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Authors: Jorge Fernández Díaz

Tags: #Relato, Histórico

La Logia de Cádiz (11 page)

BOOK: La Logia de Cádiz
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Todavía el coronel no sabía que aquel moreno gigantesco y pasmado que permanecía despierto y en guardia a las puertas del comedor de los frailes, se llamaba Juan Bautista Cabrai, era hijo de una esclava negra y de un indio guaraní, y era a su vez el húsar Juan de Dios. No se le parecía en nada al cazador de Olivenza, pero esa madrugada inminente cumpliría en San Lorenzo su mismo destino, aunque con peor suerte. Tampoco imaginaba el coronel que, presa de dos heridas mortales, Cabrai diría agonizando algo que luego los historiadores convertirían en una frase bella y apócrifa, pero que en guaraní resultaba menos edulcorada y altruista: «Muero contento porque cagamos a esos mierdas.»El granadero saludó a su coronel y vio que éste miraba ese salón alargado y frío, con techos abovedados y largas mesadas de madera. «Bermúdez», llamó, y cuando el capitán se adelantó le dijo sin volver la vista: «Improvisaremos aquí el hospital para nuestros heridos. Aun si los maturrangos salen perdiendo tendremos bajas y mutilaciones. Avísele al médico.»Bermúdez asintió y giró sobre sus talones. El coronel imaginaba la sierra de las amputaciones y los involuntarios gemidos de dolor: se operaba sin anestesia y estaba muy mal visto gritar. Luego como si saliera de un desmayo miró extrañamente a Cabrai, y el corrcntino bajó la vista. Hacía dos meses había tenido un horrible presentimiento, y le había pedido a su amo que le escribiera una carta a San Martín para que lo destinara a la infantería «porque en la caballería corro peligro». Pero la correspondencia era muy mala en aquellos años y en aquellas tierras inhóspitas, y dicen que la carta tardó demasiado y se volvió inútil, o que fue directamente desoída.

«El hombre» había pedido al gobernador de Corrientes que le enviara «trescientos connaturales míos de elevado porte y fuerte contextura física». El grupo de mozos elegidos para las armas fueron embarcados en el navío
Pura y Limpia Concepción
y Juan Cabrai, uno de ellos, fue inmediatamente destinado al primer escuadrón del regimiento. Ya para entonces San Martín había sido ascendido a coronel y el destacamento se había convertido en el Regimiento de Granaderos a Caballo.

«Curas y médicos —pensó el coronel alejándose del comedor de los frailes y del pasmado Cabral—. Dios y la ciencia. Los necesitaremos a ambos, y me temo que mucho.»

No tenía el coronel una especial simpatía por las autoridades eclesiásticas, que en España eran el socio principal del oscurantismo y de la patria rancia, pero no caía en resentimiento ni en generalizaciones de masón. Había sido educado en un hogar católico, mantenía su fe evangélica y además recordaba siempre a aquel padre capuchino que en Cádiz lo había salvado del linchamiento y lo había escondido en la noche trágica de Solano. San Martín lo había tomado fuerte de la mano y le había dicho: «No me olvidaré.» Y no se olvidaba. Una cosa eran los jerarcas de la Iglesia poderosa y otra muy distinta los humildes servidores del Señor. Y además de eso, pensaba que era un grave error político hostigar a los obispos y a los cardenales. Los realistas usaban ese hostigamiento para decir que ésta era una guerra contra la religión, y conseguían con ello el consenso del vulgo. San Martín no quería regalarles ese argumento a los enemigos del progreso y la independencia. Así que una de las primeras órdenes que impartió en el regimiento fue la de rezar el santo rosario al caer la tarde, una práctica tan regular y obligatoria como el pasado de revista. Ningún miembro de su organización militar podía faltar por ningún motivo a esa larga oración. Después pidió al sacerdote de la iglesia de Nuestra Señora del Socorro que los asistiera y que celebrara misa dentro mismo del cuartel.

En cuanto a la medicina, era muy puntilloso con las revisiones y tratamientos que un facultativo del Real Hospital de Curación de Buenos Aires del Convento Bethlemita efectuaba entre su tropa. Pretendía salud física y espiritual, y orden militar. Utilizaba habitualmente el concurso del médico y el capellán, y aplicaba reglas castrenses muy duras y precisas. Formó con los oficiales un tribunal de vigilancia que evaluaba los casos y dictaba sentencias, a veces a punta de sable. El coronel dejó por escrito los catorce pecados mortales de los Granaderos a Caballo por los cuales se podía llegar al castigo o la expulsión: «Por cobardía en acción de guerra, en la que aun agachar la cabeza será reputado tal. Por no admitir un desafío, sea justo o injusto. Por no exigir satisfacción cuando se halle insultado. Por no defender a todo trance el honor del cuerpo cuando lo ultrajen en su presencia, o sepa ha sido ultrajado en otra parte. Por trampas infames, como de artesanos. Por falta de integridad en el manejo de intereses, como no pagar a la tropa el dinero que se haya suministrado para ella. Por hablar mal de otro compañero con personas u oficiales de otros cuerpos. Por publicar las disposiciones interiores de la oficialidad en sus juntas secretas. Por familiarizarse en grado vergonzoso con los sargentos, cabos y soldados. Por poner la mano a cualquier mujer aunque haya sido insultado por ella. Por no socorrer en acción de guerra a un compañero suyo que se halla en peligro, pudiendo verificarlo. Por presentarse en público con mujeres conocidamente prostituidas. Por concurrir a casas de juego que no sean pertenecientes a la clase de oficiales, es decir, jugar con personas bajas e indecentes. Por hacer uso inmoderado de la bebida en términos de hacerse notable con perjuicio del honor del cuerpo.»Un domingo por mes los oficiales se reunían con el comandante del regimiento y presentaban sus reparos en pequeñas tarjetas. Si algún oficial era acusado se lo hacía salir y se debatía en profundidad la denuncia, se nombraba una comisión investigadora y después cada oficial escribía su opinión fundada. Algunas veces las votaciones dejaban en pie al denunciado, que era reivindicado por el consejo. En otras ocasiones, se lo conminaba a que pidiera licencia absoluta y que mientras ésta durase no utilizara el uniforme del regimiento. Estaba permitido darle estocadas si lo encontraban vestido de granadero en la calle mientras permanecía en el purgatorio administrativo.

Se trataba de un régimen que hacía ostentación de honor, orgullo y disciplina. Traía problemas colaterales, como duelos por insignificancias, maniobras injuriosas y otras arbitrariedades, pero enviaba una señal hacia adentro y hacia fuera: los granaderos eran dignos y caballeros, estaban orgullosos de pertenecer a la verdadera aristocracia de la revolución, que eran sus combatientes, y no condescendían a la informalidad violenta de las milicias ni al trato canallesco y vulgar de una profesión en la que los oficiales tenían tratos irrespetuosos con el malevaje reclutado, y viceversa. No se respetaban a sí mismos y por lo tanto no eran respetados. San Martín provocaba escándalos con un código de pundonor tan cerrado, pero a la vez eso resultaba una formidable publicidad para su escuela de guerra.

De vez en cuando evocaba también los razonamientos de Wellington acerca de ciertos defectos de la caballería, y trataba de lograr que la suya no galopara hacia cualquier cosa sin medir la situación o sin saber maniobrar. Por eso alternaba el adiestramiento de las armas con pesadas marchas de a pie y con movimientos de pelotón a caballo. Una y otra vez, hasta extenuarlos y hasta lograr la perfección de las maniobras.

Escribió por las noches un pequeño manual sobre las voces de mando y la técnica de las cargas, y exigió que los oficiales y suboficiales lo estudiaran de memoria. Allí dejaba negro sobre blanco lo que estaba a punto de ocurrir en las barrancas de San Lorenzo. Refiriéndose específicamente a una típica carga de sable narraba sus secuencias. Primero voces de «trote» y luego de «galope». Ya una distancia de setenta pasos del enemigo, el grito «a degüello», repetido por todos los oficiales del escuadrón. «Cualquier tentativa de cerrar las hileras al tiempo de atacar aumentaría los intervalos de los escuadrones, impediría el movimiento libre del caballo, que nunca necesita de más libertad que cuando corre al escape y cada tropiezo a derecha e izquierda disminuye sus esfuerzos. En el movimiento del choque el caballo debe ir sin sujeción en el freno y animado en cuanto pueda con la espuela; el jinete se apoyará sobre los estribos y echará el cuerpo hacia adelante.»En el manual, San Martín les pedía a sus oficiales que indicaran a los granaderos algunos trucos: cuando recibieran la descarga de la infantería no deberían dejarse apabullar porque eso sólo significaba que el riesgo había pasado y que no quedaba obstáculo por vencer: «Al paso se lleva el sable con la hoja descansando por su canto sobre el hombro; al trote y galope debe afirmarse la mano derecha sobre el muslo, y la punta inclinada hacia adelante; y a la voz de degüello, la primera fila pondrá su sable en la posición de estocada al frente, y la segunda en la de asalto.»El coronel aseguraba que quería leones en su regimiento, y les tendía emboscadas y pruebas de miedo a sus hombres para conocerlos mejor y retemplarlos, pero sabía que el culto del coraje no ganaba batallas. Que sólo la aplicación de la ciencia de la caballería moderna podía darles una oportunidad real de victoria. Y presionaba sin descanso a sus granaderos para que practicaran cada detalle de aquellas coreografías de la muerte.

Muchas veces esas prácticas se hacían frente al público, que se había acostumbrado a ir a verlos al Retiro. La gente contemplaba, absorta y sorprendida, las evoluciones de aquellos indocumentados que San Martín había convertido rápidamente en gallardos soldados de mirada altiva.

Remedios de Escalada, acompañada por sus amigas, también asistía al gran espectáculo. Y «el hombre» acercaba su caballo a las rejas, se quitaba el sombrero y les hacía una reverencia.

17.
U
NA AMARGA HISTORIA DE AMOR

Amantes fogosas y pasajeras, mujeres de burdel en francos higiénicos, amores intensos con una esbelta morena de Badajoz, amoríos salvajes con una chica licenciosa de taberna y una serie de romances discretos y maduros en los destinos que últimamente su carrera militar le había deparado. Ése era el historial de servicios en el área de la pasión con que contaba aquel oficial de caballería que, vestido con su uniforme de gala, esperaba en el altar de la catedral de Buenos Aires a María de los Remedios de Escalada en aquel ruidoso septiembre de 1812.

Hacía poco menos de cinco meses que la cortejaba, y su poderoso padre había dado el visto bueno para la boda, a pesar de que su esposa tenía malos presagios. Tomasa de la Quintana creía dos cosas: José de San Martín era un espía y aquel casamiento no era por amor sino por fortuna e influencia. Le disgustaba que ese hombre rudo y reservado se quedara con su delicadísima niña y que además le hubiera quitado en cuerpo y alma a sus dos hijos varones, que ya obedecían ciegamente a su jefe en materia política, militar y filosófica.

Remedios lamentaba la oposición de su madre, pero se dejaba llevar por su propio deseo íntimo. Estaba subyugada por el teniente coronel de los granaderos, y sólo quería pasar la vida entera con él. Al verla entrar del brazo del viejo Escalada, vestida de blanco, San Martín se entusiasmó con quererla. Un grupo exclusivo, entre los que estaban los misteriosos hermanos Robertson, también los principales oficiales del regimiento y algunos de los
habitués
de las tertulias patrióticas, asistía a esa misa de velaciones. Los testigos de la ceremonia de esponsales habían sido los Celestinos: Carlos de Alvear y Carmen de la Quintanilla. Remedios era nívea y pequeña, había sido criada entre algodones y fragancias, era culta y diplomática, y aquella ceremonia coronaba el momento más importante de su vida.

Fue entregada y escucharon misa envueltos en una misma mantilla blanca: ella sobre la cabeza y él sobre los hombros, en señal de unión. Comulgaron y escucharon las bendiciones, y después hubo fiesta con música en la calle de la Santísima Trinidad, donde los recién casados vivirían. Al atardecer, una escolta de granaderos los acompañó hasta una quinta de San Isidro y los flamantes esposos pasaron allí algunas noches a modo de luna de miei. La quinta pertenecía a una hermana de Remedios, y el teniente coronel se dedicó a desnudar y a poseer a su mujer con la mayor ternura y el mayor cuidado. La adolescente respondía con timidez y sensualidad, una combinación que al principio deslumbra a los amantes experimentados. San Martín no tenía un amor arrebatado. Sólo sentía que aquel amor de bajas intensidades era lo correcto para todos, y que el tiempo iría asentando la relación. Acostumbrado como estaba a tener todo fríamente organizado, ese matrimonio resultaba conveniente para su imagen y para su salud mental. Esa mujercita crecería a su lado y él iría educándola en el arte de amar y de vivir. Estaba muy acostumbrado a dominar sus emociones, y a poner hasta la última fuerza en la revolución. Y no quería recordar en esos momentos que en asuntos de amor la naturaleza y el instinto toman de algún modo las riendas y que también en esta materia «serás lo que debes ser o no serás nada».

Pero ¿se puede servir a dos banderas? ¿Se puede amar a una mujer cuando todo el corazón está puesto en una causa sublime? Napoleón le escribía a su consorte algo que San Martín podría haberle escrito alguna vez a la suya: «No he pasado un día sin amarte, no he pasado una noche sin oprimirte entre mis brazos, no he bebido una taza de té sin maldecir la gloria y la ambición que me tienen alejado del alma de mi vida. En medio de mis trabajos, a la cabeza de mis tropas, recorriendo campamentos, mi adorable Josefina está sólo en mi corazón, ocupa mi espíritu y absorbe mi pensamiento.»Bien es cierto que Bonaparte tenía una relación de iguales con Josefina, y que a pesar de las mutuas infidelidades y lejanías, saltaban chispazos entre ambos. San Martín ejercía, en cambio, una especie de paternidad sobre Remedios, la llamaba «chiquilla» y le prodigaba una relación cariñosa pero nunca volcánica.

A pesar de eso, él se decía que la amaba, y que era inteligente y bondadosa. Pero la guerra lo apartó una y otra vez de ella. Cuando lo enviaron a hacerse cargo del Ejército del Norte y Alvear lo acompañó a caballo hasta la salida de la ciudad, Remedios le escribió una carta contándole las maledicencias de su antiguo socio, que quería protagonismo absoluto, y de cómo, al verlo marchar con sus granaderos, el testigo de su boda había murmurado, irónica y triunfalmente: «Ya se jodió el hombre.»El vínculo con Remedios fue epistolar, por lo menos hasta que los achaques de salud hicieron retroceder a San Martín hasta Cuyo, donde aceptó la gobernación. Su esposa viajó entonces para acompañarlo y recreó en aquella residencia las tertulias de Buenos Aires. Mientras el coronel preparaba el cruce de los Andes vivió uno de los momentos más plenos de toda su existencia, y Remedios tenía mucho que ver con aquella nueva sensación. Acaso por primera vez «el hombre» tenía un hogar. La paradoja residía en el hecho de que trabajaba para perderlo: la monumental organización del cruce era penosa por falta de recursos económicos y a la vez estaba muy próxima. El plan de la logia Lautaro parecía por momentos imposible: nadie había logrado semejante hazaña. Ni siquiera Napoleón en los Alpes, un teatro de operaciones que no presentaba tantas dificultades. Había que atravesar las cinco cordilleras del paso de Los Patos por tortuosos senderos de cornisas y sin vehículos, llegar al otro lado y, sin solución de continuidad y sin respiro, ganar una batalla al pie mismo de las montañas. Remedios estaba aterrada por la empresa. Y como siempre deseosa de echar una mano, convencía a las damas mendocinas para que donaran sus alhajas, bordaba la bandera que los granaderos llevarían en la expedición y rezaba de rodillas para que su marido volviera vivo y entero de ese abismo helado.

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