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Authors: Mary Stewart

Tags: #Fantástico

La mansión embrujada (7 page)

BOOK: La mansión embrujada
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—Es una maravilla —comenté calurosamente—. Me encantará vivir aquí. Señora Trapp, le agradezco enormemente que la arreglara tan bien para mí.

—Ya le dije que no podíamos permitir que viniera estando la casa como estaba. Abajo no he hecho mucho porque no tuve tiempo. Pero la cama está aireada y el baño limpio. ¿Quiere verlo?

—Gracias, pero ya lo miraré más tarde.

Me preguntaba —y también me preguntaba cómo plantearlo— qué esperaba cobrar por los trabajos realizados. Cabía la posibilidad de que los abogados se hubiesen ocupado de ese asunto si es que le habían pedido que limpiara la casa.

Planteé una pregunta inofensiva.

—Puesto que vive en la casa del guarda, ¿no es muy largo el camino hasta aquí? ¿Tiene coche?

—Tengo una bicicleta y hay un atajo a través del bosque. Acostumbro a coger ese camino.

—¿Ha echado un vistazo a la casa desde que mi prima enfermó? ¿Trabajaba para la señorita Saxon?

—A ratos. Le gustaba la soledad. Y en primavera solía echarle una mano con la limpieza. ¿Quiere ver el resto de la casa?

—Antes desharé el equipaje. Le agradeceré que, antes de irse, me muestre dónde están los cacharros y cómo funciona la cocina.

—De acuerdo, señorita. Por la cocina no se preocupe. Esta noche está todo listo y mañana vendré. Tampoco ha de preocuparse por la cena. Está en el horno y le dejaré pan y lo que necesite. No se preocupe, no es necesario que se preocupe por el racionamiento, por aquí siempre hay de todo, sobre todo si se conoce a la gente desde hace tanto tiempo, como es mi caso, y su tía no era de las que permitían que la alacena estuviera vacía.

—Es sumamente generoso de su parte. Traje todo lo que pude, pero hasta que no me entere de cómo funcionan las tiendas, dónde hay que apuntarse para los cupones de racionamiento y esas cuestiones…

—Le diré dónde tiene que ir y le aseguro que la tratarán muy bien en cuanto sepan que tiene la casa de la señorita Saxon. —Me siguió escaleras abajo—. Eso es todo, señorita, dejaré que ahora se ponga cómoda, pero mañana a primera hora vendré, recogeré la leche y algo para su cena, y así que descanse entre las dos tendremos funcionando la casa enseguida.

—Es muy amable. —Titubeé, pero tenía que decirlo. Ni quería ni podía pagar los servicios diarios de una asistenta—. Señora Trapp, sinceramente es muy amable de su parte, pero no debe preocuparse por mí. Sé que necesitaré consejos sobre tiendas, cupones de racionamiento y esas cuestiones hasta que me organice. En cuanto a ayuda para limpiar la casa, yo… bueno, pienso ocuparme personalmente de esas tareas. Estoy muy acostumbrada a hacerlas y, en realidad, lo prefiero. Al igual que mi prima, me gusta la soledad. —Sonreí—. Le agradezco de corazón cuanto ha hecho y me encantaría que de vez en cuando me ayudara, como hacía con la señorita Saxon.

Volvió a aparecer el rubor que ascendió rápidamente por el cuello de la señora Trapp y le llegó a la cara. Esta vez lo reconocí con un extraño estremecimiento interior. Supe por qué me había desconcertado tanto y por qué mis tratos hasta ese momento con ella habían sido tímidos hasta la aprensión. Ya había conocido a otra persona que se ruborizaba de esa manera. Cuando estaba enfadada o desdeñosa porque había logrado hacerme llorar, mi principal atormentadora en el convento había mostrado el mismo arrebol. Y los ojos azules, clavados como los de una muñeca en el rostro encendido, habían tenido el mismo aspecto.

La señora Trapp sonrió en medio del rubor y su blanca dentadura relampagueó.

—Señorita Ramsey, desde luego se hará lo que usted diga. Sin embargo, casi lo último que su tía me dijo antes de que se la llevaran al hospital fue lo siguiente: «Querida Agnes, esta casa es tan grande y tiene tantas habitaciones que me parecería magnífico que se viniera a vivir conmigo y me cuidase aquí». —Desapareció el rubor y volvió a sonreír con gran encanto—. Era precisamente lo que Jessamy y yo pensábamos hacer cuando su tía enfermó y murió. Y ahora todo ha cambiado, ¿no?

Yo no tenía ocho años, repito, no los tenía, ni la señora Trapp era el Führer del tercer curso. Yo era la legítima propietaria de Thornyhold y me encontraba en el vestíbulo de mi casa hablando con una asistenta a sueldo. De todas maneras, tuve que carraspear para decir alegre y espero que firmemente:

—Sí, ahora todo ha cambiado. Señora Trapp, le doy las gracias una vez más. Adiós.

Capítulo 7

De regreso a mi dormitorio, y a solas, puse una de las maletas en el asiento de la ventana y empecé a quitar cosas. No dejaba de pensar y no me sentía muy cómoda. Me dije que lo primero que debía hacer era ponerme en contacto con Martin & Martin, el bufete de abogados de la prima Geillis, averiguar si le debía algo a la señora Trapp y, en ese caso, cuánto. Así, con el apoyo del bufete, no habría problemas…

¿Problemas? Me regañé a mí misma. Ante ese rubor de cólera, y un parecido lejano, no podía retroceder y convertirme una vez más en la niña asustadiza y tiranizada que había sido. Además, ¿por qué tenían que surgir problemas? No era una dama anciana y enferma que necesitaba un ama de llaves. Era joven, fuerte y desde hacía años llevaba la casa por mis propios medios. Lo había hecho muy bien en una casa incómoda y mucho menos atractiva. Era perfectamente capaz de decirle a Agnes Trapp: muchas gracias por los servicios prestados, aquí tiene su dinero y ya le avisaré si la necesito. En cuanto a su ridícula sugerencia de mudarse a vivir conmigo…

Seguramente ése era el motivo de la consternación y la ira que había mostrado. Encontrarse en la puerta a una «prima» joven y vigorosa había sido una sorpresa y la frustración de sus expectativas sobre un futuro cómodo. Esperaba una mujer mayor, coetánea de la prima Geillis, que probablemente habría aceptado de buen grado la propuesta de un ama de llaves interna y un hombre para todo. La prima Geillis, que «gustaba de su soledad», tuvo que sentirse muy enferma para hacer semejante sugerencia. Si es que alguna vez la hizo.

Ese último comentario también era ridículo. Seguro que había hecho esa sugerencia. ¿Qué necesidad de mentir tenía Agnes Trapp? Era una buena vecina, de las del campo, lo que significaba que estaba acostumbrada a entrar y salir como le daba la gana de las casas de sus vecinas y a echar una mano siempre que hacía falta. En aquella época, en las zonas rurales, nadie cerraba con llave la puerta de su casa.

Y ése era otro asunto pendiente. Seguramente la casa se cerró con llave cuando ingresaron a la prima Geillis en el hospital. Lo más probable es que la señora Trapp tuviese una llave. También tendría que ponerme firme con eso. Mientras llevaba el primer montón de ropa de la maleta a la cama, pensé que tener mi propia casa y tenerla para mí sería más difícil de lo que había supuesto.

Me tomé todo el tiempo que quise para deshacer la maleta. Era probable que inconscientemente abrigase la esperanza de que la señora Trapp ya se hubiese ido cuando yo volviera a bajar y de poder decir al día siguiente lo que fuera necesario aclarar. Mientras doblaba la ropa o la colgaba en perchas, me dije para mis adentros que tal vez me encantaría contar con su ayuda para el resto de la casa. Había arreglado maravillosamente el dormitorio. Había papeles limpios en los cajones y en el suelo del ropero. Las sábanas eran de hilo, estaban perfectamente planchadas y olían a lavanda; en la cama se divisaba un par de bultos que correspondían a sendas bolsas de agua caliente, que ya casi se habían enfriado. (¿Para que la dama anciana y enferma le tomara simpatía?) Junto a la cama había un candelero y, muy cerca, una caja de cerillas. Sonreí al verlo, pues la sensación de haber retrocedido en el tiempo era muy marcada. Encendí la luz de la cabecera de la cama y comprobé que funcionaba. La vela no era más que una precaución.

El cuarto de baño, situado junto al dormitorio, me devolvió al siglo veinte. También estaba impecable, blanco y brillante, y al otro lado de la ventana las nubes se habían despejado para mostrar un límpido firmamento más allá de la arboleda. Abrí la ventana y me asomé. Antes de poder hacerme una impresión de color en medio de la maraña verde y de entrever el lejano resplandor del agua, oí debajo de mí y a un costado el sonido de una puerta que se cerraba. Estiré un poco más el cuello. Noté un movimiento a la izquierda. Había un sendero que bordeaba la casa y que probablemente conducía de la puerta trasera a un portillo lateral que comunicaba con el atajo del bosque al que se había referido la señora Trapp. Ésta apareció ante mi vista. En cada mano llevaba sendas bolsas repletas. Corrió por el sendero y se perdió.

Recuperé la paz y, con ella, el goce. Bajé a la cocina de puntillas. El resto de la exploración esperaría hasta el día siguiente. Había sido una larga jornada. Cenaría temprano y me acostaría en ese dormitorio hermoso. Había mirado por encima los cajones y los armarios de la cocina, encontrado cuanto necesitaba para la cena en lo que a vajilla y cubiertos se refería, sacado del horno la cazuela de la señora Trapp y levantado la tapa. Busqué una cuchara y la probé. Estaba deliciosa. En el horno también había una patata grande envuelta en papel de aluminio. Sí, era una buena vecina. Ya veríamos.

—Bueno, prima Geillis, gracias por todo —dije y me senté a tomar mi primera cena en mi propia casa.

Al terminar, sin pensar si estaba en el campo o no, cerré las puertas con llave.

Descubrí que había tenido razón en lo referente a la antigua cocina. La puerta trasera desembocaba en ella, atravesando un pequeño porche en el que había un perchero del que colgaban abrigos, bastones y paraguas junto a una hilera de zapatos y botas de goma. La antigua cocina era una habitación cuadrada y embaldosada, tenebrosa bajo la débil luz de una bombilla pelada. Las dos ventanas pequeñas, cubiertas de telarañas, dejarían pasar muy poca luz incluso durante el día. Una pared estaba ocupada casi por completo por una cocina económica inmensa y en pleno proceso de oxidación. No había más muebles que un par de altos armarios empotrados y una mesa de pino cubierta por un hule despellejado y cargada de pilas de periódicos viejos, cajas de cartón y otros restos olvidados. Debajo de una de las ventanas había una pila de loza. Un par de cubos y una jarra esmaltada y desportillada. Una regadera y una rígida escoba de jardín.

No había llave en la cerradura de la puerta trasera. Probablemente la tenía la señora Trapp. Sin embargo, la puerta disponía de un par de pestillos muy oportunos. Los eché y me fui a la cama.

El silencio me despertó. Me había acostumbrado tanto a las noches iluminadas por el sucio resplandor naranja de las lámparas de vapor de sodio y por la intermitente y protestona luz deslumbradora del tráfico en la mina que al principio, cuando abrí los ojos en medio de la oscuridad, creí que seguía dormida. Hasta el viento había amainado. No había tamborileo de lluvia y los árboles no se mecían. Permanecí tendida con los ojos abiertos y la oscuridad se disolvió lentamente en formas de oscuridad variable. El dormitorio era una caverna a oscuras en la que los débiles rectángulos de las ventanas sin cortinas se veían de color añil. No divisé las estrellas. En lontananza sonó el silbato de un tren, lo que puso de relieve el vacío de la noche. Desde algún lugar más próximo pero aún bastante lejano llegó el ladrido quejumbroso de un perro. No se trataba del ladrido constante de un perro guardián encadenado, sino de un perro que pedía algo con apremio: que lo dejaran entrar, que lo dejaran salir, que le dieran de comer, que lo soltaran. Cesó bruscamente y retornó el silencio.

El silencio se quebró con un sonido mucho más próximo, débil y perturbador que las penas del perro. Por encima de mi cabeza percibí unos rasguños, gateos y golpecitos que daban a entender que en el techo había algún pequeño habitante. Me quedé quieta y agucé el oído. ¿Murciélagos? Aunque no sabía nada de ellos, los imaginaba como seres silentes que colgaban de su refugio. Fuera como fuese, seguramente salían por la noche y echaban a volar. Si vencejos, estorninos u otros pájaros hubiesen anidado en el techo, ya se habrían ido. ¿Ratones? El sonido era asaz, espasmódico y débil. Me convencí firmemente de que no podía tratarse de ratas. No era posible. Amo con toda mi alma a los animales, pero no deseaba establecer una relación estrecha con las ratas.

El sonido no era lo bastante ajetreado para tratarse de ratas. De hecho, era extrañamente reconfortante. Significaba compañía. Me quedé dormida.

Capítulo 8

La mañana siguiente, en cuanto acabé el desayuno, me dediqué a explorar. Fue una experiencia insólita. Con excepción de las pocas cosas dispuestas en el dormitorio, nada de la casa parecía pertenecerme. Tuve la impresión de que debía llamar a las puertas antes de entrar.

Tal como sospechaba, la puerta del final de la entrada desembocaba en el salón, lo bastante espacioso y bien proporcionado para merecer ese nombre. La señora Trapp no lo había limpiado y era evidente que la prima Geillis no lo había pisado en mucho tiempo; había polvo por todas partes y la cretona de los sillones estaba arrugada. El salón estaba confortablemente amueblado con butacones, un sofá, un par de mesas, una enorme librería abierta y un piano de media cola. En la repisa y en el hueco con estantes contiguo a la chimenea había bonitos adornos de porcelana. La estancia se encontraba directamente debajo de mi dormitorio y era un poco más grande; supuse que habían hecho el cuarto de baño en el hueco que, abajo, contenía el piano de la prima Geillis.

Junto al salón, en la parte delantera de la casa, se encontraba el comedor, que al parecer tampoco se había utilizado con mucha frecuencia. Contenía una mesa alargada de pedestales con ocho sillas, un aparador, un par de mesas auxiliares y un alto porta macetas que sujetaba un helecho de aspecto enfermizo. En los cajones entreví la cubertería de plata que necesitaba un buen pulido y la mantelería amarilleada por el paso del tiempo y la falta de uso. Se trataba de un cuarto severamente funcional que había durado más que la función que pretendía cumplir. Cerré la puerta y crucé el pasillo hasta la habitación próxima al pie de la escalera.

Era evidente que la prima Geillis la había utilizado. Mostraba el cómodo desorden de un cuchitril: gran escritorio de tapa corrediza, un par de mullidos sillones de piel, más estantes con libros y una radio.

La habitación había sido utilizada recientemente porque el escritorio estaba abierto y no se encontraba cubierto de polvo. Había papeles en los casilleros y en los cajones. Podían esperar, probablemente no eran papeles personales ni importantes. Lo importante era el teléfono. Lo busqué, pero no lo encontré en el cuchitril. Regresé a la cocina y me puse a buscarlo.

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