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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

La locura de Dios (15 page)

BOOK: La locura de Dios
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Los otros cuatro tártaros observaban la escena con interés y expresión divertida.

Sausi desmontó, y se acercó a pie al hombrecillo que empezaba a levantarse de nuevo. No tuvo la oportunidad de hacerlo; el búlgaro le propinó un puñetazo en pleno rostro que lo lanzó rodando hacia atrás. Sausi llevaba puestos sus guanteletes de hierro, y cuando el tártaro levantó la cabeza del polvo, todos vimos cómo sangraba abundantemente por nariz y boca. El hombrecillo realizó un titánico esfuerzo por levantarse nuevamente, pero se derrumbó inconsciente de bruces en el polvo.

Uno de los tártaros había sujetado las bridas del caballo del caído, y se acercó a su compañero desvanecido. Desmontó, y con tranquilidad pasó frente a Sausi, levantó al tártaro del suelo, y lo subió a la montura. El hombre estaba medio inconsciente, pero se sujetó como pudo al cuello del animal. La sangre que manaba abundante de su nariz manchó la coraza de cuero y latón del animal.

El tártaro que hablaba
sarraïnesc
se había acercado a mi costado mientras todos permanecíamos atentos a la pelea, sacó su espada curva, y la apoyó en mis costillas.

—Tú vienes solo —me dijo—. Ordénale a tu compañero que se aparte y que nos deje pasar, o ahora mismo mueres.

Traduje sus palabras y Joanot ordenó a Sausi que se hiciera a un lado, lo que hizo el búlgaro a regañadientes. Sausi respiraba profundamente y tenía el rostro encendido, parecía sonreír, pero yo había aprendido que aquella mueca suya que mostraba los dientes nunca era una sonrisa.

Los cinco tártaros, el aterrorizado turco y yo, cruzamos frente a los impotentes almogávares y nos dirigimos hacia la niebla. Mis ojos se encontraron durante un breve instante con los de Joanot, y pude captar la mirada de furia contenida de éste. Yo no tenía ninguna duda de que si Joanot ordenaba atacar a sus catalanes, mi fin se iba a producir en ese mismo instante; pero era evidente que Joanot era consciente de eso mismo, y que de momento no iba a emprender ninguna acción contra los tártaros.

Nos alejamos al galope del campamento almogávar. Ya era noche cerrada y la tenue luminosidad de la luna apenas podía atravesar la niebla que nos envolvía.

Mientras cabalgábamos los tártaros permanecieron en silencio y yo sólo escuchaba, además del sonido de los cascos de los animales, el intermitente gemido y los rezos mahometanos de Ahmed, que tumbado sobre su vientre, en la grupa de uno de los pequeños caballos tártaros, debía de sentirse incómodo, dolorido y lleno de terror.

Una creciente y extraña luminosidad rojiza fue formándose frente a nosotros, enturbiada por los velos de niebla que se interponían en nuestro camino. Ante esta visión, los tártaros apresuraron el paso, y el turco empezó a llorar y a gritar con un temor creciente. Yo empezaba a sentirme tan aterrorizado como él, aunque ignoraba la naturaleza de aquella luz roja. Comprobé que mientras nos acercábamos a ella, la niebla se volvía más espesa, y su olor más penetrante. Un extraño y horroroso rugido, como el que proferiría alguna bestia maligna, nos llegaba precisamente de la dirección de aquel resplandor rojo. Mientras avanzábamos, el rugido aumentaba y se tornaba más ominoso.

Finalmente se descubrió ante nosotros una impresionante columna de fuego que parecía elevarse hasta tocar el cielo. Las llamas rojas se retorcían en enormes burbujas flamígeras que ascendían hacia lo alto filtrando un espeso humo negro. Aquel fuego parecía algo dotado de vida y entendimiento maléfico que ejecutara una obscena danza ante nosotros. Podía sentir el calor sofocante en pleno rostro y mis ropas eran agitadas por la presión que aquellos borbotones llameantes ejercían en el aire que lo circundaba. El horrible rugido, como de bestia enloquecida, también provenía de aquellas feroces llamas, recordándome las palabras del Apocalipsis que acudieron entonces a mi mente:

«… Y vi una estrella que caía del cielo sobre la tierra y le fue dada la llave del pozo del abismo; y abrió el pozo del abismo, y subió del pozo humo, como el humo de un gran horno, y se oscureció el sol y el aire a causa del humo del pozo…».

Los tártaros descabalgaron con lentitud casi ceremoniosa, sin apartar sus ojos de aquel fuego maléfico, y en aquel momento tuve la seguridad de que aquellas llamas señalaban la entrada del infierno y de que aquellos hombrecillos oscuros eran fieles servidores de Satán, príncipe de los demonios.

Descendí a mi vez de mi montura, y di un par de cautelosos pasos hacia delante. La columna de fuego estaba rodeada por una especie de pantano de un líquido negro y brillante que empapaba las arenas del desierto tiñéndolas de un color oscuro. Las llamas se reflejaban en la superficie de aquel líquido, surcándolo como si se tratara de espíritus animados. No parecía agua, y el penetrante olor que emanaba del líquido negro era el mismo que llevaba consigo la niebla que nos había envuelto durante tantas jornadas. Me acerqué al borde de aquella ciénaga y toqué su superficie con la mano. Era una especie de aceite muy viscoso que se quedó pegado a la yema de mis dedos. Acerqué mis dedos a mi rostro y olí aquella mixtura. Sí, era el mismo olor de la niebla, y aquel humo negro y espeso que surgía de las llamas podría muy bien haber formado la bruma. Desde luego debían de haber muchos más lagos ardientes como aquél para justificar la enorme extensión de terreno oscurecida por aquel humo, pero no dudaba ya de su origen.

¿Por qué no ardía todo el lago negro? Era evidente que las llamas surgían sólo del centro, y que el resto apenas era incendiado brevemente por efímeras llamaradas que se extinguían rápidamente. La respuesta parecía ser que el aceite que rodeaba el centro empapaba la arena del desierto, y no poseía la suficiente substancia como para formar una columna de fuego como la que ocupaba el centro del lago. Eso podría significar que allí la profundidad del líquido era mucho mayor, y que si había ardido durante días sin extinguirse, debía de ser continuamente alimentada por más aceite que debía surgir de las profundidades de la tierra.

¡Una fuente de aceite que nacía de la tierra y que era capaz de arder sin descanso! Quizás allí estaba el origen del componente principal
del fuego griego
.

Estaba tan maravillado por aquel descubrimiento que no advertí cómo los tártaros se acercaban por mi espalda, arrastrando al desdichado turco. Sus gemidos me hicieron volverme al fin, y me vi enfrentado a ellos. A la luz cambiante de aquellas llamas, sus pequeños rostros tenían un aspecto verdaderamente maléfico.

Ahmed lloraba al borde de la locura, sujeto por dos de aquellos hombrecillos oscuros. Extendió sus manos implorantes hacia mí, pero no llegó a pronunciar ni una palabra más. Uno de los tártaros llevaba su espada desenvainada, se acercó al turco y la clavó profundamente en su vientre, tajó hacia arriba y hacia la derecha con estremecedora calma y precisión, y los intestinos del desdichado Ahmed se derramaron sobre la arena con un sonido húmedo y viscoso.

Yo quedé petrificado en mi posición, incapaz de moverme o hablar, paralizado por la sorpresa y el horror. Los ojos de Ahmed seguían fijos en los míos, y su boca se cerró y abrió varias veces seguidas sin emitir sonido alguno. Era como la boca de un pez en una playa que buscara desesperadamente respirar en un medio en el que ya le era imposible hacerlo.

Los tártaros arrastraron a Ahmed por los hombros en dirección al lago de aceite. Sus tripas se desenredaron por el suelo, contaminándose de arena y piedrecitas, dejando un rastro sanguinolento. Al llegar al borde, los tártaros, entre risas, balancearon un par de veces al turco, y lo arrojaron dentro del líquido negro y viscoso.

Contemplé impotente cómo Ahmed, aún con vida, se hundía en él. Los tártaros se acercaron entonces a mí, y tuve la seguridad de que mi momento había llegado.

Pero no fue así. Los hombrecillos me empujaron hacia el lugar donde estaban los caballos. Tomado por sorpresa caí de espaldas en una postura bastante indigna, lo que arrancó un nuevo coro de risas de aquellos bárbaros. Uno de ellos me dio una patada y me gritó algo en su lengua. El que hablaba
sarraïnesc
me tradujo:

—Ponte en pie. Nos vamos.

No nos alejamos mucho de aquel horrible lugar, aunque el estado de horror y confusión en el que estaba sumida mi mente me impedía calcular cuánto habíamos cabalgado en la oscuridad, iluminados por aquel resplandor infernal a nuestra espalda. Cuando al fin nos detuvimos, la columna de fuego seguía siendo claramente visible, pero su calor y rugido ya no eran insoportables.

Los tártaros establecieron un rápido campamento en aquel lugar. Encendieron un fuego en el centro, y lanzaron sobre él algunas tajadas de carne seca para que se asara. Uno de ellos, el que había recibido la paliza a manos de Sausi, regresó de su montura con una especie de odre hecho con la piel de algún pequeño animal, quizás un perro. Bebió un largo trago de su contenido, y pasó el odre al siguiente tártaro sentado alrededor del fuego. Todos iban bebiendo, y pasándose el cada vez más deshinchado pellejo, y a cada trago su euforia y salvajes risas aumentaba. En un momento dado, el que hablaba
sarraïnesc
, tomó el odre y se acercó a mí riendo y babeando como un imbécil.

—¡Bebe! —me ordenó tendiéndome el cuero—. Es
ayrag
[25]
, muy bueno.

Intenté rehusar, pero aquel salvaje me derribó de espaldas contra el suelo, y derramó aquel apestoso líquido sobre mi cara. Se inclinó sobre mí, y con sus dedos grasientos me obligó a abrir la boca y a tragar algo de aquel brebaje. Sabía a leche agria y estuve a punto de vomitar.

Empecé a toser violentamente y el líquido escapó por mi nariz.

El tártaro se puso en pie, dijo algo en su extraña lengua, y me dio una patada en las costillas que me hizo doblarme de dolor. Derramó un poco más de aquel licor sobre mi rostro, y regresó junto a sus compañeros para seguir emborrachándose.

Aquello duró varias horas, al final de las cuales los cinco hombres estaban completamente borrachos y adormilados. Parecían haberse olvidado de mí y consideré la posibilidad de escapar. Pero ¿adónde podría ir en medio de aquella oscuridad embozada por la niebla? Mi único punto de referencia era la columna de fuego infernal que bramaba a lo lejos, y sabía que si escapaba, aquellas llamas me atraerían como la luz de una vela atrae a una polilla. Y que allí acudirían ellos a buscarme, y quizás a darme el mismo final que le habían dado al desdichado de Ahmed.

No me sentía con fuerzas para intentar aquella aventura, y permanecí inmóvil donde estaba, acurrucado sobre mis viejas y doloridas piernas, demasiado aterrorizado para pensar siquiera en dormir a pesar del agotamiento que entumecía mi cuerpo.

Pero aquella noche no había terminado y me tenía reservado un nuevo horror.

Uno de los tártaros, el más corpulento, despertó bruscamente de su sueño ebrio y miró alrededor con ojos salvajes y llameantes. Su mirada se fijó durante un instante en uno de sus compañeros, que roncaba plácidamente, boca arriba, al otro lado de los rescoldos de la hoguera. Silencioso, gateó hacia él rodeando las brasas. Con una mano le dio la vuelta, situándolo de bruces al suelo, con la espalda mirando al cielo. El tártaro dormido despertó cuando el corpulento la bajó sus extraños pantalones de cuero. Intentó volverse, y empezó a protestar en su lengua, pero el corpulento le propinó un puñetazo en el rostro que a punto estuvo de devolverle al mundo de los sueños del que acababa de salir. Y entonces sucedió algo tan horroroso que incluso ahora mi mente se estremece al recordarlo. El corpulento se desnudó, mostrando su cuerpo musculoso y completamente cubierto de pelo negro ante mis aterrorizados ojos. Sentí deseos de gritar de puro terror ante aquella visión; aquello no podía ser una criatura de Dios, sino un engendro del diablo. Extrajo su enorme y peludo miembro viril y, a la manera de los antiguos sodomitas, penetró una y otra vez a su desdichado compañero que gemía débilmente ante sus embates. Ante mis horrorizados ojos, aquellos dos seres inhumanos se enzarzaron en una danza diabólica, sincronizando sus cuerpos y sus gemidos, con el resplandor de las ascuas de la hoguera silueteando sus figuras.

En aquel momento deseé gritar a Dios, con todas las fuerzas de mis pulmones, que abriera los cielos y descargara su castigo sobre aquellos seres infernales, pero permanecí atónito, mirando hipnotizado cómo se ejecutaba aquella aberración. Finalmente, los dos seres detuvieron sus movimientos, y se durmieron el uno junto al otro.

¿Qué eran? No podían ser humanos. Yo había oído hablar de tártaros blancos y tártaros amarillos; ¿era ésta una nueva raza, o se trataba más bien de los inhumanos monstruos que habitaban las tierras del Gog y Magog?

Esa noche estuvo llena de horror y sueños febriles que asaltaron mi conciencia entumecida. Mis antiguos fantasmas se mezclaron aquella fatídica noche con los horribles monstruos recién conocidos.

Y en medio de tanto horror, soñé con mi Amada, hermosa como la noche, cubierta con un velo mientras se dirigía hacia la catedral acompañada de sus damas de compañía.

Yo amé a esa mujer con todas mis fuerzas. Mi amor por ella era un recuerdo mucho más sólido y certero que el recuerdo de mi esposa o mis hijos. Pero mi Amada era una mujer casada, y era virtuosa. Siempre rechazó mis insinuaciones y ofrecimientos.

En mi sueño, mi Amada se giró y me vio. Apretó el paso, y atravesó las puertas de la catedral. Yo no me detuve por esto; la seguí, entrando a galope tras ella en el santo lugar. Fui detenido por un grupo de indignados y furiosos fieles que me empujaron afuera golpeando a mi caballo con sus bastones, mientras mi Amada lloraba avergonzada rodeada por las miradas y las murmuraciones de sus vecinos.

Regresé a mi casa y me encerré en mi habitación. Extendí sobre mi escritorio papel, y afilé una pluma. Mi mente estaba ocupada por una única idea; iba a escribir el más hermoso de los poemas de amor, una composición tan perfecta que ella, al leerla, no podría más que caer rendida a mis pies.

Apenas llevaba unas estrofas cuando fui interrumpido por uno de mis criados. Traía una nota de la dama. Le hice salir, y desdoblé la nota mientras mi corazón latía desbocado. La leí lentamente, una y otra vez, saboreando cada palabra escrita por ella:

«Debemos vernos esta misma noche, Ramón —decía—. Has vencido».

Esa noche salté la valla de su casa como un ladrón. Me sentía fuerte y poderoso; tenía treinta arios y el deseo había dotado de una fuerza extraordinaria a mis músculos. Sentía que ya nada podía detenerme, me veía arrastrado por una sensación de euforia y de triunfo casi animal. Si en ese momento me hubiera encontrado con su marido, lo hubiera despachado de una cuchillada, y hubiera seguido, inmutable, hacia delante.

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