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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (44 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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Recordó que a la noche tenía cena en lo del embajador Labougle. Procuró no saltearse la bombonería que había visto en el camino. Dos guardias la frenaron.

—¿Es usted judía?

Los miró asustada. Eran jóvenes, altos y torpes. Uno apuntó hacia la frase “Sólo para judíos”. Ningún ario podía comprar en un comercio judío por la ley que Hitler había sancionado en abril de 1933, pero una callada rebelión determinaba que algunos alemanes se empeñasen en transgredirla. Edith había visto otras leyendas injuriosas: “Todos los judíos son delincuentes”, “¡Fuera los judíos!”, “Aquí vende un cerdo judío”.

Edith pensó: “¿y si les digo que soy judía?”. Esa confesión equivalía a quitarse todos los derechos, invitar a que la tratasen como a una cucaracha. Los miró desafiante.

—Soy judía.

Se sorprendieron. Mascullaron “cerda” y la dejaron pasar.

Pidió a la anciana vendedora que envolviese la caja en papel de regalo. La mujer se excusó entristecida.

—No tengo papel bueno, no me lo quieren vender.

—¿Pero los bombones son ricos? —necesitaba infundir coraje a su agitado corazón; Alberto no la aplaudiría por lo que estaba haciendo.

—¡Riquísimos! Ya verá.

—Envuélvalos con lo que tenga.

Buscó en los estantes un trozo laminado; también le quedaba un moño de tela, que adhirió a la cara superior.

—Muchas gracias.

—Dios la bendiga.

Alzó la caja. Afuera los guardias saludaban con los brazos en alto a tres vehículos que se alejaban rápidamente. Edith les contempló por una fracción de segundo el aspecto infantil y temible. Se alejó en sentido contrario a los vehículos. Al cabo de unos metros advirtió que estaba caminando muy rápido. Evocaba a la viejecita, obligada a soportar a dos fanáticos junto a la puerta de su bombonería y apretó la caja llena de bombones judíos. Sonrió con malicia porque esa noche se los haría comer a un SS.

Alberto se puso traje azul y Edith un vestido largo de color ciruela; rodeó sus hombros con una chalina de seda nacarada.

—Me soplaron el nombre de los demás invitados —dijo Alberto en el coche mientras envolvía tiernamente la mano de Edith—. Además del
Brigadeführer
Erich von Ruschardt, estarán los embajadores de Holanda e Italia con sus esposas.

—Eso me gusta. Ojalá que el italiano y el holandés crucen espadas.

—Tengo curiosidad por ver cómo procederá Labougle en situaciones como éstas.

—Pondrá cara de nada.

—Ah, no mencioné al doctor Rudolf Stopler.

—¿Quién?

—Un especialista en temas raciales, dicen que es uno de los redactores de las leyes de Nuremberg.

—Te la estuviste guardando. ¡Ese pez es más gordo que Ruschardt!

—Tal vez escuchemos cosas tremendas.

Ella separó su mano, irritada.

—Por favor Edith, recordá que debemos comportarnos igual que los proctólogos: nada de asco, nada de fruncir la nariz.

—¡Excelente comparación! No se me hubiera ocurrido. Pero, digo ahora, ¿por qué tu embajador nos invita a semejante mierda?

—Es su trabajo. El sucio trabajo. También el mío. ¡Qué podemos hacer!

El auto frenó junto a dos grandes faroles. Sobre la breve escalinata se elevaba el señorial edificio. Un mayordomo abrió la puerta y otro les recibió el sombrero y la chalina. Sobre el espejo del
dressoir
Alberto comprobó cuán hermosa estaba Edith. El primer mayordomo los condujo al salón.

Labougle se acercó a recibirlos. Presentó al embajador de Holanda y su mujer. Enseguida ingresaron el representante de Italia, su esposa y el doctor Stopler, un sujeto de rasgos inolvidables: pequeña nariz, gruesos anteojos, abundante papada y el hombro derecho más elevado.

Mientras aguardaban la llegada del
Brigadeführer
Von Ruschardt, el embajador Van Passen, de Holanda, evocó su último viaje al sur de Italia y el impacto que habían vuelto a producirle las ruinas de Pompeya. Aldo Mazzini se entusiasmó con las referencias a su país y comparó los tesoros antiguos que había evocado su colega con los que existen en otras regiones australes de la península, especialmente en Sicilia.

—No olvide que fuimos parte de la Grecia Magna; es decir, los grandes personajes del tiempo clásico fueron italianos. Pitágoras y Arquímedes nos pertenecen —sacó pecho mientras recibía una copa de champán.

—Yo no quería llegar a tanto, señor Arquímedes Mazzini —ironizó Van Passen—. Disculpe... ja, ja. Me refería sólo a las valiosas ruinas en medio de la belleza natural.

—¿Pero qué son las ruinas? Son el documento, la prueba. ¿Prueba de qué? De nuestro origen ario y helénico. La cultura romana fue la culminación de la genial cultura greco-aria —insistió Mazzini mirando al bultuoso doctor Stopler, para dejar sentado de entrada que adhería a los ideales racistas.

—¡Tal cual! —lo apoyó de inmediato el experto, tras aclararse la garganta con un golpe de tos que casi le expulsó los anteojos—. La gran civilización helénica, incluida la Grecia Magna por supuesto, fue una apoteosis de la raza en estado puro.

—A propósito —lo interpeló Van Passen—. Ya que hablamos del tema y usted es un experto: ¿de dónde proviene la palabra “ario”?

—¿Usted bromea? —se puso en guardia.

—De ningún modo.

—Cualquiera lo sabe —frotó su corta nariz—. Es como preguntar sobre la redondez de la Tierra. Los arios son la raza germano-nórdica, la mejor raza producida por la evolución.

—Me refería sólo a la palabra “ario”.

—Esa palabra es muy antigua y proviene del sánscrito.

Fue rescatada en el siglo XIX por un francés, el conde Joseph Arthur de Gobineau, quien tuvo el talento de reconocer en los arios a la raza ideal. Y fue más lejos aún al desenmascarar lo opuesto: los semitas, es decir los judíos.

Todos miraban a Stopler, cuyos anteojos en culo de botella parecían reflectores.

Desasosegado, Alberto pensó si las extravagancias de la teoría racial que bullían en ese hombre tan feo compensaban su resentimiento por las malas formas que le habían tocado en suerte. El racismo era maravilloso para los infelices.

—Pero Gobineau —Van Passen entrecerró los párpados como alguien que porta un rifle y hace puntería— trasladó arbitrariamente lo lingüístico a lo racial.

—No lo entiendo —al experto se le agitó la papada.

—Muy sencillo, doctor. En el siglo XIX se separaron dos orígenes lingüísticos troncales: el ario y el semita. Orígenes de lengua. Gobineau, sin interesarse por las pruebas científicas, transfirió el asunto a las razas. Y, a partir de esa loca ocurrencia, empezó la moda de dividir a la humanidad como se hace con las vacas y los perros.

Edith miró a su esposo con brillo en las pupilas. Stopler, en cambio, levantó su deformado hombro derecho y giró la copa en el aire, con ganas de arrojarla al insolente embajador.

—¡El nazismo ha desarrollado la parte científica que faltaba! —gruñó—. Con todas las evidencias existentes, dudar ahora de la lucha mortal que se desarrolla entre razas incompatibles, y dudar de la clara superioridad de los arios a los que usted mismo pertenece, es como negar que la Tierra gira alrededor del Sol. Nuestro Führer, con su ojo sobrenatural, viene predicando desde 1920 que los judíos son el cáncer de Alemania y del mundo. ¿Puede usted mostrarme una sola persona más inteligente y visionaria que nuestro
Führer?
¿Se anima a refutar sus palabras? Objetivamente, le digo.

Van Passen se movió en su asiento, pero cerró los labios. Recordó que estaba en funciones.

—¡Las frases de nuestro
Führer
son siempre una admirable síntesis! —continuó el experto tras mojar sus labios con champán—. Fue a partir de esa frase condenatoria que asumimos el daño que nos infligen los judíos.

La mujer de Van Passen recogió de la bandeja un canapé y preguntó con falsa indiferencia:

—¿Podría mencionar esos terribles daños?

Rudolf Stopler rió y su redonda papada vibró sobre el moño negro que colgaba de su cuello almidonado.

—¡Infinitos, señora, infinitos! Me resulta gracioso enumerarlos, porque los conoce el más distraído de los analfabetos. Usted quizás es demasiado bondadosa, o ingenua, discúlpeme, o está sujeta a conceptos que nos impusieron los mismos judíos. Ellos se esfuerzan por parecer útiles y beneficiosos. ¿Pero quién no sabe que desde la antigüedad, desde Moisés, esa raza viene dañando a los otros pueblos? Como holandesa habrá leído la Biblia; ¿debo ser yo quien le recuerde lo que hicieron al hermoso Egipto de los faraones? ¡Lo llenaron de plagas! Y desde entonces llenan de plagas al resto del mundo. La economía, el arte, la prensa, las universidades, la industria, el foro, el cine, todo ha sido infiltrado por su sucia sangre. La lista de daños cometidos es más larga que una guía telefónica —acercó sus anteojos a la esposa del embajador—. ¿Me comprende?

La mujer limpió sus dedos con una servilletita de hilo, miró hacia los violentos anteojos y, tras un instante de duda, respondió:

—No.

Edith tuvo ganas de aplaudir. Alberto acarició la mano de su mujer para recordarle el pacto de continencia.

—¡Envenenan la humanidad! —prosiguió Stopler—. Es tan obvio que resulta difícil explicarlo. Es la dificultad de lo simple y transparente. Sobran los ejemplos, piense en su país, en cualquier país: los judíos ocupan los lugares clave, dominan y pervierten. Son minorías en número, pero siempre poderosas. Un microbio es más pequeño que el cuerpo de un hombre; sin embargo, un microbio desorganiza y aniquila al gran cuerpo. No lo comprende quien se obstina en no comprender.

La holandesa movió su fina mandíbula y estuvo a punto de rebatirle, pero su marido la interrumpió tocándole el codo. Alberto guiñó a Edith: “¿viste? No somos el único matrimonio en que el marido debe poner freno al ímpetu de la mujer.”

—La malignidad de los judíos ya pertenece a lo obvio —el experto abrió sus manos ante el exceso de evidencia—. Lo que ahora nos preocupa es su erradicación, cómo llevar a cabo una completa
Entflechtung.
Fíjense: durante milenios, con su asquerosa lascivia, han embarazado a mujeres arias para corromperlas. También han adoptado las costumbres, idiomas y hasta nombres de los países huéspedes. En muchos casos resulta difícil reconocer a un judío porque se han especializado en el disfraz y la mentira.

—¿Se podría tomar por judío a un ario puro? —preguntó Labougle con una frialdad que me produjo asombro, como si estuviera conversando sobre la producción de papas.

—Sí, desde luego, y resultaría lamentable —contestó Stopler—. Por eso exigimos reconocer la condición judía de los padres y de los abuelos. El Partido ha creado una Oficina para la investigación de los antecedentes familiares de los que se postulan a cargos en la administración pública. Eso no es todo: apenas se formó, la Gestapo confeccionó un archivo de todas las instituciones judías, para que no tengan escapatoria; cada sinagoga, centro cultural o artístico, asociación deportiva y club fueron prolijamente registrados. Los nazis supimos desde el comienzo a qué debíamos darle prioridad. Dos años más tarde, ese trabajo se completó con la nómina de cada judío residente en Alemania. La red que tendimos es portentosa. Pero no alcanza: muchos cerdos todavía consiguen mantener oculta su condición porque sus padres o sus abuelos han cambiado el nombre o se han convertido al cristianismo.

Edith pensó que esa bestia estaba emponzoñada de resentimiento y envidia. También de miedo, el miedo generado por su propia locura: odiaba espectros que llamaba judíos.

—Algunos —continuó verborrágico— ya empezamos a “oler” la raza judía. El doctor Hans Günther, galardonado en 1935 con el Premio Nacionalsocialista por sus contribuciones a los fundamentos científicos de las leyes raciales, ha demostrado —levantó la cabeza y se tocó la corta nariz— que los judíos emiten una sutil fetidez, el
hedor semiticus.

Los gruesos anteojos barrieron la cara de Edith y ella sintió que la había tocado la ventosa de un pulpo. Se estremeció: este fanático la había reconocido.

Stopler lanzó otro golpe de tos como si hubiera quebrado una roca bronquial.

—Entonces ya tienen la situación bajo control absoluto —exclamó Aldo Mazzini.

—A eso aspiramos. Pero aún falta. La sangre judía puede venir mezclada con gente aria que ignora su pasado.

—Para no perderme, doctor —lo interrumpió la señora Van Passen mientras a su esposo se le ponían blancas las mejillas—: ¿quiere usted decir que a iguales cantidades de sangre judía y sangre aria gana la judía?

Se galvanizó el salón.

—¡Buena pregunta! —concedió el experto para alivio de los demás—. Si alguien tiene dos abuelos arios y dos judíos, es medio judío. Si tiene tres arios y uno solo judío, es cuarto judío. Pero basta un cuarto para transmitir la plaga.

—¿Y cómo sabe que los abuelos fueron judíos si el apellido no lo informa o se trata de gente bautizada?

—Fácil. Antes el mundo era más religioso. En tiempos de nuestros abuelos casi nadie dejaba de practicar un culto. Los individuos que dos o tres generaciones atrás practicaban la religión judía, eran judíos —tendió la copa vacía para que el mayordomo le vertiera más champán.

—Pero quien ahora ya no practica la religión judía —se explayó la señora—, o se ha convertido, o incluso sus padres ya se habían convertido y, como si fuera poco, ni siquiera le interesa el destino de la comunidad judía, ¿por qué va a ser considerado judío?

—¡Ah, las mujeres se resisten a entender! —forzó una risita—. Por su sangre, señora.

—Pero al abuelo lo identifican por la religión, no por su sangre. ¿Hay análisis de sangre que certifiquen la diferencia?

—¿Cree usted por ventura, estimada señora —su tono se puso agresivo— que nuestro brillante cuerpo doctrinario posee errores? ¿A eso apunta su pregunta? Vea: un ario que nunca se mezcló con judíos sigue siendo ario, pero un ario que se mezcló, no. El que se mezcló ha incorporado el gusano, la bacteria o el demonio, como quiera decir.

—Perdóneme, doctor —insistió la mujer llevándose otro canapé a los labios para simular tranquilidad, mientras su marido le hacía disimulados gestos para que callase—. Me parece que confunde dos categorías.

—¿Que yo confundo?

—La categoría biológica y la cultural, doctor. A lo simplemente cultural lo ha transformado en biológico, lo mismo que hizo Gobineau en el siglo pasado. Una cosa no tiene relación con la otra. Es una confusión trágica.

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