y algunas de las rocas del salón se habían amontonado hasta formar aquel punto culminante.

En derredor todo había desaparecido en el abismo: el cono inferior del monte Franklin, rasgado por la explosión, las mandíbulas lávicas del golfo del Tiburón, la meseta de la Gran Vista, el islote de la Seguridad, los granitos del puerto del Globo, los basaltos de la cripta de Dakkar, la larga península Serpentina, tan lejana, sin embargo, del centro de la erupción. De la isla Lincoln no se veía más que aquella estrecha roca, que servía entonces de refugio a los seis colonos y a su perro
Top.

También los animales habían perecido en la catástrofe, las aves, lo mismo que los demás representantes de la fauna de la isla, todos ahogados o sepultados por las rocas, y el mismo
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había encontrado la muerte en alguna hendidura del suelo.

Si Ciro Smith, Gedeón Spilett, Harbert, Pencroff, Nab y Ayrton habían sobrevivido, fue porque, reunidos bajo la tienda, habían sido precipitados al mar en el momento en que los restos de la isla llovían por todas partes. Cuando volvieron a la superficie, tuvieron a medio cable de distancia aquella aglomeración de rocas, hacia la cual nadaron y donde pudieron refugiarse. Sobre aquella roca desnuda vivían hacía nueve días.

Algunas provisiones retiradas antes de la catástrofe del almacén del Palacio de granito y un poco de agua dulce que la lluvia había depositado en el hueco de una roca, era todo lo que aquellos desgraciados poseían.

Su última esperanza, el buque, había sido deshecho. No tenían medio ninguno de dejar aquel arrecife, ni fuego, ni con qué hacerlo. ¡Estaban destinados a perecer!

Aquel día, 18 de marzo, les quedaban conservas para dos días, aunque no habían consumido más que lo estrictamente necesario. Toda su ciencia, su inteligencia era impotente en aquella situación: estaban únicamente en manos de Dios.

Ciro Smith estaba tranquilo; Gedeón Spilett, más nervioso, y Pencroff, presa de una sorda cólera, iban y venían sobre aquella roca. Harbert no se separaba del ingeniero y le miraba como para pedirle un socorro que Ciro Smith no podía dar. Nab y Ayrton estaban resignados con su suerte.

—¡Desdicha, desdicha! —repetía con frecuencia Pencroff—. ¡Si tuviéramos, aunque no fuera más que una cáscara de nuez para ir a la isla Tabor! ¡Pero nada, nada!

—El capitán Nemo ha hecho bien en morirse —dijo una vez Nab.

Durante los cinco días que siguieron Ciro Smith y sus infelices compañeros vivieron con la mayor parsimonia, comiendo lo preciso para no morir de hambre. Su debilidad era extrema y Spilett y Harbert empezaron a dar alguna señal de delirio.

En esta situación ¿podían conservar una sombra de esperanza? No. ¿Cuál era la única probabilidad de salvación que les quedaba? ¿Que pasara un buque a la vista del arrecife? Sabían muy bien, por experiencia, que aquella parte del Pacífico nunca era visitada por los buques. ¿Podían contar con que, por una coincidencia verdaderamente providencial, viniera el yate en aquellos días a buscar a Ayrton a la isla Tabor? Era imposible. Por otra parte, aun admitiendo que viniera, como los colonos no habían podido enviar a la isla una noticia que indicase el cambio ocurrido en la situación de Ayrton, el comandante del yate, después de haber registrado la isla sin resultado, se haría de nuevo a la mar y pasaría a latitudes más bajas.

No, no podían conservar ninguna esperanza de salvación, y una horrible muerte, la muerte de hambre y sed, les esperaba en aquella roda. Estaban tendidos sobre ella, casi inanimados, no tenían conciencia de lo que pasaba en torno suyo. Sólo Ayrton, por un supremo esfuerzo, levantaba todavía la cabeza y dirigía miradas de desesperación a aquella mar desierta...

En la mañana del 24 de marzo, Ayrton extendió los brazos hacia un punto del espacio, se incorporó, se puso de rodillas, después en pie, y pareció que hacía una señal con la mano... ¡Un buque estaba a la vista de la isla!... Aquel buque no navegaba a la ventura: el arrecife era para él un punto de mira hacia el cual se dirigía en línea recta forzando su máquina, y los desgraciados colonos le habrían visto muchas horas antes si hubiesen tenido fuerzas para observar el horizonte.

Una palabra de Ayrton bastó para enterarles de todo.

—¡El
Duncan
! —murmuró.

—¡El
Duncan
! —murmuró Ayrton y cayó de nuevo.

—¡El
Duncan
! —repitió Ciro Smith.

Y levantando los brazos al cielo, exclamó:

—¡Ah, Dios todopoderoso, tú has querido que nos salvásemos!

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