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Authors: H. G. Wells

Tags: #ciencia ficción

La máquina del tiempo (11 page)

BOOK: La máquina del tiempo
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Por ella supe también que el temor no había desaparecido aún de la Tierra. Se mostraba ella bastante intrépida durante el día y tenía una extraña confianza en mi; pues una vez, en un momento estúpido, le hice muecas amenazadoras y, ella se echó a reír simplemente. Pero le amedrentaban la obscuridad, las sombras, las cosas negras. Las tinieblas eran para ella la única cosa aterradora. Era una emoción singularmente viva, y esto me hizo meditar y observarla. Descubrí, entonces, entre otras cosas, que aquellos seres se congregaban dentro de las grandes casas, al anochecer, y dormían en grupos. Entrar donde ellos estaban sin una luz les llenaba de una inquietud tumultuosa. Nunca encontré a nadie de puertas afuera, o durmiendo solo de puertas adentro, después de ponerse el Sol. Sin embargo, fui tan estúpido que no comprendí la lección de ese temor, y, pese a la angustia de Weena, me obstiné en acostarme apartado de aquellas multitudes adormecidas.

Esto le inquietó a ella mucho, pero al final su extraño afecto por mí triunfó, y durante las cinco noches de nuestro conocimiento, incluyendo la última de todas, durmió ella con la cabeza recostada sobre mi brazo. Pero mi relato se me escapa mientras les hablo a ustedes de ella. La noche anterior a su salvación debía despertarme al amanecer. Había estado inquieto, soñando muy desagradablemente que me ahogaba, y que unas anémonas de mar me palpaban la cara con sus blandos apéndices. Me desperté sobresaltado, con la extraña sensación de que un animal gris acababa de huir de la habitación. Intenté dormirme de nuevo, pero me sentía desasosegado y a disgusto. Era esa hora incierta y gris en que las cosas acaban de surgir de las tinieblas, cuando todo es incoloro y se recorta con fuerza, aun pareciendo irreal. Me levanté, fui al gran vestíbulo y llegué así hasta las losas de piedra delante del palacio. Tenía intención, haciendo virtud de la necesidad, de contemplar la salida del Sol.

La Luna se ponía, y su luz moribunda y las primeras palideces del alba se mezclaban en una semiclaridad fantasmal. Los arbustos eran de un negro tinta, la tierra de un gris obscuro, el cielo descolorido y triste. Y sobre la colina creía ver unos espectros. En tres ocasiones distintas, mientras escudriñaba la ladera, vi unas figuras blancas. Por dos veces me pareció divisar una criatura solitaria, blanca, con el aspecto de un mono, subiendo más bien rápidamente por la colina, y una vez cerca de las ruinas vi tres de aquellas figuras arrastrando un cuerpo obscuro. Se movían velozmente. Y no pude ver qué fue de ellas. Parecieron desvanecerse entre los arbustos. El alba era todavía incierta, como ustedes comprenderán. Y tenía yo esa sensación helada, confusa, del despuntar del alba que ustedes conocen tal vez. Dudaba de mis ojos.

Cuando el cielo se tornó brillante al este, y la luz del Sol subió y esparció una vez más sus vivos colores sobre el Mundo, escruté profundamente el paisaje, pero no percibí ningún vestigio de mis figuras blancas. Eran simplemente seres de la media luz.

—«Deben de haber sido fantasmas
—me dije—
. Me pregunto qué edad tendrán.»

Pues una singular teoría de Grant Allen
[12]
vino a mi mente, y me divirtió. Si cada generación fenece y deja fantasmas, argumenta él, el Mundo al final estará atestado de ellos. Según esa teoría habrían crecido de modo innumerable dentro de unos ochocientos mil años a contar de esta fecha, y no sería muy sorprendente ver cuatro a la vez. Pero la broma no era convincente y me pasé toda la mañana pensando en aquellas figuras, hasta que gracias a Weena logré desechar ese pensamiento. Las asocié de una manera vaga con el animal blanco que había yo asustado en mi primera y ardorosa busca de la Máquina del Tiempo.

Pero Weena era una grata substituta. Sin embargo, todas ellas estaban destinadas pronto a tomar una mayor y más implacable posesión de mi espíritu.

Creo haberles dicho cuánto más calurosa que la nuestra era la temperatura de esa Edad de Oro. No puedo explicarme por qué. Quizá el Sol era más fuerte, o la Tierra estaba más cerca del Sol. Se admite, por lo general, que el Sol se irá enfriando constantemente en el futuro. Pero la gente, poco familiarizada con teorías tales como las de Darwin
[13]
, olvida que los planetas deben finalmente volver a caer uno por uno dentro de la masa que los engendró. Cuando esas catástrofes ocurran, el Sol llameará con renovada energía; y puede que algún planeta interior haya sufrido esa suerte. Sea cual fuere la razón, persiste el hecho de que el Sol era mucho más fuerte que el que nosotros conocemos.

Bien, pues una mañana muy calurosa —la cuarta, creo, de mi estancia—, cuando intentaba resguardarme del calor y de la reverberación entre algunas ruinas colosales cerca del gran edificio donde dormía y comía, ocurrió una cosa extraña. Encaramándome sobre aquel montón de mampostería, encontré una estrecha galería, cuyo final y respiradero laterales estaban obstruidos por masas de piedras caídas. En contraste con la luz deslumbrante del exterior, me pareció al principio de una obscuridad impenetrable. Entré a tientas, pues el cambio de la luz a las tinieblas hacía surgir manchas flotantes de color ante mí. De repente me detuve como hechizado. Un par de ojos, luminosos por el reflejo de la luz de afuera, me miraba fijamente en las tinieblas.

El viejo e instintivo terror a las fieras se apoderó nuevamente de mí. Apreté los puños y miré con decisión aquellos brillantes ojos. Luego, el pensamiento de la absoluta seguridad en que la Humanidad parecía vivir se apareció a mi mente. Y después recordé aquel extraño terror a las tinieblas. Dominando mi pavor hasta cierto punto, avancé un paso y hablé. Confesaré que mi voz era bronca e insegura. Extendí la mano y toqué algo suave. Inmediatamente los ojos se apartaron y algo blanco huyó rozándome. Me volví con el corazón en la garganta, y vi una extraña figurilla de aspecto simiesco, sujetándose la cabeza de una manera especial, cruzar corriendo el espacio iluminado por el Sol, a mi espalda. Chocó contra un bloque de granito, se tambaleó, y en un instante se ocultó en la negra sombra bajo otro montón de escombros de las ruinas.

La impresión que recogí de aquel ser fue, naturalmente, imperfecta; pero sé que era de un blanco desvaído, y, que tenía unos ojos grandes y extraños de un rojo grisáceo, y también unos cabellos muy rubios que le caían por la espalda. Pero, como digo, se movió con demasiada rapidez para que pudiese verle con claridad. No puedo siquiera decir si corría a cuatro pies, o tan sólo manteniendo sus antebrazos muy bajos. Después de unos instantes de detención le seguí hasta el segundo montón de ruinas. No pude encontrarle al principio; pero después de un rato entre la profunda obscuridad, llegué a una de aquellas aberturas redondas y parecidas a un pozo de que ya les he hablado a ustedes, semiobstruida por una columna derribada. Un pensamiento repentino vino a mi mente. ¿Podría aquella Cosa haber desaparecido por dicha abertura abajo? Encendí una cerilla y, mirando hasta el fondo, vi agitarse una pequeña y blanca criatura con unos ojos brillantes que me miraban fijamente. Esto me hizo estremecer. ¡Aquel ser se asemejaba a una araña humana! Descendía por la pared y divisé ahora por primera vez una serie de soportes y de asas de metal formando una especie de escala, que se hundía en la abertura. Entonces la llama me quemó los dedos y la solté, apagándose al caer; y cuando encendí otra, el pequeño monstruo había desaparecido.

No sé cuánto tiempo permanecí mirando el interior de aquel pozo. Necesité un rato para conseguir convencerme a mí mismo de que aquella cosa entrevista era un ser humano. Pero, poco a poco, la verdad se abrió paso en mí: el Hombre no había seguido siendo una especie única, sino que se había diferenciado en dos animales distintos; las graciosas criaturas del Mundo Superior no eran los únicos descendientes de nuestra generación, sino que aquel ser, pálido, repugnante, nocturno, que había pasado fugazmente ante mí, era también el heredero de todas las edades.

Pensé en las columnas de aireación y en mi teoría de una ventilación subterránea. Empecé a sospechar su verdadera importancia. ¿Y qué viene a hacer, me pregunté, este Lémur en mi esquema de una organización perfectamente equilibrada? ¿Qué relación podía tener con la indolente serenidad de los habitantes del Mundo Superior? ¿Y qué se ocultaba debajo de aquello en el fondo de aquel pozo? Me senté sobre el borde diciéndome que, en cualquier caso, no había nada que temer, y que debía yo bajar allí para solucionar mis apuros. ¡Y al mismo tiempo me aterraba en absoluto bajar! Mientras vacilaba, dos de los bellos seres del Mundo Superior llegaron corriendo en su amoroso juego desde la luz del Sol hasta la sombra. El varón perseguía a la hembra, arrojándole flores en su huida.

Parecieron angustiados de encontrarme, con mi brazo apoyado contra la columna caída, y escrutando el pozo. Al parecer, estaba mal considerado el fijarse en aquellas aberturas; pues cuando señalé ésta junto a la cual estaba yo e intenté dirigirles una pregunta sobre ello en su lengua, se mostraron más angustiados aún y se dieron la vuelta. Pero les interesaban mis cerillas, y encendí unas cuantas para divertirlos. Intenté de nuevo preguntarles sobre el pozo, Y fracasé otra vez. Por eso los dejé en seguida, a fin de ir en busca de Weena, y ver qué podía sonsacarle. Pero mi mente estaba ya trastornada; mis conjeturas e impresiones se deslizaban y enfocaban hacia una nueva interpretación. Tenía ahora una pista para averiguar la importancia de aquellos pozos, de aquellas torres de ventilación, de aquel misterio de los fantasmas; ¡y esto sin mencionar la indicación relativa al significado de las puertas de bronce y de la suerte de la Máquina del Tiempo! Y muy vagamente hallé una sugerencia acerca de la solución del problema económico que me había desconcertado.

He aquí mi nuevo punto de vista. Evidentemente, aquella segunda especie humana era subterránea. Había en especial tres detalles que me hacían creer que sus raras apariciones sobre el suelo eran la consecuencia de una larga y continuada costumbre de vivir bajo tierra. En primer lugar, estaba el aspecto lívido común a la mayoría de los animales que viven prolongadamente en la obscuridad; el pez blanco de las grutas del Kentucky, por ejemplo. Luego, aquellos grandes ojos con su facultad de reflejar la luz son rasgos comunes en los seres nocturnos, según lo demuestran el búho y el gato. Y por último, aquel patente desconcierto a la luz del Sol, y aquella apresurada y, sin embargo, torpe huida hacia la obscura sombra, y aquella postura tan particular de la cabeza mientras estaba a la luz, todo esto reforzaba la teoría de una extremada sensibilidad de la retina.

Bajo mis pies, por tanto, la tierra debía estar inmensamente socavada y aquellos socavones eran la vivienda de a Nueva Raza. La presencia de tubos de ventilación y de los pozos a lo largo de las laderas de las colinas, por todas partes en realidad, excepto a lo largo del valle por donde corría el río, revelaba cuán universales eran sus ramificaciones. ¿No era muy natural, entonces, suponer que era en aquel Mundo Subterráneo donde se hacía el trabajo necesario para la comodidad de la raza que vivía a la luz del Sol? La explicación era tan plausible que la acepté inmediatamente y llegué hasta imaginar el porqué de aquella diferenciación de la especie humana. Me atrevo a creer que prevén ustedes la hechura de mi teoría, aunque pronto comprendí por mí mismo cuán alejada estaba de la verdad.

Al principio, procediendo conforme a los problemas de nuestra propia época, me parecía claro como la luz del día que la extensión gradual de las actuales diferencias meramente temporales y sociales entre el Capitalista y el Trabajador era la clave de la situación entera. Sin duda les parecerá a ustedes un tanto grotesco —¡y disparatadamente increíble!—, y, sin embargo, aun ahora existen circunstancias que señalan ese camino. Hay una tendencia a utilizar el espacio subterráneo para los fines menos decorativos de la civilización; hay, por ejemplo, en Londres el Metro, hay los nuevos tranvías eléctricos, hay pasos subterráneos, talleres y restaurantes subterráneos, que aumentan y se multiplican.

—«Evidentemente
—pensé—
esta tendencia ha crecido hasta el punto que la industria ha perdido gradualmente su derecho de existencia al aire libre.»

Quiero decir que se había extendido cada vez más profundamente y cada vez en más y más amplias fábricas subterráneas ¡consumiendo una cantidad de tiempo sin cesar creciente, hasta que al final...! Aun hoy día, ¿es que un obrero del
East End
[14]
no vive en condiciones de tal modo artificiales que, prácticamente, está separado de la superficie natural de la Tierra?

Además, la tendencia exclusiva de la gente rica —debida, sin duda, al creciente refinamiento de su educación y al amplio abismo en aumento entre ella y la ruda violencia de la gente pobre— la lleva ya a acotar, en su interés, considerables partes de la superficie del país. En los alrededores de Londres, por ejemplo, tal vez la mitad de los lugares más hermosos están cerrados a la intrusión. Y ese mismo abismo creciente que se debe a los procedimientos más largos y costosos de la educación superior y a las crecientes facilidades y tentaciones por parte de los ricos, hará que cada vez sea menos frecuente el intercambio entre las clases y el ascenso en la posición social por matrimonios entre ellas, que retrasa actualmente la división de nuestra especie a lo largo de líneas de estratificación social. De modo que, al final, sobre el suelo habremos de tener a los Poseedores, buscando el placer, el bienestar, y la belleza, y debajo del suelo a los No Poseedores; los obreros se adaptan continuamente a las condiciones de su trabajo. Una vez allí, tuvieron, sin duda, que pagar un canon nada reducido por la ventilación de sus cavernas; y si se negaban, los mataban de hambre o los asfixiaban para hacerles pagar los atrasos. Los que habían nacido para ser desdichados o rebeldes, murieron; y finalmente, al ser permanente el equilibrio, los supervivientes acabaron por estar adaptados a las condiciones de la vida subterránea y tan satisfechos en su medio como la gente del Mundo Superior en el suyo. Por lo que, me parecía, la refinada belleza y la palidez marchita se seguían con bastante naturalidad.

El gran triunfo de la Humanidad que había yo soñado tomaba una forma distinta en mi mente. No había existido tal triunfo de la educación moral y de la cooperación general, como imaginé. En lugar de esto, veía yo una verdadera aristocracia, armada de una ciencia perfecta y preparando una lógica conclusión al sistema industrial de hoy día. Su triunfo no había sido simplemente un triunfo sobre la Naturaleza, sino un triunfo sobre la Naturaleza y sobre el prójimo. Esto, debo advertirlo a ustedes, era mi teoría de aquel momento. No tenía ningún guía adecuado como ocurre en los libros utópicos. Mi explicación puede ser errónea por completo. Aunque creo que es la más plausible. Pero, aun suponiendo esto, la civilización equilibrada que había sido finalmente alcanzada debía haber sobrepasado hacía largo tiempo su cenit, y haber caído en una profunda decadencia. La seguridad demasiado perfecta de los habitantes del Mundo Superior los había llevado, en un pausado movimiento de degeneración, a un aminoramiento general de estatura, de fuerza e inteligencia. Eso podía yo verlo ya con bastante claridad. Sin embargo, no sospechaba aún lo que había ocurrido a los habitantes del Mundo Subterráneo, pero por lo que había visto de los Morlocks —que era el nombre que daban a aquellos seres— podía imaginar que la modificación del tipo humano era aún más profunda que entre los Eloi, la raza que ya conocía.

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