Maria, una mujer libre y carismática, es la administradora del 315 de Grotta Perfetta, en Roma. Cuando muere repentinamente, deja una hija de seis años; y deja también una carta. La niña se llama Mandorla —Almendra—, y ya sólo su nombre encierra todo el encanto y el absurdo del que será su destino, ya que Maria ha dejado escrito que el verdadero padre de Mandorla es uno de los hombres que vive en el edificio. Tras una asamblea de vecinos en la que nadie confiesa su paternidad, deciden criar a la niña entre todos. Así, Mandorla irá cambiando de casa de los 6 a los 17 años, adaptándose a cinco modelos de familia: será testigo de la soledad de Tina; vivirá la separación de Caterina y Samuele; acompañará a Paolo y Michelangelo al Orgullo Gay; se sentará a la mesa de los Barilla, una familia tradicional, y vivirá las turbulencias de la eterna pareja de hecho, Lidia y Lorenzo. Y mientras Mandorla crece, se enamora y busca a su padre, Chiara Gamberale nos recuerda que, antes de ser mujeres, maridos, padres o hijos, somos personas: maravillosas y terribles, con una infancia que nos persigue. En esta luminosa novela descubrimos que la familia es una alquimia indefinible: quien la tiene es consciente de su peso, hasta el punto de querer librarse de ella, y quien no la tiene la desea como el único escenario posible de la felicidad.
Chiara Gamberale
La luz en casa de los demás
ePUB v1.0
Dirdam23.07.12
Título original en italiano:
Luci nelle case degli altri
Chiara Gamberale, 2010
Traducción: Isabel González-Gallarza
Editorial: Seix Barral, 2012
ISBN: 9788432209727
Editor original: Dirdam (v1.0
)
ePub base v2.0
Para Lidia, Rocco
Pietro y Jonathan
que se marcharon
pero dejaron la luz encendida
Alguna vez, andando por la calle,
¿no has pensado, junto a una ventana
iluminada, decir un nombre, oh, noche?
Respondía sólo tu silencio.
Pero igual brillaban las estrellas.
S
ANDRO
P
ENNA
,
en
Stranezze
Mamá. Durante todo el trayecto en el coche, hasta ese sitio tan raro donde por primera vez encontré esperándome a todas, pero a todas todas las personas que conocía (que tampoco es que fueran tantas, pero verlas a todas juntas impresionaba bastante), no pensé en nada más. Y todavía, sentada en esos escalones tan fríos, mientras todas las personas que conocía decían que no con la cabeza, lloraban y se abrazaban, me apretaba las rodillas contra el pecho y no conseguía pensar en nada que no fuera mamá. Mamá, mamá, mamá, mamá. No había manera. Mamá, mamá, mamá. Me ponía de pie para dar una vuelta y repetía mamá, imposible parar, mamá, mamá, mamá; las personas me acariciaban la cabeza, y yo decía mamá. Pobre Mandorla, decían ellos, pero yo sólo mamá, mamá, es que ya me daba hasta vergüenza, mamá, mamá, al menos los vídeos, cuando se atascan, tienen un botón que pone STOP para que paren, pensaba yo, y entonces me buscaba ese botón, entre las ideas, las palabras, la diadema que me había regalado la señorita Polidoro, el pelo, las orejas, pero no lo encontraba, y seguía: mamá mamá mamá mamá mamá.
Cuando aquella mañana sonó el teléfono, Tina Polidoro temía que fuera alguna monja de la residencia en la que vivía su madre (que, por contar una entre tantas, la semana anterior había acusado a la cocinera de haberle echado veneno en el flan). Las otras posibilidades eran que los gemelos estuvieran de nuevo en bancarrota, o simplemente que Gianpietro llamara para saludarla.
Y es que sólo esas personas tenían su número de teléfono, para contarlas bastaban los dedos de una mano, y hasta sobraba uno.
Las llamadas que se reciben a esta hora, pensaba Tina arrastrándose desde la cocina hasta el salón para contestar, se dividen siempre en dos categorías. Por un lado están las que habrás olvidado en el momento de irte a la cama, y por otro las que, por el contrario, te volverán a las mientes: y ésas, a su vez, se dividen en otras dos categorías: están las que te ayudan a conciliar el sueño, y las que te lo quitan del todo.
Pero no se trataba ni de una monja, ni de los gemelos ni de su antiguo alumno favorito.
Era un policía.
—
Mi madre es muy mayor, sea lo que sea lo que haya podido decir o hacer en contra de las monjas no ha sido con mala intención, se lo aseguro. —Tina sintió la necesidad de aclarar las cosas desde el principio.
—
¿Qué?
—
Las monjas de la residencia, digo.
—
¿Qué monjas?
—
Ah. Nada, perdone, olvídelo.
—
No pasa nada. Mire…
—
Bueno, y entonces ¿qué han hecho esta vez los gemelos?
—
…
—
¿Tampoco tiene que ver con los gemelos? Pero entonces, a ver, dígame: ¿qué ha pasado?
Y si las llamadas mañaneras revelan su naturaleza al llegar la noche, pues…
Desde luego no era necesario esperar a la noche para saber que la noticia que ese policía (tan amable) tenía que darle podía considerarse una tragedia. Una auténtica tragedia.
El teléfono sonaba en el vacío.
Claro. Aparentemente, ése era un martes por la mañana normal y corriente, un martes como tantos otros: como todos los martes.
No había motivo para que el ingeniero Barilla no estuviera en la oficina, para que su señora no estuviera en el hospital y para que Giulia y Matteo no estuvieran en el colegio.
Tina iba a colgar cuando, por fin, una voz al otro lado del teléfono le contestó.
—
Casa Barilla, buenos días.
—
Esto… Soy Tina Polidoro, del primero.
—
Señores no casa. Vuelve una y media.
—
Ah. ¿Puede decirles que he llamado, por favor?
—
Yo digo.
—
Gracias.
La lista de Cate, oh, Dios mío, pensó de repente Samuele Grò.
2 PECHUGAS DE POLLO
PAN (1 BARRA O 3 CHAPATAS)
TOMATITOS CHERRY (1 CAJA)
COMPRESAS
MONURIL (SOBRES)
SÉMOLA
PAGAR FACTURA TELÉFONO + GAS
LLAMAR PEDIATRA PARA VACUNA LARS
LLAMAR A TUS PADRES PARA CANCELAR CENA PASADO MAÑANA
Se le había olvidado por completo y, si no se daba prisa, encontraría la farmacia y la oficina de correos cerradas. Se puso el chubasquero deprisa y corriendo, los vaqueros encima de los pantalones del pijama, y estaba a punto de ponerse los zapatos cuando sonó el teléfono.
—
Es mamá, pequeñajo, mejor no contestamos —le dijo a Lars, que estaba muy ocupado en meterse en la boca con mucha determinación el talón de uno de sus piececitos.
Pero el teléfono insistía. E insistía, e insistía.
A lo mejor al final resulta que se cabrea más si no lo cojo, porque lo mismo tiene algo urgente que decirme, que si lo cojo, y descubre que aún no he hecho nada de todo lo que tenía que hacer.
—
¿Diga? —dijo por fin descolgando el auricular, con la voz jadeante del que acaba de llegar a casa justo en ese momento.
—
Soy Tina Polidoro.
—
Ah… señorita… qué casualidad, justo iba a llamarla yo. ¿Podría dejarle a Lars unos minutos? Es que hace frío, y tengo que…
—
Señor Grò.
—
¿Sí…?
—
Estoy en la morgue.
—
¿Qué?
—
No sabe qué desgracia.
Para ser sinceros, Tina todavía no había entendido bien quién de los dos hacía de mujer y quién de hombre. Durante una reunión, Maria le explicó un día que no había papeles que interpretar, se trataba de dos hombres enamorados y nada más, pero ella no conseguía ver las cosas así: era demasiado confuso.
Pero bueno, esperaba que quien cogiera el teléfono fuera Paolo. Tina siempre prefería tratar con él, y más aún en un día como ése.
Michelangelo la ponía nerviosa, con esa mirada huidiza como de alguien que no quiere hacerte caso del todo, como si siempre tuviese otra cosa más importante en qué pensar. Y, además, se acordaba muy bien (y eso que ella a los asuntos de los demás sólo les prestaba la atención justa, la necesaria para parecer amable, pero no demasiada para que nadie pudiera pensar que era una cotilla) de que, hacía tiempo, Michelangelo y Maria habían estado muy unidos.
—
¿Paolo?
—
Soy Michelangelo, Paolo no está.
—
Ah, muy bien.
—
¿Quién es?
—
… y él, ¿sabe lo que me contesta él? Entonces me voy, contesta, porque nada de afrontar los problemas, no, claro que no, si hay problemas uno se larga, claro que sí: uno se bate en retirada, que es peor, porque los dos sabemos muy bien cómo es el camino que hay que recorrer, los dos sabemos dónde surgirán los imprevistos… ¿Y yo?, le pregunto: ¿y entonces yo, según tú, qué debería hacer yo? Venirte abajo, me dice. La pareja es un organismo artificial que no tiene nada de sano, sólo los ingenuos o los muy estúpidos pueden esperar algo bueno de la persona con la que están. Entonces me puse furiosa, doctora. Ya está, ya has dicho tu típica estupidez de siempre. Y me dice él: es fácil llamar estupidez a un concepto filosófico que somos demasiado ignorantes para entender. Como si la analfabeta fuera yo, ¿entiende, doctora? ¡Yo! Cuando el verdadero analfabeto es él, que en cuanto alguien le habla de vísceras, pierde los papeles ¡y sólo puede contraatacar con la cabeza! Lo hace porque tiene miedo, ¿verdad, doctora?, me doy perfecta cuenta: pero ¡con qué violencia, con qué inadmisible violencia ataca a los demás para defenderse él! Hay que ver cómo consigue que los demás se sientan inútiles. No va a ser casualidad que
Efexor
siempre elija dormir debajo de mi lado de la cama, ¿no? Me da a mí que él también nota que no es alguien de fiar, que uno no se puede fiar de él: en algunas cosas, los perros no se equivocan… Espere un momento, se ha despertado… Es casi la una, por fin lo ha conseguido, perdóneme un momento, ¿eh? ¿Qué pasa?