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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (54 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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El "señor Santos" sí, pero... ¿y si ella conociese al verdadero Francisco Peña y Balcarce?

Una idea interesante comenzó a formarse en su cabeza. Lo único que debía hacer era mantener a raya los ataques.

CAPÍTULO 24

Antes de que la convalecencia de la tía Florence terminara, la joven criada de los Dickson, Micaela, cayó enferma de peste y tras ella, Roland. En la mansión había tres enfermos que atender y un loco, pues el tío Fred había comenzado a desvariar ante tamaño infortunio. Era demasiado para la pobre Elizabeth. Tenía que atrancar la puerta para evitar que el hombre huyese a las calles aterrorizado gritando "la peste, la peste", como si el atacado fuese él, o como si recién acabara de enterarse del mal que azotaba la ciudad.

Una mañana encontró la cocina desierta y ni rastros del desayuno. Indagó a la criada de adentro y ésta le confesó que la cocinera había huido por la noche a la casa de una hermana que vivía en el campo, por miedo al contagio. La tragedia ponía a prueba todas las voluntades.

Otro día, Elizabeth se dispuso, con ayuda de la mucama, a ventilar la sala, que estaba cerrada desde el principio de la enfermedad de la tía Florence. Abrieron los postigos, dejando entrar la luz macilenta del amanecer junto con el olor repugnante del ácido carbólico y el cloruro de calcio, los desinfectantes usados para mantener a raya el contagio. Unas partículas de polvo blanco hicieron toser a Elizabeth.

—Señorita, no respire —le dijo la mucama asustada—. Es el polvo de cal que usan para tapar a los muertos.

Cerraron los postigos y dejaron que la oscuridad se adueñara de nuevo de la habitación.

El horror era algo tan cotidiano que a Elizabeth le costaba recordar una época en que no hubiera habido peste. Por suerte para ella, al vivir encerrada no veía a las personas que morían en la calle, víctimas de la fiebre de manera súbita, aunque el olor putrefacto decía a las claras que no siempre se podían recoger los cadáveres con rapidez.

Una vez desencadenado el mal poco podía hacerse, fuera de atender las necesidades de la víctima para que se sintiese confortada, siempre y cuando mantuviera la conciencia como para darse cuenta.

El caso de Roland parecía más grave que el de su madre y Elizabeth decidió buscar ayuda con los médicos de la Comisión. Tenía el membrete del doctor Roque Pérez, donde se leía una dirección, no lejos de allí. Hasta ese momento, se había negado a trasladar a su tía al Hospital General, pese a que sabía que los médicos y las enfermeras realizaban extraordinarios esfuerzos para salvar vidas, porque verse en un hospital lleno de camas alineadas, junto a desconocidos, habría resultado fatal para ella. Además, la mujer no había experimentado las formas de peste más malignas.

No era el caso de Roland. Su primo había llegado a los síntomas más preocupantes y Elizabeth no se sentía con fuerzas para enfrentarlos.

Salió una tarde rumbo a la calle de Marte, vestida con lo más fresco que encontró en su ropero, ya que el calor de los Carnavales no perdonaba. Ni siquiera cubrió sus cabellos, algo impensable en otras épocas para la señorita O'Connor.

El cielo se hallaba encapotado, el clima se sentía pegajoso como nunca, la brisa del río traía humedad y parecía acentuar las evidencias de la peste en las calles. Al llegar a una vereda de casas distinguidas, Elizabeth se topó con una placa de bronce que decía: "Doctor Ortiz, médico". Una luz roja colocada sobre la pared la iluminaba. Se detuvo, indecisa. Ella pensaba recurrir a la Comisión Sanitaria para que le enviasen un médico a la casa, pero si encontraba uno en el camino, bien podía consultarlo. Subió al peldaño para alcanzar la aldaba, una garra de león de pesado bronce, y aguardó. Al cabo de unos minutos, la puerta se abrió y un hombre vestido de modo impecable y con el cabello lustroso peinado hacia atrás apareció en el marco. Elizabeth se sintió intimidada ante la mirada inquisitiva. Creería que ella era una fulana cualquiera, o tal vez una sirvienta desamparada en busca de trabajo, al verla sola en las calles y vestida con ropas sencillas. La mirada del hombre era cálida, sin embargo, y no dijo nada ofensivo.

—¿Me necesitan, señorita?

¡Claro! Tratándose de un médico, sería normal que acudieran a buscarlo en cualquier momento. Más tranquila, Elizabeth se presentó y repuso:

—¿Es usted el doctor del letrero? Si es así, solicito su ayuda, pues llevo varios días atendiendo a enfermos de fiebre y hay un caso difícil para mí.

El doctor Ortiz contempló a la persona que tenía ante sí. Debía tener mucho temple para salir a las calles apestadas y, sobre todo, enfrentar sola la tarea de cuidar enfermos. La hizo pasar a un saloncito contiguo al zaguán. Allí la invitó a sentarse y le ofreció un café que Elizabeth rechazó, algo incómoda al invadir el recinto de un hombre, aunque fuese médico. El doctor Ortiz se sentó enfrente de ella, con las manos cruzadas ante sí, en actitud expectante.

—Dice usted que viene cuidando enfermos de fiebre. ¿Dónde?

—En la propia casa. Al principio se trató sólo de mi tía y su enfermedad no alcanzó las etapas más graves, ahora tengo a mi primo y a una criada enfermos al mismo tiempo y temo que los síntomas no son los mismos.

El hombre se llevó una mano a la barbilla, pensativo.

—¿Alguien la envió a mí?

—No... quiero decir, encontré su placa en la calle y pensé...

—Voy a serle sincero, señorita. Soy médico, aunque mi especialidad es la homeopatía, algo no muy bien visto entre mis colegas. Rara vez acuden a mí, a menos que se encuentren desahuciados, como tal vez sea este caso. Quiero que sepa que mis métodos no son los habituales. ¿Entiende lo que digo?

Elizabeth entendía a medias. Si ese hombre era médico, debía saber cómo actuar, no importaba cuáles fueran sus métodos. Recordó a Huenec y sus prácticas poco ortodoxas para sacar al señor Santos de su conmoción. Estaba dispuesta a recurrir a cualquier remedio con tal de salvar a Roland y a la muchacha. Sabía que, en situaciones extremas, no se podía elegir.

—Me encuentra usted de casualidad. Vivo en Chile y he venido sólo a cerrar la casa —al ver la decepción en el rostro de la joven, agregó—: Sin embargo, un médico es lo más parecido a un sacerdote. No importa dónde esté, siempre puede ponerse el hábito y ayudar al que lo solicita. No se apure, señorita, la acompañaré a su casa y veré qué puede hacerse.

El doctor Ortiz indicó a Elizabeth que aguardase mientras buscaba su sombrero y llamaba un coche. Luego, ambos partieron hacia la mansión Dickson.

Dos largas horas estuvo revisando a los pacientes. Al salir de los cuartos, el hombre se dirigió a Elizabeth sin preámbulos:

—La muchacha morirá, sépalo desde ahora. No hay vuelta atrás en el estado en que se encuentra. Su primo todavía puede salvarse, siempre que su organismo aguante los embates de la fiebre. Sin embargo, no albergue demasiada esperanza, señorita. He visto casos más leves terminar con la vida del paciente, todo depende de su propia resistencia. Justamente de eso trata la homeopatía, de apuntalar al organismo para que no se enferme o que, llegado el caso, pueda resistir la enfermedad.

—Pero, ¿los médicos no saben eso? —comentó dudosa Elizabeth.

—No todos los médicos comparten este enfoque y por eso los homeópatas estamos marginados de la buena sociedad médica —el doctor Ortiz dijo esto con cierta amargura que oscureció sus ojos marrones—. Espero que llegue el día en que se dejen de lado los convencionalismos y se acepte que todo lo que cura es medicina, sin importar los métodos.

—¿Incluso la medicina de los indios?

—Incluso ésa —sonrió el doctor, y su semblante se iluminó al ver que la joven comprendía su punto de vista—. Los antiguos eran muy sabios cuando centraron su atención en los humores del cuerpo. Nos estaban diciendo que nos enfermamos cuando el cuerpo quiere y no cuando los gérmenes atacan. Hay una gran diferencia y es complejo de explicar.

—Y no queda mucho tiempo —suspiró Elizabeth.

—Así es. Si opta por mi medicina, le dejaré unos preparados que llevo conmigo y le indicaré cómo tomarlos. Lamento no poder quedarme, hace tiempo que no vivo en Buenos Aires por motivos personales y no puedo ejercer aquí. Esa placa que usted vio estaba a punto de ser quitada. Fue providencial que la viese antes.

Elizabeth pensó que todo en su vida estaba siendo guiado por un hilo misterioso: el encuentro con la novicia, con el doctor Ortiz... Esperaba que ese hilo la condujera, por fin, adonde su corazón hallara el sosiego que buscaba. El doctor apuntó en una libreta el nombre de las sustancias y cómo debían suministrarse. Incluso indicó a Elizabeth que tomara una gotas de un frasquito de color oscuro para fortalecer el cuerpo, "y el espíritu", agregó, sonriendo. Cuando ella le habló del problema del tío Fred, el doctor Ortiz meneó la cabeza con pesar.

—Es terrible cómo la mente actúa sobre el cuerpo, tanto para bien como para mal. He visto casos increíbles de enfermedad y de curación por la mente. Es un tema que me apasiona y al que pienso dedicarme allá, en Chile, cuando regrese. No albergo muchas esperanzas de ser escuchado, pero debo intentarlo.

De pronto, a Elizabeth se le ocurrió que el doctor Ortiz podía tener una respuesta al problema que aquejaba al señor Santos. Vino a su mente el nombre de Dioclecian Lewis, un médico de Harvard que también sostenía principios originales, como el efecto sanador de la gimnasia. No perdía nada con intentarlo, aunque tal vez Francisco no mereciera tanta preocupación. Le refirió en pocas palabras los síntomas que había visto en Santos, sin nombrarlo y sin decir nada sobre las circunstancias en que lo había conocido.

—Es un caso paradigmático —repuso él, muy interesado—. Porque la ceguera suele ser un efecto secundario de un mal más complejo. Hay distintos tipos de ceguera, y si este pobre hombre la sufre por períodos, recuperándose por completo cada vez, es indudable que el mal no es orgánico, por lo menos, su principio no lo es. Lástima que no pueda verlo. Sin embargo, puedo hacer algo por él —y abrió el maletín de donde había sacado los otros medicamentos—. Esto es un tónico que apacigua los efluvios de la sangre al cerebro. Los dolores de cabeza son producidos por el torrente de sangre que acude sin control, las más de las veces aguijoneado por los nervios. ¿Entiende?

Elizabeth asintió, fascinada. Como si un velo se descorriese, veía ante sí la solución al problema del señor de la laguna. ¿Cómo no lo había notado antes? Cada ataque que ella había presenciado ocurría en medio de alguna situación traumática: la pelea con Jim Morris, la visita a los toldos de Catriel, la tormenta en el desierto...

—¿Y este tónico calmará sus nervios? —preguntó, indecisa.

—Al principio. Actuará como un canalizador de esa fuerza, pero la verdadera curación está aquí —y el doctor se tocó la frente con un gesto significativo.

Elizabeth se mostró tan intrigada que el doctor Ortiz se echó a reír.

—Usted sería una discípula extraordinaria, señorita O'Connor. Casi estoy lamentando no quedarme para instruirla. Sabe Dios que no son muchos los que se interesan por estos asuntos. No me es posible, sin embargo —y Elizabeth percibió un dejo de amargura en esa explicación.

El pobre doctor Ortiz también tendría sus problemas, algo que tal vez ni su medicina podría solucionar.

Se despidieron deseándose mutuo bienestar, sin saber si sus caminos se cruzarían de nuevo. Habían intercambiado algo valioso y no olvidarían ese encuentro.

A principios de febrero, los muertos alcanzaban cifras escalofriantes. Los viajes de los sepultureros al osario común no cesaban y allí los cajones se apilaban unos sobre otros, pues ni tiempo había de acomodarlos. Como suele ocurrir en situaciones extremas, los más degradados quisieron sacar provecho y hubo una huelga de enterradores que no duró más de dos días, pues el director del cementerio los obligó a retornar al trabajo a punta de pistola. Lo bueno y lo malo del hombre se alternaban, como caras de una misma moneda, y cada día ocurrían actos de arrojo y de cobardía. Y cada día las noticias informaban de la muerte o la recaída de unos y otros, buenos y malos, pobres o ricos, con esa fatal justicia propia de la desdicha.

Una mañana en que Elizabeth salió a la puerta para comprobar que el umbral estuviese limpio, medida de prevención exigida por las autoridades, escuchó la voz de un pregonero y se detuvo para ver qué ofrecía. Eran tan escasos los carros que pasaban... Cuando el hombre se tocó el sombrero para saludar, ella dijo con ingenuidad:

—¿Qué vende, señor?

—Cajones, señorita. ¿Quiere alguno?

El horror de la situación adquirió un matiz grotesco en esa oferta descarada de algo tan terrible como si fuera una mercancía común. Elizabeth no pudo soportarlo y entró con rapidez, cerrando la puerta con un golpe.

—¿Cómo puede ser, cómo puede ser? —gimió, llevándose las manos a la cabeza.

La mucama se le acercó, temerosa.

—Señorita...

—¿Qué sucede, Emalina?

—Es Micaela. Ha muerto.

Las dos se miraron, consternadas. No por anunciada, aquella muerte les afectaba menos. Elizabeth pensó en los cajones del vendedor ambulante. Tal vez había juzgado con dureza al hombre y estaba realizando un servicio.

Esa tarde llegó una carta desesperada de Julián. Le decía que doña Inés había enfermado y, aunque los médicos aseguraban que no se trataba de la fiebre, el pobre temía lo peor, dada la fragilidad de su madre. Lamentaba también la lejanía, pues no tenía consuelo al no ver a Elizabeth y saber si se encontraba bien. Sentía que estaba faltando a una promesa. A esa altura de la carta, Elizabeth no entendía a qué promesa se refería, ya que ella jamás le había arrancado ninguna. Le contestó con el mejor ánimo que pudo, haciéndole saber las cosas buenas, como la recuperación de la tía y las posibilidades de Roland, y ocultando las malas, como la demencia del tío y la muerte de Micaela. Al apoyar la pluma sobre la carpeta del estudio de su tío se sintió mareada y cerró los ojos un instante para aislarse de tanto dolor. La asaltó un sueño leve y se remontó al jardín de la casa de su madre, con su caminito de piedra. La vio en su actitud más frecuente, bordando junto a la ventana, con el cabello recogido en un rodete complicado que sólo ella sabía hacerse. Ese sueño sencillo le proporcionó un descanso apacible. Soñó también con los niños de la laguna, y vio con nitidez, como si estuviesen a su lado, a Eusebio, a Zoraida, al Padre Miguel, hasta que apareció un personaje que nunca había visto: un hombre aguerrido, entrado en años, erguido sobre una roca, mirando la lejanía. Sentía su tristeza como si fuese propia y, aun dormida, corrieron lágrimas por sus mejillas. Cuando el hombre del sueño volvió el rostro, la visión de sus ojos dorados la despertó con un sobresalto.

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