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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (16 page)

BOOK: La ladrona de libros
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—Bueno, ¿ya te han dejado entrar? —Hans hijo retomó la conversación donde la habían dejado en Navidad.

—¿Dónde?

—¿Dónde va a ser? En el partido.

—No, creo que se han olvidado de mí.

—Ya, ¿y lo has vuelto a intentar? No puedes quedarte ahí sentado esperando que el nuevo mundo se adapte a ti, eres tú el que tiene que adaptarse… A pesar de los errores pasados.

Hans lo miró.

—¿Errores? He cometido muchos errores en mi vida, pero no militar en el Partido Nazi no es uno de ellos. Todavía tienen mi solicitud, ya lo sabes, pero no he tenido tiempo de ir a preguntar. Sólo…

En ese momento se produjo un gran escalofrío.

Entró grácilmente por la ventana, con la corriente de aire. Tal vez fuera la brisa del Tercer Reich que soplaba con fuerzas renovadas, o quizá volvía a ser el aliento de Europa. En cualquier caso se interpuso entre ellos cuando sus ojos metálicos entrechocaron como latas en la cocina.

—Este país nunca te ha importado —aseguró Hans hijo—. Al menos, no lo suficiente.

Los ojos de Hans empezaron a secarse, pero Hans hijo no se detuvo, y se volvió hacia la niña en busca de algo con qué justificar sus palabras. Con sus tres libros de pie sobre la mesa, como si estuvieran conversando, Liesel recitaba las palabras en silencio mientras leía.

—¿Qué basura lee esta niña? Debería estar leyendo
Mein Kampf
.

Liesel lo miró.

—No te preocupes, Liesel —la tranquilizó su padre—, sigue leyendo. No sabe lo que dice.

Sin embargo, Hans hijo no había terminado.

—O estás con el Führer o estás contra él —insistió, acercándose—, y ya veo que estás contra él. Siempre has estado en su contra —Liesel miró a Hans hijo a la cara, obsesionada con la finura de sus labios y la línea irregular de sus dientes inferiores—. Es muy triste que un hombre sea capaz de mantenerse al margen y quedarse de brazos cruzados mientras toda una nación limpia la porquería y florece.

Trudy y Rosa estaban sentadas en silencio, tensas, igual que Liesel. Olía a sopa de guisantes, a quemado y a confrontación.

Todos esperaban las siguientes palabras.

Las pronunció el hijo. Sólo fueron tres.

—Eres un cobarde —se las arrojó a la cara y acto seguido abandonó la cocina y la casa.

Haciendo oídos sordos a la futilidad, Hans se acercó a la puerta.

—¿Cobarde? —gritó—. ¡¿Yo soy el cobarde?!

A continuación, alcanzó la cancela y echó a correr, suplicante, detrás de él. Rosa se acercó a la ventana, apartó la bandera de un manotazo y la abrió. Trudy, Liesel y ella se apiñaron para poder ver cómo un padre daba alcance a su hijo, lo sujetaba y le imploraba que se detuviera. No podían oír lo que decían, pero el brusco movimiento de hombros con que Hans hijo se desembarazó de la mano de su padre fue elocuente. La imagen de Hans contemplando a su hijo mientras se alejaba les llegó como un grito desde la calle.

—¡Hansi! —gritó Rosa al fin. Tanto Trudy como Liesel dieron un respingo—. ¡Vuelve!

El chico se había ido.

Sí, el chico se había ido, y ojalá pudiera decirte que todo le fue bien al joven Hans Hubermann, pero no fue así.

Después de dejar atrás Himmelstrasse en nombre del Führer, se precipitaría hacia otra historia cuyos pasos desgraciadamente lo conducirían hasta Rusia.

A Stalingrado.

ALGUNOS DATOS SOBRE

STALINGRADO

1. En 1942 y a principios de 1943, todas las mañanas el cielo de esta ciudad era de color blanco, como una sábana lavada con lejía.

2. A lo largo del día, mientras yo no dejaba de transportar almas arriba y abajo, la sábana iba empapándose de salpicaduras de sangre hasta que, por el peso, se encorvaba hacia la tierra.

3. Por la noche la escurrían y volvían a lavarla con lejía, lista para el siguiente amanecer.

4. Y eso cuando sólo había enfrentamientos diurnos.

Aunque ya no veía a su hijo, Hans Hubermann esperó un poco más. La calle se le antojaba inmensa.

Al entrar en casa, Rosa lo miró fijamente, pero no intercambiaron ni una palabra. No lo reprendió en ningún momento, lo que, como ya sabes, era poco corriente. Tal vez creyera que el insulto de su hijo al llamarlo cobarde era castigo suficiente.

Después de comer, Hans todavía permaneció sentado a la mesa un rato, en silencio. ¿En verdad era un cobarde como su hijo había asegurado de manera tan descarnada? Así se había considerado a sí mismo en la Primera Guerra Mundial. De hecho, a ello atribuía su supervivencia. Entonces, ¿se es cobarde por sentir miedo? ¿Se es cobarde por alegrarse de seguir vivo?

Con la vista clavada en la mesa, sus pensamientos afloraron.

—¿Papá? ¿De qué hablaba? —preguntó Liesel, pero él no la miró—. ¿A qué se refería cuando…?

—A nada —contestó Hans en voz baja y tranquila, dirigiéndose a la mesa—. A nada. Olvídalo, Liesel —transcurrió cerca de un minuto antes de que volviera a hablar—. ¿No deberías ir preparándote? —esta vez la miró—. ¿No quieres ir a ver la hoguera?

—Sí, papá.

La ladrona de libros fue a cambiarse. Se puso el uniforme de las Juventudes Hitlerianas y, media hora más tarde, salieron de casa hacia el cuartel general de la BDM. Desde allí los niños irían a la plaza, cada uno con su grupo.

Se pronunciarían discursos.

Se encendería una hoguera.

Se robaría un libro.

Cien por cien puro sudor alemán

La gente flanqueaba las calles mientras la juventud de Alemania desfilaba hacia el ayuntamiento y la plaza. En muy contadas ocasiones Liesel se permitía dejar de pensar en su madre o en cualquier otro problema del que se considerara dueña. El pecho se le henchía cuando la gente los aplaudía al pasar. Algunos niños saludaban a sus padres, aunque de manera furtiva, pues les habían ordenado explícitamente que desfilaran derechos y no miraran ni se dirigieran a la multitud.

Cuando el grupo de Rudy entró en la plaza y les mandaron detenerse, hubo una excepción: Tommy Müller. El resto del regimiento detuvo la marcha, pero Tommy arremetió contra el chico que iba delante de él.


Dummkopf!
—le soltó el chico antes de volverse.

—Lo siento —se disculpó Tommy, con los brazos estirados a modo de descargo. Su rostro tropezó consigo mismo—. No lo he oído.

Sólo fue un breve incidente, pero también un avance de los problemas que se avecinaban. Para Tommy. Y para Rudy.

Al final del desfile, las divisiones de las Juventudes Hitlerianas obtuvieron permiso para dispersarse. Habría sido imposible mantenerlos en formación mientras la hoguera ardía en sus ojos e inflamaba sus ánimos. Gritaron al unísono «
Heil
Hitler» y les dieron permiso para salir corriendo. Liesel buscó a Rudy, pero en cuanto los niños empezaron a desperdigarse, se vio atrapada en medio de una marea de uniformes y voces chillonas. Niños llamando a otros niños.

A las cuatro y media, la temperatura había bajado considerablemente.

La gente bromeaba diciendo que era hora de entrar en calor.

—De todos modos, es para lo único que sirve toda esa basura.

Utilizaron carros para transportarlo todo, que vaciaron en medio de la plaza, y rociaron la montaña con algo de olor dulzón. Libros, papeles y otros objetos resbalaban de la pila o se caían, pero los devolvían de nuevo al montículo. Desde lejos parecía un volcán. O algo grotesco y extraño que había aterrizado sin saber cómo en medio de la ciudad y que debía extinguirse y deprisa.

El olor empezó a expandirse entre la gente, que se mantenía a buena distancia. Había más de mil personas en la explanada, en los escalones del ayuntamiento, en los tejados que rodeaban la plaza.

Cuando Liesel intentó abrirse paso, un chisporroteo le hizo pensar que ya habían encendido la hoguera. No era así. Era el rumor de la gente en movimiento, que discurría y se cargaba de energía.

¡Han empezado sin mí!

Aunque había algo en su interior que le decía que aquello era un crimen —después de todo, los tres libros eran los objetos más preciados que poseía— necesitaba ver esa cosa en llamas. No podía evitarlo. Creo que a los humanos les gusta contemplar la destrucción a pequeña escala. Castillos de arena, castillos de naipes, por ahí empiezan. Su gran don es la capacidad de superación.

El temor de perdérselo se desvaneció al encontrar un agujero entre los cuerpos y ver la montaña de culpa todavía intacta. La removían y la rociaban, incluso escupían. Le recordó a un niño repudiado, abandonado y atemorizado, incapaz de escapar a su destino. A nadie le gustaba. La cabeza gacha. Las manos en los bolsillos. Para siempre. Amén.

Los objetos continuaron rodando por las laderas mientras Liesel buscaba a Rudy. ¿Dónde estaría ese
Saukerl
?

Cuando levantó la vista, el cielo se estaba agazapando.

Un horizonte de banderas y uniformes nazis entorpecía su visión cada vez que intentaba mirar por encima de la cabeza de un niño. Era inútil. La multitud era eso mismo, una multitud, y no había manera de hacer que se moviera, colarse por en medio o razonar con ella. Respirabas con ella y cantabas sus canciones. Esperabas su hoguera.

Un hombre sobre un estrado pidió silencio. El uniforme era de un marrón resplandeciente, prácticamente se apreciaba todavía el humo de la plancha. Por fin se hizo un silencio.

Sus primeras palabras: «
Heil Hitler!
»

Su primer gesto: el saludo al Führer.

—Hoy es un gran día —empezó—. No sólo es el cumpleaños de nuestro gran líder, sino que además hemos abatido a nuestros enemigos una vez más. Hemos impedido que se apoderen de nuestras mentes…

Liesel seguía intentando abrirse camino entre la gente.

—Hemos puesto fin a la plaga que se había extendido por Alemania durante estos últimos veinte años, ¡si no más! —estaba llevando a cabo lo que se llama un
Schreierei
, una consumada profesión de arengas apasionadas, advertía a la gente de que se mantuviera en guardia, estuviera atenta, detectara y acabara con las malvadas maquinaciones que tramaban infectar la madre patria con sus deplorables métodos—. ¡Los inmorales! ¡Los
Kommunisten
! —esa palabra otra vez. Esa vieja palabra. Habitaciones oscuras. Hombres trajeados—.
Die Juden!
¡Los judíos!

A medio discurso, Liesel se dio por vencida. Cuando la palabra «comunista» la atrapó, el resto del sermón nazi cayó a sus pies, la bordeó por los lados y se perdió entre los alemanes que la rodeaban. Cascadas de palabras. Una niña chapoteando en el agua. No dejaba de pensar en ella.
Kommunisten
.

Hasta ese momento, en la BDM les habían dicho que Alemania estaba formada por una raza superior, pero no habían mencionado a nadie en particular. Por descontado, todo el mundo sabía de los judíos, los principales «infractores» del ideal alemán. Sin embargo, no había oído mencionar a los comunistas hasta ese día, a pesar de que la gente de dicha tendencia política también era castigada.

Tenía que salir de allí.

Delante de ella, una cabeza con raya en medio y trenzas rubias descansaba inmóvil sobre los hombros. Al mirarla con atención, Liesel encontró las habitaciones oscuras de su pasado, y a su madre contestando a las preguntas con una única palabra.

Lo vio todo con claridad meridiana.

La madre famélica, el padre desaparecido.
Kommunisten
.

El hermano muerto.

—Y ahora despidámonos de esta basura, de este veneno.

Justo antes de que Liesel Meminger diera media vuelta, asqueada, para salir de allí, la reluciente criatura de camisa parda bajó del estrado. Un cómplice le tendió una antorcha con la que encendió la pila que, ante la magnitud de su culpabilidad, le hizo parecer un enano.


Heil Hitler!


Heil Hitler!
—repitió la multitud.

Varios hombres se acercaron al estrado, rodearon la montaña y le prendieron fuego ante el clamor general. Las voces ascendían por encima de los hombros y el olor a puro sudor alemán, que tuvo que abrirse paso al principio, poco después manó en un torrente. Dobló una esquina tras otra, hasta que todos acabaron nadando en él. Las palabras, el sudor… Y las sonrisas. No olvidemos las sonrisas.

Se siguieron algunos comentarios jocosos, y otra arremetida de «
Heil Hitler!
». ¿Sabes? Lo cierto es que me sorprendería que alguien no perdiera un ojo o se hiciera daño en una mano o en una muñeca en medio de ese jaleo. Bastaba con quedarse mirando hacia el lugar equivocado en el peor momento o estar demasiado pegado a otra persona. Tal vez sí que hubo heridos. Por lo que a mí respecta, lo único que puedo decir es que nadie murió por estar allí, al menos físicamente. Es evidente que no podemos olvidar los cuarenta millones de personas que recogí cuando todo hubo acabado, pero esto se está poniendo metafórico. Permíteme que volvamos a la hoguera.

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