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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (48 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—Cada vez es más largo el camino.

A Julián le preocupaba que su madre sufriese un colapso en la travesía, de modo que asomó su cabeza por la ventana e intimó al cochero a detenerse en cuanto viese un grupo de árboles o algún curso de agua.

—¿Cansada, señorita O'Connor? —preguntó, al ver que Elizabeth estiraba con disimulo las piernas.

—Un poco, lo normal en estos casos. Al menos, tenemos un techo sobre nuestras cabezas.

La joven recordaba, sin duda, el viaje anterior en la carreta de Eusebio, con apenas un retazo de cuero suspendido para protegerlas del sol.

—No debe faltar mucho para Kakel Huincul —comentó Julián, al ver de reojo que su madre se reclinaba sobre el asiento, vencida por el cansancio—. Allí hay una guardia militar. Si es necesario, nos detendremos un rato, pues para Dolores falta un trecho.

—Dios mío, no. Un fortín no es el lugar adecuado para nosotras, hijo. Ya bastante tuve con los soldados del Centinela durante mi estadía. La señorita O'Connor no se sentirá cómoda y la comprendo.

—Por mí no se apure, doña Inés —dijo Elizabeth, algo preocupada por la palidez de la madre de Julián.

La mujer casi no había dicho palabra durante el viaje y recurría a la botellita de tónico muy seguido.

—Convérseme un poco, Miss O'Connor —repuso de pronto Inés, abanicándose—. Soy una compañera de viaje deplorable, lo lamento. Mi salud no me ayuda.

—No se preocupe. Recuerdo que mi viaje en el
Lincoln
tampoco fue fácil, aunque no tuve los mareos que sufrieron los demás pasajeros. Debe ser mi sangre irlandesa. Decía mi madre que mis ancestros fueron hombres de mar.

—Qué interesante. ¿De qué lugar proviene su familia, Miss O'Connor?

—Son oriundos del condado de Kerry, en la costa sudoeste de Irlanda. Mi madre me contó que el abuelo de mi padre era un viejo lobo de mar que cruzaba a los viajeros de una isla a otra en su bote. Allá hay islas por todos lados, un verdadero laberinto. Tal vez yo haya heredado ese gusto por navegar y así se explica mi presencia en estas tierras tan lejanas.

—¿Ha visitado el país de sus orígenes alguna vez?

Elizabeth adoptó una expresión melancólica y esperanzada.

—Nunca, y lo deseo mucho. Los cuentos con los que me dormía de pequeña están llenos de historias de allá, hablan de druidas y de hadas. Yo había pensado... —y Elizabeth se cortó, al recordar cuáles habían sido sus ilusiones al llegar a la laguna.

—¿Sí? —Inés Durand se inclinó hacia adelante, interesada en el relato de la maestra más de lo que esperaba.

—Sólo que planeaba enseñar a los niños algunas de esas tradiciones, porque son muy bonitas y estimulan la imaginación. La señora Mann siempre me hablaba de incorporar nuevas técnicas en la enseñanza y yo creí que las historias fantásticas de la isla serían adecuadas para mis niños.

—¿Y no lo fueron?

—En realidad, no hubo tiempo de comprobarlo. Las necesidades inmediatas de los alumnos me obligaban a veces a improvisar.

—Usted debe haber ayudado mucho a esas pobres almas perdidas —comentó Inés Durand, pensativa—. Insisto, sin embargo, en que sus facultades serán mejor apreciadas en un lugar más avanzado, como Buenos Aires, o alguna de las provincias donde ya funcionan escuelas normales para la formación de maestros.

—Sin duda es allí adonde pensaba enviarla Sarmiento —intervino Julián, que no había podido sustraerse al encanto con que Elizabeth hablaba de su vena irlandesa.

—El "loco" le dicen —comentó doña Inés—. ¡Quién sabe lo que estaría pensando al enviarla a este lugar!

Ña Lucía se removió, molesta por la insinuación. Ella conocía al Presidente mejor que esas gentes, ya que a diario le servía el té o el chocolate cuando compartía la sobremesa con su patroncita. Se mordió la lengua para no replicar.

—Oh, estoy segura de que el error no fue suyo. Me impresionó como un hombre que sabe lo que quiere, de carácter fuerte —dijo Elizabeth.

—Eso no lo pongo en duda —aseveró la madre de Julián—. Sin embargo, soy partidaria de que las tareas más duras deben desempeñarlas los hombres. ¿Acaso no hay maestros para traer?

—Otra cosa que sostiene la señora Mann es que las mujeres estamos mejor dotadas para enseñar a los niños. Dice que, por cuestiones de naturaleza, nos amoldamos más a las necesidades de los pequeños. De todas formas, tengo entendido que algunos educadores están siendo contratados.

—El señor Stearns —afirmó Julián—. Creo que fue a Paraná, aunque no sé qué suerte ha corrido. Nuestro país no es fácil, señorita O'Connor. Se necesita mano dura y eso nos hace correr riesgos, ya que los caudillos tienen gran aceptación entre las gentes. De ese caudillismo nos quiere sacar Sarmiento y, la verdad, a veces dudo de que lo consiga.

—¿Conoce a Miss Gorman? —dijo de pronto Elizabeth.

Le había quedado la pena de no comunicarse con la primera de las compatriotas que viajó a la Argentina. Julián estaba a punto de responder cuando su madre lo sorprendió al afirmar:

—¿Mary Gorman? Supe que el Presidente la conoció en su país, durante un viaje, y que le causó mucho impacto. Se llama Elizabeth, al igual que usted. Quizá hasta sea irlandesa.

—No tuve el gusto de conocerla, y no estoy segura del origen de su sangre pero, si por casualidad fuera escocesa, no creo que le divierta la confusión. Los escoceses son muy orgullosos de su identidad.

—¿Los irlandeses no?

Elizabeth se sonrojó ante la pregunta incisiva de Julián.

—Pues... debo admitir que sí, tanto o más. Si hay algo que define a un irlandés es su orgullo. Supongo que les costó mucho defender su identidad frente a las invasiones. Yo misma, pese a haber nacido en Boston, me considero irlandesa por sangre. Tal vez las historias que contaba mi madre hayan influido mucho, no sé... Mire —añadió, sacando de entre las puntillas del cuello un dije sujeto por una cinta azul—. Es el trébol de Irlanda, su símbolo.

Julián aprovechó la ocasión para acercar su rostro al de Elizabeth y aspirar su fragancia de lilas. Vio un pequeño trébol de oro que relucía sobre la yema del dedo de la joven.

—Muy bonito.

—El verde del trébol es también un rasgo de identidad. Allá todo es muy verde, por eso la llaman la "isla esmeralda".

—Por eso son tan verdes sus ojos —comentó con suavidad Julián.

Elizabeth volvió a sonrojarse, en tanto que doña Inés y Ña Lucía cruzaron miradas.

—¿Y por qué preguntaba por Mary Gorman, Miss O'Connor?

—Sé que vino a Buenos Aires el año pasado, sin embargo, nadie me habló de ella ni supe dónde se alojaba.

—Tengo entendido —contestó doña Inés, con la autoridad que le daban las horas de tertulia compartidas— que la pretendía un compatriota suyo, de la misma familia que la recibió, y a raíz de eso no siguió adelante con el proyecto de Sarmiento.

—Qué pena. Era una de las pocas que hablaban castellano a la perfección.

—Como usted, "Miselizabét" —intervino Ña Lucía, que se moría por meter bocado en la conversación.

—Sí, ésa fue una de las ventajas que señaló la señora Mann cuando me recomendó. Pero también puedo hablar gaélico, la vieja lengua de Irlanda.

Y, para demostrarlo, entonó una balada que narraba la historia de un amor desdichado que sólo en el país de las hadas podía realizarse.

La dulce voz de la señorita O'Connor invadió el interior del vehículo, hechizando a los tres pasajeros con su suave cadencia. Julián, herido más allá de lo posible por la dulzura de la voz, cerró los puños y mantuvo la vista fija hacia delante, procurando no encontrarse con los ojos de Elizabeth.

El coche se detuvo, interrumpiendo el mágico momento.

—¿Adonde hemos llegado, hijo?

—Es la laguna de Kakel Huincul. Bajemos para estirar las piernas.

La propuesta fue aceptada con entusiasmo. Los pasajeros, custodiados por la escolta, se aproximaron a los pajonales de la orilla. Elizabeth empapó su pañuelito en el agua fresca y se humedeció la frente y las sienes. Julián ayudó a su madre a tenderse bajo la sombra exigua de un caldén y luego se alejó en procura de su propio refresco, lejos de las miradas de las damas. Ña Lucía y la doncella de doña Inés compartieron el agua de un botellón que la previsora mujer llevaba en una cesta. El aire denso retenía el graznido de los patos y el aleteo de las garzas. Cada tanto, una bandada de pajarillos verdes, muy chillones, surcaba el cielo con gran alboroto.

Elizabeth se abrió la blusa para apretar el pañuelito mojado en la base del cuello, palpitante por la fatiga. Ansiaba despojarse de los botines y chapotear en la orilla, pero no le pareció decoroso frente a los hombres, de manera que se conformó con arremangarse la blusa y caminar moviendo la falda. Aquella laguna era hermosa también, aunque carecía de la sensación de libertad que transmitía la de Mar Chiquita. Rememoró sus andanzas entre los médanos, cuando sentía la arena caliente bajo los pies y la sal del aire en sus pulmones. ¿Qué haría en esos momentos Francisco? ¿Se acordaría de ella o ya la habría pasado a la lista de conquistas fáciles? La conciencia de haber actuado como una tonta le produjo desazón y pateó con furia unas piedrecillas redondas que cayeron en el agua. Se quitó la capotita celeste y continuó caminando, con el cabello libre de ataduras.

Julián la observaba de lejos. Era una estampa bucólica entre los juncos, recogiendo flores y añadiéndolas a su sombrero. El joven echó un vistazo hacia atrás para asegurarse de que no los veían, y en varias zancadas alcanzó a la muchacha.

—¿Mejor?

Elizabeth se sobresaltó, no tanto por la presencia de Julián sino porque su llegada interrumpió los pensamientos pecaminosos. Pese a sus esfuerzos, no podía sacarse de la cabeza al señor Santos, en especial al que había conocido la noche de la tormenta pues, aunque en la mayoría de sus encuentros él se había comportado de manera salvaje y hasta cruel, aquella noche demostró ser capaz de honda ternura al iniciarla en el amor. Ese contraste creaba más dudas en su interior.

—Mejor, gracias —dijo, cuando encontró su voz.

—Fue muy lindo lo que cantó allá, en el coche, Elizabeth. ¿Cómo se llama?

Ella se encogió de hombros.

—La mayor parte de las canciones que conozco no tienen título o, al menos, mi madre nunca lo supo. Tampoco sé escribirlas, sólo cantarlas.

Julián se puso a la par, conteniendo su paso para acompañarla. Las ruidosas catas volvieron a pasar, provocando que Elizabeth alzara la cabeza y frunciera el ceño.

—¿Qué son?

—Acá las llaman periquitos o cotorras. Son una plaga, se adueñan de todo. Viven en grandes árboles, de varios nidos por copa. Hacen un batifondo increíble.

—Ah —dijo de pronto la joven—. Es como la que Luis bajó del tala.

Como Julián la miró interrogante, ella le relató el episodio del nido con animación, hasta que el relato orilló el encuentro con el señor Santos.

Julián percibió el tono cuidadoso con que ella hablaba del asunto y decidió tomar el toro por las astas.

—Elizabeth —murmuró, deteniéndose junto a un cañaveral que los ocultaba del resto del pasaje.

La muchacha contempló el rostro delgado y notó que sus rasgos, siempre amables y risueños, se endurecían al mirar hacia la otra margen de la laguna. Julián quería decirle algo y ella temía que fuese lo que estaba pensando.

—Le ruego me disculpe si la ofende mi atrevimiento, no me consideraría su amigo si no hablara con la mano en el corazón.

—Diga —lo animó Elizabeth, casi temblando.

—Una muchacha como usted, sola en un país extranjero, puede necesitar a veces... el apoyo de un amigo. Puede confiar en que mi familia y yo estaremos siempre a su lado cuando lo necesite. No importa cuál sea la necesidad. ¿Entiende lo que le digo?

Elizabeth asintió, sin entender demasiado. Julián se veía molesto.

—Lo que quiero decir —prosiguió— es que me tendrá a su lado siempre que lo desee, aun si no quisiera revelar a otros la razón. Elizabeth —exclamó, fastidiado por no poder ser más franco en todo ese asunto—, conozco bien las contingencias que pueden apenar a una jovencita inexperta como usted, y no tome a mal mi apreciación. Yo... me intereso seriamente en su bienestar y, si me lo permite, la visitaré a diario en Buenos Aires para saber cómo se encuentra y ver que nada le falte. Me importas, Elizabeth, permíteme que te tutee. Puedo esperar el tiempo que sea y sólo pido honestidad de tu parte.

Era lo más cercano a una declaración, y si bien lo no dicho pesaba entre ellos Julián apreció el entendimiento en los ojos de la muchacha, ya que se había sonrojado. Odió a Francisco en ese instante y tuvo que contenerse para no estrechar a la señorita O'Connor entre sus brazos y jurarle amor y protección para toda la vida, aun arruinada como estaba.

Elizabeth creyó, por un momento, que Julián le estaba proponiendo la misma situación deshonesta que el señor Santos, y algo en la mirada del joven le dijo que se trataba de una compensación, la única posible. Se sintió malvada e ingrata por no aceptar la solución que con generosidad le ofrecía. ¡Si tan sólo fuera Francisco Peña y Balcarce el que le hablase, en lugar de Julián Zaldívar! Midió las palabras que diría para no herirlo.

—Agradezco su fidelidad, Julián. Sé que cuento con un buen amigo —y sonrió, para atenuar el efecto—. Pero supongo que estaré bien, una vez que me hayan asignado mi nuevo puesto. No olvidaré la amabilidad con que me recibieron ni tampoco la ayuda que me brindó cuando acudí a su casa.

—Por favor, tutéame, Elizabeth.

—Yo... Julián, no deseo que te preocupes por mí. Serán sólo tres años de contrato, luego partiré hacia mi país. Como experiencia...

—Tres años es suficiente.

—¿Cómo?

—Digo que en tres años pueden pasar muchas cosas y mi oferta sigue en pie.

Elizabeth miró desconsolada la superficie de la laguna, donde algunas aves zancudas picoteaban buscando alimento. Las lágrimas se agolpaban tras los párpados y no quería dejarlas salir. Estaba tan avergonzada... La preocupación de Julián la había enfrentado con la seriedad de su situación: podría haber quedado encinta del encuentro con Santos. La proposición de Santos la había humillado, por eso ella había reaccionado con altivez, rechazándolo; la de Julián, en cambio, la convertía en una mujer necesitada de la protección masculina para conservar las apariencias, algo que Elizabeth detestaba. Si había estudiado para ser maestra, era porque valoraba la independencia y sentía que las cosas estaban cambiando para las mujeres, tal vez en su país antes que en otros. La epopeya de las maestras que acudieron a Virginia a educar a los libertos en pésimas condiciones de higiene y comodidad le había servido de ejemplo mientras se preparaba. Las enseñanzas de Horace Mann, las novedades educativas de Matilde Krieger para los
kindergarten,
su corta experiencia con los sordomudos junto a Mary Mann, toda su formación intelectual sería echada por la borda si ella recurría a un hombre, cualquiera que fuese, para solucionar el más viejo de los problemas femeninos: un embarazo no deseado. Recurrió a su herencia de luchadora irlandesa para rechazar la oferta, más tentadora aún porque ella apreciaba a Julián y sabía que la vida a su lado sería fácil y llegaría a quererlo. Debía ser honesta, sin embargo. Él tampoco merecía cargar con la culpa de otro. Además, todavía era muy pronto para saber si su desliz había tenido fruto.

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