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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (62 page)

BOOK: La ladrona de libros
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No había ninguna nota, pero Liesel no tardó en adivinar la mano de Ilsa Hermann en el asunto; además, tampoco iba a arriesgarse a que no fueran para ella. Regresó junto a la ventana y coló un susurro por el resquicio. El susurro se llamaba Rudy.

Ese día se habían ido a pie porque la calzada estaba demasiado resbaladiza para las bicicletas. El muchacho esperaba debajo de la ventana, haciendo guardia. Liesel lo llamó, y cuando asomó la cabeza le obsequió con el plato. No tuvo que insistir demasiado para que lo aceptara.

Con los ojos atiborrándose de pastas, Rudy hizo algunas preguntas.

—¿Nada más? ¿Ni un poco de leche?

—¿Qué?

—Leche —repitió Rudy, esta vez un poco más alto.

Si había reparado en el tono ofendido de Liesel, era evidente que lo disimulaba muy bien. El rostro de la ladrona de libros asomó de nuevo en lo alto.

—¿Eres tonto o qué? ¿Te importa que robe el libro y nos vamos?

—Claro, sólo decía que…

Liesel se acercó a la estantería del fondo, la de detrás del escritorio. Encontró papel y pluma en el cajón de arriba y escribió un «Gracias» en la nota que dejó sobre la mesa.

A la derecha, un libro sobresalía como un hueso desencajado. Las oscuras letras del título habían dejado una evidente marca en su blancura.
Die Letzte Menschliche Fremde
.
La última extranjera
, susurró el libro al sacarlo del estante, arrastrando consigo una fina lluvia de polvo.

Ya en la ventana, a punto de salir, oyó el chirrido de la puerta de la biblioteca.

Tenía una rodilla encima y la mano criminal en el marco de la ventana. Al volverse hacia el ruido, se encontró con la mujer del alcalde con un albornoz nuevo y en pantuflas. Llevaba una esvástica bordada en el bolsillo del pecho. La propaganda llegaba incluso hasta el baño.

Se miraron.

Liesel miró el bolsillo del pecho de Ilsa Hermann y levantó un brazo.


Heil Hitler!

Estaba a punto de salir cuando de repente se dio cuenta.

Los dulces.

Llevaban semanas ahí.

Eso significaba que el alcalde tenía que haberlos visto por fuerza si utilizaba la biblioteca y que debía de haber preguntado qué hacían allí. O, y nada más pensarlo se sintió invadida por un extraño optimismo, tal vez la biblioteca no fuera del alcalde, sino de su mujer, de Ilsa Hermann.

Liesel no sabía por qué era tan importante, pero le gustó la idea de que la habitación llena de libros perteneciera a la mujer. Había sido ella quien se la había presentado y, casi literalmente, le había abierto las puertas —aunque en este caso se tratara de una ventana— a un nuevo mundo. Así estaba mejor. Todo parecía encajar.

Estaba a punto de ponerse en marcha cuando preguntó:

—Esta habitación es suya, ¿verdad?

La mujer del alcalde se puso tensa.

—Solía leer aquí con mi hijo, pero entonces…

Liesel sintió el aire a su espalda. Vio una madre leyendo en el suelo con un niño que señalaba los dibujos y las palabras. Luego vio una guerra por la ventana.

—Ya lo sé.

—¡¿Qué has dicho?! —exclamó alguien desde fuera.

—Cierra la boca,
Saukerl
, y vigila la calle —le espetó Liesel, en voz baja—. Así que todos estos libros… —le ofreció las palabras, suavemente.

—Casi todos son míos. Algunos son de mi marido, otros eran de mi hijo, como ya sabes.

Liesel se sintió muy incómoda en ese momento. Las mejillas le ardían.

—Siempre pensé que era del alcalde.

—¿Por qué?

Parecía haberle hecho gracia. Liesel se fijó en que las pantuflas también llevaban una esvástica bordada en la puntera.

—Porque es el alcalde. Pensaba que leería mucho.

La mujer del alcalde metió las manos en los bolsillos.

—Últimamente tú eres la que más utiliza esta habitación.

—¿Ha leído este?

Liesel levantó
La última extranjera
. Ilsa examinó el título de cerca.

—Sí, lo he leído.

—¿Está bien?

—No está mal.

En ese momento tuvo ganas de irse y, sin embargo, también sintió la peculiar obligación de quedarse. Hizo el amago de decir algo, pero tenía que escoger entre muchas palabras demasiado rápidas. Intentó echarles el guante varias veces, aunque fue la mujer del alcalde la que tomó la iniciativa.

Vio la cara de Rudy en la ventana o, para ser exactos, su cabello iluminado por las velas.

—Creo que será mejor que te vayas —dijo—. Te están esperando.

Se comieron los dulces de camino a casa.

—¿Estás segura de que no había nada más? —preguntó Rudy—. Igual te has dejado algo.

—Da las gracias de haber encontrado los dulces —Liesel examinó con atención el regalo que Rudy llevaba en las manos—. Oye, Rudy, ¿te has comido alguno antes de que saliera?

Rudy se indignó.

—Eh, tú eres la ladrona, no yo.

—No me engañes,
Saukerl
, todavía tienes azúcar en la comisura de los labios.

Alterado, Rudy aguantó el plato con una sola mano y se limpió con la otra.

—No me he comido ninguno, te lo prometo.

Se acabaron la mitad de los dulces antes de llegar al puente y compartieron el resto con Tommy Müller en Himmelstrasse.

Cuando se comieron el último, sólo quedó una pregunta en el aire, a la que Rudy le puso voz:

—¿Qué narices hacemos con el plato?

El jugador de cartas

Más o menos a la misma hora en que Liesel y Rudy devoraban los dulces, los hombres de la LSE jugaban a las cartas durante un descanso en una ciudad cercana a Essen. Habían salido de Stuttgart y acababan de llegar del largo viaje. Se estaban apostando cigarrillos, y a Reinhold Zucker las cosas no le iban muy bien.

—Está haciendo trampas, seguro —masculló.

Jugaban en un cobertizo que hacía las veces de barracones y Hans Hubermann acababa de ganar la tercera mano consecutiva. Zucker arrojó sus cartas, indignado, y se peinó el grasiento pelo con tres uñas sucias.

ALGUNOS DATOS SOBRE

REINHOLD ZUCKER

Tenía veinticuatro años. Se regocijaba cuando ganaba una partida de cartas, se llevaba los finos cilindros de tabaco a la nariz y los aspiraba. «El aroma de la victoria», decía. Ah, y una cosa más. Moriría con la boca abierta.

A diferencia del joven a su izquierda, Hans Hubermann no se regocijaba cuando ganaba. Incluso tuvo la generosidad de devolver a cada uno de sus compañeros un cigarrillo y encendérselo. Todos aceptaron la invitación menos Reinhold Zucker, que hizo saltar por los aires el cigarrillo de un manotazo. El pitillo acabó en medio de la caja volcada que utilizaban como mesa.

—No necesito tu caridad, viejo.

Se levantó y se fue.

—¿Qué le pasa a ese? —preguntó el sargento, pero nadie se molestó en contestar.

Reinhold Zucker sólo era un muchacho de veinticuatro años que no sabía jugarse la vida a las cartas.

Si no hubiera perdido sus cigarrillos contra Hans Hubermann, no lo habría despreciado. Si no lo hubiera despreciado, tal vez no se habría sentado en su sitio unas semanas después, en una carretera inofensiva.

Un asiento, dos hombres, una breve discusión y yo.

A veces me mata ver cómo muere la gente.

Las nieves de Stalingrado

A mediados de enero de 1943, Himmelstrasse era tan sombría y deprimente como de costumbre. Liesel cerró la puerta de la cancela, se dirigió a casa de frau Holtzapfel y llamó a la puerta. Salió a recibirla toda una sorpresa.

Lo primero que pensó fue que el hombre debía de ser uno de sus hijos, pero no se parecía a ninguno de los otros hermanos de la fotografía enmarcada que colgaba junto a la puerta. Aparentaba ser bastante más mayor, pero no habría puesto la mano en el fuego. La barba le salpicaba la cara y tenía una mirada contundente y apenada. Una mano con un vendaje salpicado de cerezas sanguinolentas asomaba inerte por la manga del abrigo.

—Será mejor que vuelvas más tarde.

Liesel intentó echar un vistazo al interior y estaba a punto de llamar a frau Holtzapfel cuando el hombre se le adelantó.

—Niña, vuelve más tarde —insistió—. Iré a buscarte. ¿Dónde vives?

Más de tres horas después alguien llamó a la puerta del número treinta y tres de Himmelstrasse y el hombre apareció ante Liesel. Las cerezas de sangre se habían convertido en ciruelas.

—Ahora ya puede atenderte.

Fuera, bajo la difusa y lánguida luz, Liesel no pudo reprimirse y le preguntó qué le había pasado en la mano. El hombre resopló una sola sílaba antes de responder.

—Stalingrado.

—¿Cómo dice? —preguntó Liesel. El hombre había contestado mirando al frente—. No le he entendido.

Lo repitió, esta vez más alto y explicándose.

—Stalingrado es lo que le ocurrió a mi mano. Me dispararon en las costillas y me volaron tres dedos. ¿Responde eso tu pregunta? —metió la mano ilesa en el bolsillo y se estremeció con desdén, mofándose del viento alemán—. ¿Crees que aquí hace frío?

Liesel tocó la pared que tenía al lado. No podía mentir.

—Sí, claro.

El hombre se echó a reír.

—Esto no es frío.

Sacó un cigarrillo, se lo llevó a la boca y trató de encender una cerilla con una mano. Si con el mal tiempo que hacía ya era complicado encenderlo con las dos, con una era imposible. Tiró la caja de cerillas y soltó un taco.

Liesel la recogió.

Le quitó el cigarrillo y lo sujetó entre sus propios labios. Ella tampoco fue capaz de encenderlo.

—Tienes que aspirar —explicó el hombre—. Con este tiempo, sólo lo encenderás si aspiras.
Verstehst?

Liesel volvió a intentarlo, tratando de recordar cómo lo hacía su padre. Esta vez su boca se llenó de un humo que atravesó sus dientes y le raspó la garganta, pero se obligó a no toser.

—Bien hecho —la felicitó. Cuando recuperó su cigarrillo y le dio una calada, le tendió la mano ilesa, la izquierda—. Michael Holtzapfel.

—Liesel Meminger.

—¿Tú eres la que viene a leerle a mi madre?

Rosa apareció detrás de Liesel en ese momento y la niña sintió a su espalda su estupor.

—¿Michael? ¿Eres tú? —preguntó.

Michael Holtzapfel asintió con la cabeza.


Guten Tag
, frau Hubermann. Ha pasado mucho tiempo.

—Pareces tan…

—¿Viejo?

Rosa seguía conmocionada, pero logró recomponerse.

—¿Quieres entrar? Ya veo que conoces a mi hija de acogida… —su voz se fue apagando cuando reparó en la mano ensangrentada.

—Mi hermano ha muerto —la informó Michael Holtzapfel; no podría haber lanzado un derechazo más directo con su único puño útil.

Porque Rosa se tambaleó. Era evidente que la guerra implicaba la muerte, pero el suelo siempre se estremecía bajo los pies de una persona cuando le llegaba a alguien que había vivido y respirado tan cerca. Rosa había visto crecer a los dos niños de los Holtzapfel.

El joven envejecido encontró el modo de informarla de lo sucedido sin desmoronarse.

—Yo estaba en uno de los edificios que usábamos como hospital cuando lo trajeron. La semana anterior a que me enviaran a casa. Me pasé tres días sentado a su lado antes de que muriera…

—Lo siento.

Liesel tuvo la impresión de que esas palabras no habían salido de la boca de Rosa. Era otra persona la que esa tarde estaba detrás de ella, pero no se atrevió a volverse para averiguar de quién se trataba.

—Por favor, no diga nada más —le rogó Michael—. ¿Me puedo llevar a la niña para que lea? Dudo que mi madre la escuche, pero me dijo que viniera a buscarla.

—Claro, llévatela.

Habían dado unos pasos cuando Michael Holtzapfel se acordó de algo y volvió.

—¡Rosa! —esperó un momento hasta que Rosa volvió a abrir la puerta—. Me dijeron que su hijo estaba allí, en Rusia; me lo contó una gente de Molching con quien me encontré. Aunque seguro que ya lo sabe.

Rosa intentó evitar que se fuera. Salió corriendo y lo cogió por la manga.

—No, un día se fue y nunca volvió. Hemos intentado encontrarlo, pero ocurrieron muchas cosas, hubo…

Michael Holtzapfel estaba decidido a irse. Lo último que deseaba oír era otra historia de lloros.

—Por lo que sé, está vivo —dijo, zafándose de ella.

Se reunió con Liesel en la cancela, pero la niña no lo siguió hasta la puerta de al lado. Se quedó mirando el rostro de Rosa, animado y desolado a la vez.

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